El fuego, fuera de juego

Todos decían que la casa de Sebastián era el lugar ideal para jugar a la botella porque tenía una mesa redonda y grande en el comedor, y una cocina pequeña que servía como lugar privado para cumplir las prendas. Ya estaba acordado que las prendas serían besos, y el tiempo en "el privado" de aproximadamente cinco minutos.

El juego era fácil: por turnos hacíamos girar la botella; el apuntado por el pico tiraba un dado; y el resultado lo relacionaba con su compañero eventual.

Esa era mi primera vez en el juego, y sería, si la suerte me acompañaba, el primer beso de mi vida. Cuando la botella me apuntó y luego arrojé el dado, emocionado esperé con ganas que el resultado seleccionara a Pía. Quería que el beso inaugural fuera con ella. ¡Y así fue! Pía se levantó decidida y yo la seguí hacia la cocina.

El momento inicial, justo antes de comenzar, fue mágico y trágico a la vez. El paso siguiente era acercarse y besarse, de eso se trataba, pero... había que animarse. Yo no tenía experiencia: lo primero que hice fue estirar mi mano
—quizá influenciado por películas y escenas de la televisión; ella la tomó y entonces nos acercamos. Estábamos frente a frente, como cuando una pareja se dispone a bailar un tema lento. Llevé mi mano a su espalda y así nos acercarnos más. Con mis dedos libres acomodé el pelo por detrás de su oreja y luego dejé que recorrieran la linea donde termina el cuello y comienza la cabellera hasta quedar descansando en la nuca, sosteniendo su cabeza. Noté que cerró los ojos y eso me gustó porque sentí que confiaba en mí. Enfrenté mi rostro al suyo y, como una mariposa, mis labios se acercaban, revoloteaban las alas sobre sus pétalos rojos, y seguían viaje dejando respiración mezclada como huella. Así, mis labios rozaron sus labios rosa casi sin saborearlos. Y ella buscaba, llevando su boca hacia arriba, prolongar el momento. Yo mismo, consciente de tener frente a mí el más exquisito manjar; me cansé del juego, no resistí más; tomé los gajos de fruta con mis labios y los exprimí como naranja fresca. El jugo transparente pronto apareció y pudimos movernos sin trabas. Entonces, juntos encontramos que los labios eran más grandes de lo que se veía, que la boca tenía laberintos insospechados y que la lengua no solo era protagonista del habla. Movíamos las cabezas para acomodarnos mejor a las diferentes exploraciones y nuestras manos se movían sincronizadas también sobre nuestras espaldas y brazos.

—¡Vamos, ya pasó el tiempo, tiene que entrar la otra pareja! —gritó Seba, bajándonos de un hondazo del vuelo húmedo y sincronizado en que nos habíamos abandonado. Salimos caminando despacio, sin decirnos nada.

Me senté nuevamente a la mesa, pero Pía no quiso seguir jugando y se quedó dando vueltas por la casa.

Pasaron varias rondas más hasta que Clara, con una alegría que no supe comprender, me eligió como compañero. Después de mi primera experiencia me sentía más seguro. Aún tenía la frescura de Pía en mis labios y recordaba la imagen de sus párpados cerrados.

—¿Alguna vez besaste con los ojos cerrados? —Clara me tomó por sorpresa. No supe cuál sería la respuesta más conveniente. Me quedé mirándola y amagando con la boca palabras que nunca pronuncié. Mientras yo dudaba ella ató un pañuelo en mi cabeza reduciendo mi visión y ampliando mi mundo hacia la imaginación. Siguió hablándome, y su voz, en la oscuridad, sonaba diferente:

—Tengo que atarte las manos porque al no ver capaz me golpeas sin querer.

Yo no decía ni hacía nada. La oscuridad estiraba cada segundo al doble o al triple. Sentí su respiración en la nuca; luego sus labios acercándose por mi mejilla y no pude evitar girar mi rostro hacia allí. Dejé de sentirla. Tocó mis labios: quise abrazarla con mi boca y mordí el aire. Respiraba cerca de mi oído izquierdo, luego en mi mejilla derecha y volvió a rozar mi boca. La situación era desesperante, pero deliciosa. En mi oreja sentí una respiración agitada, en mi costado opuesto también. No sabía hacia donde buscar. Luego vino el silencio y la ausencia de sensaciones. Pero podía notar movimientos y pasos a mi alrededor.

Como un calesitero mostrando la sortija a un niño sentí el chasquido que la saliva provoca en la piel al besar, pero no era mi piel. Estaba haciéndome desear sus besos: el juego de Clara era perverso y efectivo. Mientras el sonido me recordaba el intercambio que tuve con Pía, sentí una mano en mi brazo, luego en el otro, y otra vez la respiración, y otra vez el roce de labios en mis labios, y por fin pude atrapar la presa, que se dejó devorar por mi boca, ciega de realidad pero muy vidente de deseo. Estaba descubriendo y recorriendo esos labios cuando sentí más respiración a la altura de mi cuello. Aunque quería arrancarme los pañuelos y ver qué estaba pasando
decidí quedarme quieto. La lengua se alejó y volvió más fresca a unirse como una sanguijuela a mi piel. Y se fue desplazando por mi cara hasta llegar a la oreja. Recorría esos laberintos con besos que como chispas encendían fuego en mi interior. Y echando aún más brasa al fuego, mi boca fue apresada por un par de labios que, con entusiasmo, se llevaron mis temblores. Paralizado, con mi boca abierta y la respiración agitada, sentí un nuevo par de labios hurgando exploradores en mi carne. De golpe, otra vez la ausencia, el aire frío en los labios, en la oreja, en la cara. Ese silencio negro era interrumpido por ruido a besos y saliva chirriando. Otra vez el juego. Y otra vez los labios, dos, cuatro, seis. Otra vez se alejaron. Con esa pausa levanté mis manos, aún atadas, y arrastré el pañuelo de mi cara. Allí estaban Clara y Pía con sus ojos cerrados, con sus labios activos, con sus lenguas batallando y sosteniéndose con un medio abrazo que, como una puerta abierta, me invitaba a cerrar el triángulo. Me acerqué y uní mi beso al fogón donde cada llama, sin duda, sumaba calor al inocente juego.

—¡Otra vez lo mismo! ¡Ya salgan! —oportuno, como siempre, Seba echó agua en las brasas. Ni ellas ni yo quisimos seguir jugando.


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El cajón de los secretos

El pueblo era chico, pero durante las fiestas navideñas se llenaba de gente que salía de compras. Marcos, seguro de que se repetiría el éxito comercial de años anteriores, preparaba su negocio; y mientras pensaba en qué porcentaje aumentar los precios, entró su hijo, Julián, corriendo y ansioso por hablarle.

—¡Papá! ¡Me lo prometiste para hoy!

—Estoy ocupado, mejor a la tarde, ¿sí?

Julián accedió. Había insistido mucho para que su padre aceptara ir hasta la cima de la montaña donde vivían el abeto más grande que hubieran visto y una familia solitaria, que nunca bajaba al pueblo.

Caminaron dos horas bajo el sol por un sendero sin vegetación y vieron aparecer en el horizonte la copa del abeto, asomándose como un títere tras los lejanos arbustos. El chico corrió desesperado hasta que el árbol se desplegó completo, como un gigante verde apuntando al cielo. Un hombre viejo, de barbas blancas, salió presuroso a recibirlos.

—Si vienen a buscar el árbol, ¡no permitiré que lo toquen!

—Mi hijo quería —Marcos tomó a Julián de los hombros, lo puso delante de sí y cruzó las manos sobre el pecho del niño— conocer el abeto gigante...

El viejo aflojó el cuerpo y su sonrisa se vio como una liebre corriendo entre los arbustos de la tupida barba. Caminó hacia el árbol, se detuvo bajo la copa, cuya sombra era como una casa, y los invitó a sentarse en unos desprolijos bancos de madera.

—¿Por qué no le puso luces al árbol —consultó Julián—, si ya estamos en navidad?

Casi silabeando, el viejo le repreguntó qué sabía él de la navidad; y el niño, apurado, contestó:

—Es porque nació Jesús y por eso tenemos regalos y nos juntamos todos y es divertido porque hay luces en el arbolito y fuegos artificiales y me compran ropa nueva.

Marcos observaba orgulloso a su hijo. El viejo, que rascaba su mentón entre la selva blanquecina, en voz alta y apresurada, como si estuviera enojado, dijo lo suyo:

—Lo mejor que podemos hacer en navidad es imitar a Jesús y sus costumbres. Y para él, seguramente, era más importante contar con una familia unida que los juguetes y las ropas, o saber que se puede compartir una comida con los seres queridos en lugar del ruido y los  fuegos artificiales.

El viejo se dirigía a Julián, pero también miraba a su padre, cada tanto.

—Antiguamente, se colocaban manzanas, que simbolizaban los pecados, y velas, que representaban la creencia en Dios. Entonces, los pecados estaban al alcance de la mano, y la creencia nos ayudaba a no tomarlos. Cuando esto se transformó en árboles de plástico, bolitas de colores y luces eléctricas, se perdió el real significado. Lo mismo con los regalos. Igual, entiendo que como niño estés ansioso por la parte más divertida y visible de la navidad: vos sólo aprendiste lo que te enseñaron.

Marcos tragó saliva y esperó que su hijo no lo mirara, pero Julián lo observó con curiosidad y algo de desencanto. Volvieron al hogar sin hablar. Al llegar, Julián le pidió que lo llevara otra vez al día siguiente: quería averiguar sobre Papá Noel. Marcos no quería llevarlo, pero no pudo negarse y asintió con la cabeza.

En la segunda visita observaron en detalle la pequeña casa, cuyas paredes de rodajas de troncos contenían ventanas y sostenían un abundante techo de paja. Fueron recibidos por la familia completa: José, su mujer y un niño.

—¿Usted sabe quién es Papá Noel? —preguntó Julián, tapándose la boca con culpa y vergüenza.

—Es tu papá... —la frente de Marcos se frunció, José lo vio y rectificó—, es tu papá quién tiene la respuesta. Estoy seguro de que, como ya sos un chico grande e inteligente, él te contará todo.

Julián, un poco confundido, pasó a la siguiente pregunta.

—¿Ustedes tienen familiares? ¿Se reúnen con ellos para navidad?

—Sí, claro, nos reunimos con ellos muchas veces al año. Por ejemplo, cada vez que terminamos de hacer un regalo, los visitamos. Hacemos muebles, adornos, dibujos, comidas o postres... lo que sabemos que a cada uno le gusta o necesita. Y son regalos que hacemos con nuestras manos, y ellos lo valoran muchísimo.

Al volver, Marcos, muy a su pesar, contó quién era en realidad Papá Noel, qué sucedía en la época de los reyes magos, y confesó, quizá a modo de excusa, que él mismo creyó en todo eso hasta que fue unos cuántos años más grande que Julián. El niño preguntó algo sobre las razones, y sobre si eso era como mentir, y después de consultar si las cosas no podían ser diferentes, el silencio volvió a reinar entre ambos.

Faltando solo unos días para navidad, Marcos estaba retocando nuevamente los precios cuando Julián entró corriendo con unos papeles bajo el brazo.

—¡Papá! Mirá, éstos dibujos los hice yo, éste es para el tío y ya está listo, éste está armado con hojas y pétalos y semillas y es para la abuela... ¿después me llevás así se los damos?

Marcos lo alzó en brazos y lo abrazó fuerte cuando, a paso lento, entraron al negocio José y su niño.

—¡Hola! Les trajimos esto que hicimos entre los dos...

—¡Qué lindo cajón! —dijo Julián, tomándolo con ambas manos—. ¿Y para qué sirve?

—Es una cajón para guardar secretos —respondió, risueño, el hijo del viejo.

—¿Así? ¿Sin candado? —dudó Marcos, que no paraba de observarlo.

—Sí, porque es para usar en el hogar —hubo silencio, miradas y reflexiones—. ¿Estaban ocupados?

Marcos comentó que estaba reduciendo los precios y le contó sobre los nuevos proyectos de Julián. Luego de un rato de charla, tiempo en el cual los chicos jugaron con las pinturas y completaron imaginariamente los dibujos, se despidieron. Marcos estrechó la mano de José y estuvo a punto de decir una frase común, gastada, dos palabras vacías de tanto maltrato, y ante la sonrisa sincera del viejo, sólo dijo «Gracias. Muchas gracias, José», y ambos supieron que el agradecimiento era por mucho más que el cajón.




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Hacia la luz

Por la noche era más factible el consumo de alcohol, pero a esa hora la gente desayunaba, ¡no tomaba whisky!. Ya le había servido dos medidas cuando el sol, que castigaba tanto al riachuelo como a la fachada antigua del bar, subió y comenzó a entrar al salón del segundo piso a través de los ventanales de vitreaux. Se escuchaba un lejano tango desde el bodegón vecino.

El hombre estaba revisando sobres y leyendo papeles. Cuando pasé a su lado para preparar una de las mesas guardó todo: aparentemente eso era un secreto.

Seguí observándolo. Tomó un sobre más chico que los demás. Iba a guardarlo nuevamente y al final se detuvo, sosteniéndolo entre sus dedos, frotándolos suavemente como intentando adivinar al tacto el contenido. Levantó con ambas manos el sobrecito y lo giró hasta que el papel se hizo trasluz contra el sol de la mañana. Desde aquí, con una breve mirada, apenas pude apreciar que dentro del sobre una figura rectangular opacaba la claridad: tenía el tamaño de dos paquetitos de azúcar.

Con un cuidado y una lentitud que me generaron intriga, abrió el sobre, introdujo el dedo índice y se ayudó con el pulgar para retirar despacio, como se descubre una carta en el truco, el diminuto papel. Era una foto. La observaba inmóvil. La dejó en la mesa y le clavó nuevamente los ojos. No sé cuánto tiempo estuvo mirándola. La acercaba a su rostro, la giraba, la examinaba desde diferentes ángulos y con distintos reflejos de luz. Y a juzgar por los gestos del rostro, su mente entrenada para recordar estaba reviviendo situaciones.

De reojo vi que había guardado la foto y que me pidió un café con la mano. Cuando se lo serví, la mesa parecía estar vacía, pero su mano extendida ocultaba debajo, inocentemente, la pequeña foto.

Desde la barra sentí el primer ruido, que no me asombró: era la silla quejándose de que el hombre se había levantado urgido y descuidado. Después, apurado y con torpe esfuerzo, abrió la puerta que lleva al balcón, reducto habitual de los fumadores. El hombre, con la somnolencia de quien no durmió en la noche, ya no podía disimular sus nervios: seguramente necesitaba un cigarrillo o ventilar el alcohol ingerido.

Sin embargo, me alarmé cuando se redujo la claridad del ventanal. Lo vi parándose en la baranda del balcón y tambaleando hasta afirmarse. Primero le escupí una dura mirada de reproche; luego, corrí hacia él, pero a veces el tiempo corre más rápido que los hombres: al llegar a la puerta del balcón, él ya no estaba. No quise mirar. Sólo volví hacia su mesa y vi la foto. Mostraba una mujer delgada. La chica estaba en el aire y sus ropas flameaban alejándose del cuerpo. Parecía que estaba cayendo. Detrás de su rostro vivaz y sus brazos extendidos, se veía, algo borroso y apenas iluminado, el cartel fileteado de este famoso bar de La Boca, llamado Hacia la luz, tal como era algunos años atrás.



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"Todo lo que necesitamos saber para vivir en sociedad lo hemos aprendido en el jardín de infantes", decía Robert Fulghum, con gran acierto. Podemos agregar que necesitamos recordar o quizá revivir aquellas enseñanzas para que nuestro presente de adultos sea placentero y responsable al mismo tiempo.

Los primeros años de vida son los más importantes para nuestro desarrollo personal. Nos lo enseña la psicología. Nos lo enseña la naturaleza. El árbol guarda sus raíces bajo la superficie y nosotros guardamos los aprendizajes en lo profundo de nuestro ser. Y claro que tanto la copa del árbol como nuestra forma de ser serán más resistentes cuanto más fuertes sean dichas raíces. ¿Y qué tal si regamos un poco el suelo para que las ramas y hojas reflejen lo que hay en la profundidad?


Lo más significativo que aprendimos en el jardín de infantes fue a relacionarnos sanamente. Adquirimos la costumbre de compartir todo con los demás (juguetes, materiales y herramientas). También hemos experimentado el trabajo en equipo cuando, por ejemplo, cantábamos canciones a coro o armábamos figuras encastrando objetos entre varios chicos.

Poco a poco entendimos la importancia de jugar limpio con nuestros compañeros: no hacer trampa. Nos enseñaron a no usar violencia verbal ni física con nuestros semejantes. Y a disculparnos si alguna vez lo hacíamos.


En aquella época guardábamos todo lo que usábamos, nuevamente en su lugar original; manteníamos limpias nuestras pertenencias y jamás se nos ocurría tomar algo ajeno.


Adquirimos el hábito de lavarnos las manos antes de comer; entendimos que la leche era un buen alimento y que debíamos llevar una vida balanceada.


Disfrutamos de expresiones artísticas con total frescura: dibujar, pintar y escribir -aunque más no sean garabatos- eran un viaje único y mágico que transitábamos con sonrisas y orgullo por lo propio y por lo ajeno.


Con esfuerzo pudimos mezclar en proporciones justas actividades como jugar, cantar, bailar con otras como trabajar en proyectos de aprendizaje formal. Y supimos valorar, también, la importancia del descanso, usualmente en forma de siesta.


Aprendimos que todo tiene un ciclo, y no solo el día termina, también nuestras mascotas se van. Los hámsters, las tortugas, los perros y gatos nos advertían, al morir, que necesitábamos aceptación y a saber que la vida continuaba a pesar de todo.


Valoramos mucho la presencia de nuestros seres queridos hacia quienes corríamos desesperados cuando nos venían a buscar. Y aprendimos a observar el tránsito con cuidado y respeto antes de abandonar la vereda y poner un pie en la calle. Finalmente nos acostumbramos, con humildad, a aprender de quienes más sabían en ese momento, nuestros mayores, y a incorporar los conocimientos experimentando con nuestros pares, quienes estaban en el mismo proceso.


En definitiva, hemos construido nuestras raíces con respeto al prójimo, responsabilidad, diversión y descanso, aceptación y amor. Creo que es nuestro deber hacer lo necesario para que esa savia viaje desde las profundidades hasta las ramas y nuestros brazos nuevamente, y que contagien cada acción cotidiana, en tiempos actuales.


Ésto es lo que propuso Robert Fulghum en su libro "Todo lo que hay que saber lo aprendí en el jardín de infantes". ¿Y cómo podemos traer esos aprendizajes a la actualidad? A veces la retrospección puede ayudar, con frecuencia el paso de nuestros hijos por el jardín nos brinda la oportunidad, y sino, ¿qué tal si volvemos al jardín por segunda vez? No hay mucho por aprender, hay mucho por recordar y, fundamentalmente, poner en práctica, una y otra vez, hasta obtener raíces fuertes y resistentes.


Los árboles por cuyo interior no corre la savia están muertos, aunque se mantengan en pie. Busquemos la savia en los primeros años de nuestra vida, en aquello que aprendimos en el jardín de infantes, y hagámosla correr por toda nuestra sangre. Algo bueno pasará con nosotros y nuestros pares. Y así, árbol por árbol, el bosque volverá a ser verde, joven y añejo al mismo tiempo: un reflejo del jardín que supo ser tiempo atrás.



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Perro que ladra

Cuando volvía a mi casa siempre caminaba por el medio de la calle. Eran veinte cuadras aburridas y monótonas. Sólo se veían cercos o tejidos protegiendo el ingreso a las casas de fin de semana y, a lo lejos, cada construcción se emplazaba cubriendo apenas un punto en el horizonte.

Cuando uno de los campos incluyó un perro para cuidar el perímetro, realmente me asusté. El perro era grande, del tipo manto negro, con mucho pelaje. Siempre estaba solo aunque a veces venía un chico a alimentarlo. Tenía un olfato muy agudo: media cuadra antes de que yo llegara a la esquina ya estaba esperándome, saltando de un costado a otro, como juntando fuerzas para desplegar todos sus ladridos al tenerme cerca. ¡Y cómo ladraba! No hacía pausa y me intimidaba. Encima, iba siguiéndome durante los doscientos metros del campo. Su presión lograba que yo caminara, sin darme cuenta, del otro lado de la calle, empujado por el agudo sonido sus fauces. Desde la vereda de enfrente veía su baba cayéndole del hocico, como parte de su interminable ofensiva.

Pero día a día fui perdiendo miedo. Incorporaba los ladridos al paisaje, como los truenos de una tormenta o el ruido de las máquinas en la fábrica. Y luego, desafiando mi temor, comencé a caminar por su vereda, ignorando sus quejidos, sus saltos y los golpes de su cabeza contra el alambre intentando alcanzarme.

En una de las oportunidades noté que, al mirarlo, el perro se enfadaba más. Jugué con mi mirada y su enojo. Fue la primera vez que disfruté de esas cuadras, de esos ladridos, a los que acompañó mi sonrisa. Fui por más. Comencé a saltar provocando su ira, o a correr rápido y luego regresar haciendo que me siguiera como una sombra; le hacía gestos, me agachaba, me burlaba... y su impulso de locura golpeaba sobre el tejido. También le lanzaba, por los huecos del alambre entramado, pequeñas ramas que mordía en el aire, descartaba al instante y luego seguía ladrando. ¡Qué divertido había resultado el guardián!

Aquel día había sido fatal en el trabajo. Mi única ilusión era divertirme con el perro. En las cuadras anteriores junté un arsenal de ramitas, piedras y algunas hojas de papel, que también lo ponían nervioso. Fui intercambiando uno a uno mis elementos por sus ladridos absurdos y por sus inútiles arranques de violencia. Hasta logré cruzar unos dedos por el tejido tentándolo a saltos y tarascones fallidos. Y yo caminaba alegre, con la mandíbula dolorida de tanto sonreír.

Intuí que se cansaría antes que yo y me eché a correr. Me siguió, marcándome el ritmo con ladridos, hasta que me detuve alarmado al ver una irregularidad en el paisaje. Él perro aún estaba varios metros detrás de mí, y yo, por la brusca frenada, caí al piso. Desde allí vi nuevamente el hueco en el tejido. Era un semicírculo de apenas medio metro de altura donde faltaba el alambre, y se notaba que había sido cortado con alguna herramienta. Cuando quise levantarme la oscuridad de su pelaje me nubló la vista, sentí sus patas inmovilizándome y en lugar de ladridos hubo gritos. Acurrucado, el calor y la humedad brotaba de mi cuerpo en líneas que causaban dolor y ardían al contacto con el aire. Un grito agudo y lejano hizo que todo terminara.

Cuando pude abrir los ojos, lo único que vi fue el atardecer cayendo en el campo; el sol se iba, dejando al horizonte teñido de rojo y morado. Y, a lo lejos, vi al perro corriendo y agitando la cola como un plumero; a su lado, un chico que saltaba y reía: eran figuras negras sobre el fondo púrpura del campo abierto.



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Finalizando el viaje

Todos los viajes son en el tiempo, y los humanos son jinetes que intentan e intentan hasta que creen controlar el recorrido.

Ulises sabía que necesitaba varias carreras, varias vidas, que una sola no era suficiente para aprender lo necesario. Esa verdad se le había revelado a su alma en el pequeño o enorme lapso entre muerte y resurrección de un par de sus vidas. Y de alguna manera, esa conciencia desarrollada se derramó como un vaso de vino, demostrando su monarquía sobre el cuerpo, embriagando su mente, alertándolo de su finitud, de su utilidad, de su condición de transporte desechable.

Así, Ulises comenzó a pensar en contribuir a su alma, en ayudarla a alimentarse, pero no de la manera habitual, que sería viviendo intensamente, cometiendo errores y superándose, sino consiguiendo más tiempo de revelaciones, de salto entre un cuerpo y otro, de limbo, de alma vacía y receptiva a las verdades universales. El cuerpo ayudando al alma, así de accesible es la soberbia para los humanos.

Con la sangre azul, lenta y espesa, paseando holgazana en sus venas, inició el recorrido. Caminó por la salida de ese túnel oscuro que traía los desechos de la ciudad. Pisaría charcos y agua nauseabunda hasta morir en una alcantarilla para luego viajar como un barco de papel hacia el río.

Cuando las únicas luces fueron los destellos en las ondulaciones que generaban sus piernas al empujar el agua y el único sonido fue una mezcla de lenta respiración y chirriante espuma, impetuosos torrenciales de tiempos pretéritos cayeron como una tormenta silenciosa, en forma de recuerdos, sobre su cabeza.

El cuerpo, pesado de ropa húmeda, seguía empujando y se cansaba. Los recuerdos llenaban su cara de expresiones, la aspiración y la expiración se apuraban entre sí haciéndose cortas y rítmicas; el agua subía y los pasos se volvían lentos.

En los huecos de la lluvia de imágenes del pasado, pensaba en ese tiempo mágico, entre la muerte y el nacimiento, donde fundiría su conocimiento con el de otros como él.

Su camino, que era igual a algún número par, dividía el agua en múltiples diagonales de un lado y del otro, primero con la cintura, después con el pecho y los brazos y luego con el cuello. Su cabeza y su respiración también se humedecieron. Algo en él se resistió pero finalmente logró su cometido: los años de existir se reflejaban como líneas difusas en el agua mansa.

Recibió revelaciones, presenció la alquimia espiritual, fue consciente como nunca antes. Y lo supo, supo cuando mueren las almas. Entendió que debía guardar el secreto como un tesoro, y que cada alma sería eterna excepto que uno de sus cuerpos huéspedes se quitara la vida por decisión propia.


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Rastros

El silencio fue la única respuesta al llamado insistente de mis dedos sobre el timbre. El temblor de mi mano reflejaba la preocupación que iba en aumento. Recordé la ventana que nunca cerrabas en el patio trasero, y entré furtivo a tu casa.

En el piso negro, y como si fuera un lejano planeta rojo, la tapa del perfume que habitualmente derramabas en tu cuerpo, aún orbitaba. A su lado descansaba la copia de la llave alargada y pesada que usabas por dentro, la que tantas veces respondió a mi llamado abriendo la puerta de tu departamento y de tu ropa. Seguía unida al llavero de metal; recuerdo como tintineaban cuando te acercabas; cómo, junto a la sombra bajo la puerta, me anunciaban tu llegada. Más allá había una cinta negra, la que usabas para sostener tus medias en las piernas blancas. Era como un trofeo: habiendo conseguido ese pedazo de tela, no había otra prenda en tu cuerpo que se resistiera.

Levanté la mirada y vi que sobre la mesita de luz había un cassette de audio. Por supuesto que era tuyo, ¿quién más hubiera usado un estuche naranja para un cassette blanco, colores que combinaban justo con el equipo de audio?

Mientras separaba la cinta del estuche supe que tus dedos también habían estado allí. Esperaba, impaciente, encontrar tu voz en la grabación; tal vez con un mensaje, una pista o una despedida.

El equipo me devolvió música, no tu voz. Pero… ¡qué música! Era la que siempre reproducías cuando te visitaba. La que bailamos por primera vez. ¡Si me parece sentir tus manos en mi hombro y mi espalda! Y escuché la canción siguiente, la que usábamos para acercarnos. Después sonó el tema que nos acompañaba en los momentos de mayor pasión: el que evoca imágenes únicas y es capaz de empujar mis lágrimas perezosas. Las imágenes, en ese momento, me aflojaron las piernas y me arrojaron a la cama, dejándome sentado, con la mirada en mis pies y los brazos rodeándome el cuerpo: solo.

Terminó la última canción. Me froté los ojos, junté valor y, con el sonido blanco de la cinta vacía como fondo, me levanté, alejándome despacio de ese colchón al que algunos llamaban avenida, pero que para mí era una desolada calle en la que solo vos y yo transitábamos.

Estaba a punto de presionar Stop cuando escuché tu voz, del otro lado de la cinta. Primero quedé inmóvil, como un niño descubierto en una travesura. Luego comencé a caminar por la habitación, como si estuviera escuchándote al teléfono.

Me decías que te ibas de viaje, que deseabas que te recordara y que volverías en unos días. Tu voz era igual en la cinta que en vivo; suave y melodiosa, dulce y efímera como un caramelo de azúcar. Te imaginé sentada en la cama donde yo recién había estado, pensando en mí y en mi reacción al oir esas palabras. Y, como si el ambiente y tu voz no fueran suficiente, me relataste nuestros mejores momentos, cambiando el tono, susurrando y hasta suspirando a veces.

Yo seguía caminando y saboreando tus palabras cuando un destello de luz sobre la mesita me distrajo. El objeto metálico era un encendedor de bencina, apoyado desprolijo, olvidado por descuido o por apuro. No quise tomarlo, ya sabés cuánto detesto el olor a tabaco. Me quedé mirándolo. El extraño objeto absorbía la poca iluminación y energía del lugar mientras vos terminabas tu mensaje pidiendo que no te extrañe, que te espere. Y lo último que mencionaste, junto con un te quiero, fue el nombre, un nombre amargo, ajeno, seguramente el nombre de un maldito fumador empedernido.

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Yo me llamo...

Se había dormido casi sin darse cuenta: el sueño fue ganándole la batalla como la noche empuja al atardecer. Luego, el teléfono comenzó a azotarla con un paño de seda primero, con un cinto después y con un latigazo en el último ring.

Molesta, descolgó el teléfono; oyó una respiración lejana y comprendió lo que debía hacer. Se abrigó y salió a la calle. Caminó esquivando estrellas y soledades y se detuvo en un teléfono público.

Marcó automáticamente. La llamada sonaba... sonaba... sonaba..., y nadie atendía. «Lógico —supuso—, porque estaba durmiendo». Hasta que alguien levantó el tubo, pero ella, sorprendida, agitada y nerviosa, no pudo decir nada. Sólo cerró los ojos pesados y se dejó empujar por la oscuridad.

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Los otros yo

La casa era demasiado lujosa para un barrio tan marginal. Muchos deseaban entrar y adueñarse de algunos elementos creyendo que sus dueños los reemplazarían rápidamente.

El “Conejo” aprovechó la oportunidad. Fue fácil abrir la puerta. Se asustó cuando un perro corrió hacia él, pero luego lo vio moviendo la cola, señal de felicidad y bienvenida, y el temor desapareció. El zaguán era diminuto. Avanzó hacia la luz. La sala lo recibió con un destello que, como un relámpago enceguecedor, lo obligó a taparse los ojos con las manos. Luego, despacio, fue despejando su mirada. Encontró un loft con una particularidad, todo era espejado: las paredes, la cama, la mesa e incluso los techos y pisos.

Cientos de Conejos se movían en diferentes direcciones copiándole cada paso. Veía caras de asombro a su alrededor.

Primero se sintió poderoso, con un ejército de soldados obedientes y sumisos a su disposición. Jugó, forzando a sus huestes a imitar extraños movimientos. Se sintió un director de orquesta y después un simple profesor de gimnasia. Pero... ¿qué pasaría cuando se viera como sus otros yo, los detestables? ¿Lo perseguirían sus fantasmas? Desesperado, quería salir de esa casa cerrando pasados turbulentos, escapando de él mismo, ¡urgente!

Caminaba rápido sobre el reflejo de sus pies y no advirtió el escalón. Se vio en el piso, cayendo de boca en su boca y arrastrando a los demás al encuentro del mismo cuerpo. Algunas gotas de sangre ensuciaron el suelo, las paredes y el techo. Intentó limpiar su sangre, pero igual quedaron los restos esparcidos por toda la casa, como múltiples manchas rojas.

Siguió buscando la salida. La puerta no era visible. No había picaportes. Revisó las paredes corriendo de un lado a otro. Sólo encontraba su desesperada mirada, que alimentaba el desconcierto. Exhausto de correr con miles de piernas, quedó en el centro de la sala y se desahogó. El grito rebotó y se reflejó en las paredes hasta atormentarlo. Cayó en cuclillas y lloró evitando emitir sonidos. Tenía la cabeza escondida en el regazo y los ojos cerrados. Pasó el tiempo hasta que el sueño ganó la batalla.

Lo despertó un hombre que no era su reflejo. Lo ayudó a pararse. Le recordó que había cometido un delito y que tenían la obligación de denunciarlo. Pero le ofreció firmar un papel para evitarlo. El Conejo accedió, solo quería irse de allí. El contrato hablaba de usar las imágenes grabadas y algo sobre los derechos.

—¡Qué bien la está haciendo el ruso! –comentó con envidia el encargado de vigilancia a su compañero—. Con tantas grabaciones, gana guita fácilmente.

—Y si, ganar es tan fácil para él porque acá está lleno de ladrones principiantes. Supongo que éste, antes de entrar en una casa ajena, la siguiente vez pedirá permiso, ¿no? —y sonrieron juntos.

El Conejo, al irse, huyendo de los reflejos, oye miles de ladridos. Aturdido se detiene. Gira y ve, aliviado, que es un solo perro, quién entra y sale enérgicamente de la atractiva casa, despidiéndolo.

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Oportunidades

Lo vi y empecé a correr. Mi cuerpo saltaba desprolijo sobre las baldosas y los pies me dolían a cada paso. Él no era más rápido que yo y por lo que podía ver no estaba acostumbrado a las corridas. Por seguirlo con la mirada cuando doblé la esquina casi choco a una mujer que llevaba una bolsa de supermercado. La esquivé y seguí al trote.

Aún con mi respiración agitada y el cuerpo cansado y meneándose por la inercia, pude pensar. ¿O debería decir divagar? Me pregunté: ¿qué lleva a un hombre a tomar algo ajeno? ¿no es mejor el orgullo de conseguir las cosas con el propio esfuerzo? Bueno, pero robar también implica un esfuerzo, me contesté; ¡aunque esos riesgos son muy altos! Por ejemplo, la siguiente esquina, la avenida, es uno de esos puntos que nos obligan a los corredores a tomar decisiones rápidas. Son, en definitiva, oportunidades para que termine la persecución.

Mientras corría, la luz del semáforo parecía saltar y moverse con ritmo alocado. Como una bandera a cuadros, el rojo y el tránsito intenso nos obligaron a reducir la velocidad y a esquivar obstáculos con movimientos poco precisos. No recuerdo quién empujó a quién, pero caímos al piso, enredados, entre brazos que aprisionaban y otros que intentaban zafarse.

—¡Hijo de puta! ¡Devolvéme el celular! ¿Dónde lo tenés?
—Eh... eh... está en el bolsillo de la campera..., de adentro.

La bandera a cuadros también marcó un ganador. Yo me quedé ahí y él se fue caminando rápido, como un chico con un juguete nuevo.
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Prueba de fuego

Al terminar la jornada laboral, Fabio se puso el sobretodo y salió a la calle. El suyo parecía uno más entre los rostros que diariamente regresan a sus hogares cansados de la rutina; pero no: él era feliz tachando los días faltantes para su casamiento.

Nadia, su futura mujer, le había pedido que pasara por la casa de Mary, la wedding planner y ex compañera de facultad de ambos, para ultimar detalles de la boda que se celebraría en dos semanas.

Mary lo recibió maquillada y con un insinuante vestido negro, largo y escotado. Enseguida trajo una carpeta con fotos y presupuestos; repasaron las opciones; calcularon precios y definieron todo. Al terminar, Mary soltó su pelo, lo acomodó perdiendo su mano en la cabellera y, mirando los labios de Fabio, comentó:

—¡Qué bueno que ya llega la boda! ¿Estás preparado para el cambio? Porque tu vida va a cambiar..., va a mutar, que se parece tanto a matar etapas y sueños viejos..., ¡vas a ser un hombre casado!

Fabio dibujó su conocida sonrisa de orgullo pre-marital, pero sus ojos esquivos y los labios vacilantes demostraban que la situación lo incomodaba. La morocha continuó:

—Es importante que llegues a la boda sin cuentas pendientes... —lo miró fijamente casi exigiéndole una respuesta, y ante el silencio prefirió seguir—. Lo que nosotros tuvimos hace años fue algo, aunque ínfimo y fugaz, muy fuerte. No me gustaría que esa chispa se hiciera fuego cuando Nadia y vos ya estén casados. Pero ese momento aún no llegó...

Fabio no pronunciaba palabra; se acomodaba en la silla; tomaba y soltaba los papeles y se frotaba reiteradamente el pelo. Mary, con las piernas cruzadas e inclinada hacia él sobre la mesa y mientras guardaba el dedo índice entre sus labios, remató:

—Ahora voy a mi cuarto a cambiarme. Me gustaría que me ayudes, como aquella vez... ¿te acordás? Hacé memoria, yo te espero...

¿Qué debía hacer? Su mente se balanceaba entre dos alternativas. La belleza prohibida al alcance de la mano por un lado; por otro la ternura, el amor y los planes de vida. El rítmico péndulo temporal definía su vida mientras los segundos corrían apurados. ¿Se arrepentiría de la infidelidad como los peatones que putean la madrugada después de una noche de juerga o se lamentaría -en el amanecer y el atardecer de los días eternos- por haberse dormido en los laureles?

Con el cuerpo rígido, como dolorido, se levantó de la silla y dio cuatro pasos. Salió de la casa. Su transpiración al cruzar el parque se transformó en perfume, mientras sonreía. Justo cuando llegaba al auto vio, en la vereda de enfrente, a Nadia, llorando y corriendo hacia él. Lo abrazó con locura y entre sollozos no paraba de decirle que lo amaba y que estaba feliz de que haya superado esa pequeña prueba.

Fabio aflojó sus piernas, correspondió el abrazo, respiró hondo y se alegró por haber elegido la guantera del automóvil como lugar para guardar los preservativos.

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Las miradas

Hay una niña en Belliston que tiene un par de ojos enormes color violeta. Están tan lejos el uno del otro que la niña capta las cosas en sus dimensiones opuestas. Estaba mirando el sol en el amanecer y en el crepúsculo cuando escuchó los gritos. Oír gritos le molestaba mucho. Prefería mirar ya que sus ojos alejados le permiten ver el antes y el después de la escena, los diferentes cuadros de la historieta, y así comprendía todo. Pero los sonidos, sin embargo, traían consigo presente, solo el ruido cercano en espacio y en tiempo; y la obligaban a buscar.

Por suerte le funcionaba esa percepción que nos lleva a mirar hacia el lugar desde donde proviene un sonido. Ella lo sintió claramente: venía desde el amanecer.

Vio a sus vecinos de enfrente, en la puerta de la casa. Augusto estaba en el auto y Ana María, del lado de afuera, tenia los brazos apoyados en la ventanilla y, con una sonrisa pícara le recordaba lo especial del día y mencionó la palabra aniversario. Él asintió moviendo la cabeza como un caballo al galope y le aseguró que le encantaría el regalo que tenía preparado. El auto arrancó y ella gritó "Te amooooo..." y Augusto respondió obligado, con la voz escondiéndose tras el ruido del motor, "Yo tambien, a la tarde festejaaaa...".

La niña giró la cabeza hacia delante y escuchó otros gritos, del lado de la noche. Ana María tenía en sus manos una caja grande envuelta en papel de regalo. La dejó a un costado y siguió gritando al mismo tiempo que movía los brazos como dando vítores, avivando a las palabras a que viajaran más rápido, o más fuerte. Augusto se justificaba, le decía algo como que era necesario, que él sabía que a ella le gustaba, pero los gritos no cesaban. Como la situación era desagradable la niña viró la cabeza hacia el amanecer, girándola un poco más que antes.

Ya no había gritos, solo el sonido de la ducha en la casa vecina y Ana Maria en sus labores cotidianas, levantando el desayuno y preparando todo mientras Augusto se alistaba en el baño.

Pero en el ocaso Ana María mantenía los ojos cerrados y la boca abierta en una sonrisa que había durado todo el día y que se fue apagando, como el sol, cuando al quitar el papel de regalo encontró la imagen de la multi-procesadora. El rostro perdió luz y en lugar de estrellas hubo tormenta: las cejas rectas y casi unidas empujadas por las sienes, los labios hinchados sobresaliendo del rostro, los ojos grandes y poco visibles, como lunas detrás de las nubes. Antes de escuchar los gritos, la pequeña giró rápidamente la cabeza.

De nuevo en el nacimiento de la mañana, la niña vio salir desde el horizonte del rostro de Ana María una sonrisa espléndida. Se fue encendiendo poco a poco con sorpresa, entusiasmo y emoción. Esa luz iluminó unos ojos que dibujaban, apuntando hacia arriba, lo que deseaban para dentro de algunas horas. Luego, la mirada bajó para observar otra vez el objeto en su mano derecha, el que había encontrado al guardar la agenda de su marido entre sus pertenencias. Era una gargantilla muy brillante, dentro de un cofre transparente. Tenía una medalla con iniciales grabadas que no pudo leer porque Augusto la llamó y ella guardó todo nuevamente en el maletín.

Del otro lado de su cabeza, la niña pudo ver a Augusto llegando en el auto y hablando por teléfono al mismo tiempo. Sonreía y gesticulaba. Guardó el teléfono y salió del auto con la caja. Ana María estaba esperándolo con un vestido que dejaba su cuello al descubierto.

La niña decidió cerrar los ojos y presionar con las manos sus orejas. Pudo escuchar el mar, la marea estaba subiendo, como siempre al atardecer, y el océano no pudo esconder más su engaño detrás de olas espumosas en risueña y paulatina retirada. Supo que a la noche se ve, en blanco y negro, lo que el día disfraza con múltiples colores. No abrió los ojos hasta el amanecer del día siguiente, justo cuando la noche iluminó todo nuevamente.

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Para verte mejor

Mientras mi amigo Carlitos, el actor, viajaba al exterior por trabajo, yo me hospedé en su casa, como me lo pidió.

Ya que él no vivía lejos de la estación elegí caminar y conocer mi nuevo barrio. No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en el bolsillo en un intento de parecer peculiar, especial, como Carlitos.

El portero del edificio (me asombró que llevara todo el tiempo un intercomunicador y un celular, pero supuse que era por seguridad y eso me tranquilizó) antes de entregarme las llaves se despachó con un sermón interminable: sobre la convivencia, los horarios y la limpieza, en especial de la pared lateral que era de vidrio y debía lucir siempre impecable. Dejé de escucharlo enseguida mientras observaba a una mujer preciosa, rubia y de ojos celestes, pasar a mi lado camino al ascensor.

—...y cualquier cosa me llama al teléfono que está en la llave, ¿entendido? —el tono de su voz indicaba que allí se terminaba la charla, afortunadamente para mí.

Supuse que la pared de vidrio me permitiría ver hacia afuera, pero era un cristal oscuro y espejado al que, por la disposición de los muebles, veía todo el tiempo. "Este Carlos es un egocéntrico. Cosa de actores", pensé.

Yo casi siempre estaba en la cocina, y en la mesa fue donde empecé a notar algo extraño. Se me cayó una tostada con la mermelada hacia abajo y me pareció oír una risa. Supuse que era la radio, pero con el correr de los días la situación comenzó a complicarse. Ante cada acción mía sentía una reacción en forma de risas, comentarios o ruidos sordos, como movimientos lejanos. Pero cuando descubrí que en el departamento contiguo vivía la mujer rubia, todo cambió. Supuse que ella me miraba y entonces posaba en mis costados más favorables y me vestía con la mejor ropa que tenía. Pero, aunque los ruidos continuaban, nunca volví a verla.

Finalmente, me cansé. Había pasado dos semanas sin salir del departamento actuando para nadie, esperando no sé qué reacción de ella. Caminaba de un lado a otro de la habitación juntando fuerzas, pero no me animaba a salir y tocar su puerta, ¿y si vivía con alguien? Decidí consultar con el portero.

No estaba en la recepción, pero encontré una puerta abierta. Hallé algo inesperado: una veintena de monitores de video formando una medialuna y el portero sentado en el medio.

—¡Ya entiendo todo! —grité furioso—. ¡Usted mira todo lo que hacemos! ¡Es un perverso! ¡Lo voy a denunciar!

Él, que comprendió las palabras y se paró de un salto, me hizo una propuesta muy interesante. Luego fui a mi departamento a colocar cortinas tapando los vidrios mientras él se quedó viendo videos actuales y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos. Después sí, comencé a disfrutar de una película en capítulos diarios y permanentes, con mi vecina como protagonista, buscando ser —yo también—, el actor principal.

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Cuando Evaristo sintió caer fragmentos diminutos blancos y grises desde el cielo cerró la contratapa del libro y dejó el ejemplar a su lado, en el banco de la plaza. Ó cuando cerró el libro sintió caer señales desde arriba. Luego, un hombre con sobretodo y sombrero oscuros corrió desesperado hacia él. La urgencia del desconocido acercándose le hizo tomar conciencia de lo que había hecho. Estaba condenado.

Su condena había comenzado meses atrás, cuando llegó a ese pueblo para cambiar de vida. Su salud empeoraba y le habían recomendado vivir cerca de las montañas donde pudiera respirar aire puro. Un día de la primera semana, cuando las cimas de las montañas comenzaban a oscurecerse, entró a una librería. Husmeó diferentes libros sin sentirse atraído por ninguno, dejándolos pasar como transeúntes en la calle principal. Hasta que tomó «ese» volumen en sus manos. Era de tapa dura y color bordó, con diminutas letras de oro. Ignoró las leyendas exteriores para hojear el libro. Lo atrapó inmediatamente. Lo que leía era una autobiografía y se identificó rápidamente con el personaje. Avanzó casi un capítulo sin parar, olvidando donde estaba y hasta quien era: sólo la realidad del libro lo circundaba. El primer capítulo terminaba comentando, advirtiendo o amenazando: «...cuando esta historia llegue a su fin, mi vida y la del lector terminarán juntas». Una brisa fría y seca recorrió su espalda y luego como un aplauso o como un portazo se oyó al libro cerrarse sobre sí. Evaristo lo dejó rápido y desprolijo en el estante y corrió hacia su casa dejando atrás más interrogantes que adoquines en las calles.

Llegó a su hogar agitado; el corazón parecía saltar en su pecho; la garganta dolía con cada respiración: el fantasma de los ataques de asma y los paros cardíacos había vuelto. Sin respuestas para las absurdas preguntas de por qué lo enamoró ese libro, de cómo él podría creer lo que el autor por capricho escribió y de si realmente el frío que sintió era la muerte que pasó a su lado, decidió no leer esa obra, no comprarla ni volver a hojearla.

Pasó varios días abandonado en el letargo de la enfermedad y la fatiga . Y no podía dejar de pensar en el libro, en la historia de vida de ese autor, que podría ser la suya. Sentía que sin conocer los siguientes capítulos estaba muerto. Y si leía el libro también estaría muerto, al final. «¡Si todos en algún momento moriremos!», decía para conformarse. Pero dada la fuerte identificación con el personaje que vivió y sabiendo que la vida de ambos terminaría al mismo tiempo, ¿encontraría en la lectura, además, datos sobre qué sucedería entre el momento actual y el de su muerte, el del final del libro?

Con la excusa de recorrer nuevas zonas del centro del pueblo salió nuevamente. Engañándose a sí mismo pasó por la librería. Desde la vidriera comprobó que a lo lejos, en el estante, el libro seguía disponible. Respiró hondo y siguió su camino. Resistió la tentación de comprarlo, pero íntimamente sabía que en algún momento iba a ceder a la curiosidad, al conocimiento, al ímpetu de vida, y de muerte.

Tres vueltas a la manzana hicieron falta para que tome la decisión más importante de su vida. Entró al negocio y con la velocidad con que se compra cigarrillos salió con el libro entre manos. Caminó demasiado erguido, llevando el libro bajo el ala de un brazo y sosteniéndolo con la otra mano. No había veredas ni calles ni esquinas, sólo imaginaba diferentes posibilidades para el final del libro y de todo. Fantaseaba con ese momento como un hombre imagina su encuentro amoroso.

Dejó el libro en la habitación y preparó su cena. Comió con inhabitual lentitud; lavó los platos y cubiertos; se duchó y secó hasta que finalmente se acostó en la cama, desnudo. Como todo abrigo y mortaja se envolvió en la sábana blanca. Antes de estirar la mano hacia la mesa de luz, rezó. Necesitaba una santificación, o una protección, o creer en algo. Comenzó con un Padre Nuestro deteniéndose, remarcando y hasta repitiendo algunas partes: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Siguió con un Ave María, «...ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Ya relajado tomó el libro y leyó. Se sumergió en el sueño literario y comenzó a vivir la vida del autor o a darle sentido a su vida. Las páginas pasaban indefectibles como los minutos y la historia crecía y el sueño continuaba. Hasta que una punzada lo despertó de golpe y sintió el eco de lo leído retumbar en su mente: «el lector morirá conmigo». Saltó de la cama y enredado en las sábanas se quedó mirando el libro que sonreía sarcástico en sus hojas entreabiertas.

Otra vez las palpitaciones, otra vez el corazón martillando. La angustia lo empujó a terminar con todo. Decidido tomó el libro y con ambas manos lo llevó hasta el hogar a leña y lo quemó. El fuego devoró cada hoja y escupió cenizas al aire.

Los días se llenaron de incertidumbre. No sabía cuándo sería su muerte, pero tampoco sabía qué hacer con su vida. No salía de su casa y no hacía otra cosa que pensar. Se sentía dominado y quería cambiar la situación. Su única salida era ser más fuerte. Caminó ansioso hasta la librería con la esperanza de que hubiera otro ejemplar. Lo compró y relajado volvió pensando en que tendría el libro a su disposición y elegiría no leerlo: era su forma de demostrar poder.

Funcionó al principio pero la curiosidad lo sucumbía en la noche cuando se levantaba a tomar agua y en realidad quería otra cosa, o cuando elegía oír radio y divagaba en el libro oyendo el pronóstico del tiempo o el horóscopo. En la lucha de poder que estaba jugando decidió dar un paso más: leería diariamente un pequeño fragmento, uno o dos párrafos y alargaría así su vida y la llegada de la muerte. ¿Era una forma de engañar al autor? ¿Al libro? ¿A él mismo?

La estrategia fue un éxito. Cada día leía tres párrafos y repetía la lectura. Al día siguiente volvía a leer el último párrafo del día anterior antes de los tres correspondientes. Su vida recobró sentido. Inició las caminatas diarias por el bosque que eran el objetivo de su estadía en el pueblo. Siempre finalizaba en la plaza donde repetía el ritual de lectura.

Pasaron dos meses. Cambió el calendario y el clima, cambió el paisaje y la gente, pero algo permaneció inmutable, la rutina de Evaristo leyendo en la plaza sus tres párrafos al atardecer. Así fue que leyó «cuando desde el cielo caigan las cenizas del destino quemado sabré que la negra muerte vendrá a buscarme». La siguiente página estaba en blanco. La otra también. Alrededor de cincuenta páginas más —las últimas— estaban vacías. Con estupor y los ojos llenos de lágrimas contenidas desde hacía semanas cerró el libro y lo dejó a su lado. Fue entonces cuando comenzó a caer algo que parecía nieve y el hombre vestido de negro se acercó hacia él.

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Finos zapatos de verano

De repente siento algo que me empuja, me llena todo, me presiona, me ajusta un poco y luego me empieza a mover. La repetida historia comenzó de nuevo. Yo, Izquierdo, me encontraba tan tranquilo debajo de la cama, junto a Derecho, descansando... y ahora... Bueno al menos me queda la remota esperanza de que a mi ocupante se le ocurra ir a un lugar confortable.

Pero parece que mis deseos no están en vías de hacerse realidad ya que mi piloto me hace bajar las escaleras a una velocidad que casi destruye mis sentidos. Llegó el día. Nos cansamos. Hoy mismo, de acuerdo con Derecho, nos vamos a interponer uno en el camino del otro, dejando como consecuencia nuestra inmediata paralización, con lo que lograríamos aplicar el principio de inercia que ambos aprendimos en la Shoe's School, donde nos sentábamos en el mismo piso, y así comenzar nuestra venganza.

Ya estamos en acción. El principio anteriormente mencionado provoca que el cuerpo de nuestro pasajero se desplace inicialmente unos 90 grados con respecto a su situación anterior. Luego, su cuerpo queda acostado sobre la escalera y su rostro empieza a sentir el frío de la losa. Ahora la fuerza de gravedad comienza a actuar haciendo que su cara, sus brazos, sus piernas y el resto de su cuerpo recorran el contorno de todos y cada uno de los escalones, con leves desplazamientos y bruscas caídas (de no más de 15 cm.) que se van sucediendo indefinidamente hasta que la cabeza de nuestro piloto choca, después de pasar por el último escalón, con el tan deseado piso.

A esta altura llevará una velocidad lo suficientemente alta como para que por resultado del impacto, su cuello se una con su ombligo.

Claro que Derecho y yo no permanecemos pasivos en todo este proceso. Nosotros también nos vamos deslizando sobre la escalera y, cuando podemos, damos un pequeño empujón para que la velocidad aumente, pero sufrimos cada golpe de cada escalón, aunque aguantamos el dolor porque sabemos que luego vendrá lo que estamos buscando.

Con imperiosa velocidad llega una ambulancia al lugar de los hechos. Tratan, cuidan y llevan al lesionado con tanta bondad que no pareciera ser el culpable de lo sucedido. Si tuviera la delicadeza de bajar las escaleras a un ritmo razonable, quizás, no hubiera sucedido nada de esto.

La ambulancia nos dejó junto al accidentado en un hospital, donde nuestro piloto deber permanecer internado. Una enfermera nos saco de los pies del herido y nos puso al lado de un armario, a metro y medio de la cama.

En un principio creí que nuestro ex-ocupante estaba enfadado con nosotros, ya que ni siquiera nos miraba. Luego me di cuenta de que tenia un raro aparato alrededor de su cuello, similar a una bufanda enrollada, pero de plástico, que lógicamente no le permitía mover la cabeza.

Cuando le sacaron esa cosa del cuello, notamos que nos miraba sin ningún tipo de rencores, por lo que Derecho aseguro que nuestro piloto nos habla perdonado, a lo que yo agregué que eso era imposible puesto que nosotros no habíamos hecho nada y él era el único responsable de todo lo ocurrido y que ahora lo que deberíamos hacer es descansar, ya que con ese fin hicimos lo que hicimos.

Che, Derecho, ¿sabés que estoy pensando que después de todo esto mucha gente, al de ponerse los zapatos a la mañana, va a pensar dos veces lo que hacer, no te parece?

-Si es cierto. Por otro lado, el olor a hospital es horrible.¿Por qué no vamos a otro lado?

-Bueno, dale, ¡pero con pasajero!

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Quitar las espinas

Ese día dormí sobre la arena, escondido entre arbustos, hasta que el sol comenzó a alumbrar la calle costanera. Yo sabía que mis víctimas pasarían por allí. El trípode estaba correctamente ubicado, había visión directa al lugar de la acción. Dejé todo apuntando a la vereda. También la tanza estaba preparada.

Los vi doblar en la esquina, tomados de la mano, ocultos en la penumbra del amanecer. La mano que tantas veces tuve entre mis dedos, ese día llevaba un anillo color de luna, similar al que yo le había regalado años atrás, pero con otro nombre. Aquella vez, ella rechazó mi regalo, pero los lazos entre nosotros siguieron, lo sé: son invisibles pero puedo sentirlos.

Siempre me atrajeron las flores bellas del jardín. Y también las flores que tienen espinas. Sólo me faltaba quitarle las espinas y recuperar para mí la belleza de su tallo y sus pétalos. Pero no era fácil llevar adelante ese plan. Apenas la veía me distraía recordando nuestros momentos felices...

Ella avanzaba filtrando todo lo bello a través de sus ojos; detrás suyo, solo quedaba vacío y desolación. Pero yo debía impedir su compromiso sí o sí, y debía hacerlo sin distracciones. “Es una cuestión de disciplina”, me repetía constantemente.

Me ubiqué detrás del trípode. Se encendió la luz roja. Ellos estaban llegando. Accioné la palanca justo cuando ambos levantaron el pie. La tanza se elevó a treinta centímetros. Los pies se engancharon; cayeron juntos y enredados sobre la vereda; la cámara de fotos tomó cientos de imágenes; quedaron desparramados en el piso. Con esa última foto sería fácil adivinar la ternura que ocultaban, ¡no habían soltado sus manos en la caída!

Llamé a la ambulancia; llegó casi inmediatamente. Un tumulto de gente los rodeó. Muchos los conocían y no entendieron qué hacía ella, que iba a casarse el mes próximo, de la mano de su jefe, tan temprano en la mañana.

Para aquellos que comprenden la vida como un juego tengo una advertencia: ¡cuidado con el próximo paso! Para la flor más bella tengo comprensión, tiempo y ganas de volver a empezar.

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Para niños de todas las edades

En aquel momento, casi todos habían encontrado la forma de vivir como si aún fuesen niños. Para algunos la vida era un juego que volvía a empezar día a día, donde no importaba tanto el resultado como permanecer entusiasmados en el entretenimiento. Otros tomaban de la niñez la búsqueda de protección y, los más descarados, usaban la picaresca infantil de culpar a los objetos y a los demás de sus propios errores e irresponsabilidades.

Complicada era la situación de quienes se transformaban en niños dependientes, ya que los pocos mayores que no se habían convertido en jóvenes, no estaban dispuestos a contener, guiar y criar a niños que en realidad ya habían dejado de serlo.

Fue así que surgió la figura de madre colectiva. Su función era la de contener, guiar e impartir justicia entre los niños hermanos de su barrio. En poco tiempo se sancionó la ley que reglamentó el nuevo método, incluyendo capacitación, seguimiento y directivas de todo tipo. Respaldados por un grupo de psicopedagogos, psicólogos y sociólogos aportados por el gobierno, el plan no tenía fisuras.

La «Coordinadora de Madres Colectivas», que agrupaba a las madres de cada barrio del país, trabajaba a toda máquina. Producían nuevos cuentos aleccionadores que mantenían la paz y la tranquilidad entre los participantes y otorgaban premios a quienes cumplían su papel en la sociedad, tanto como adultos cuanto como niños.

Quedaban fuera de estos planes las personas mayores, quienes ya no podían producir, y los adultos que decidieron hacerse cargo ellos mismos de su niño interior, dejándolo expresarse cada vez que quisiera, pero sin depender de otros en cada paso. Entonces, viejos e independientes se organizaron con el objetivo de mantener la tradición, la naturalidad en el paso del tiempo y rechazar los intentos de control del gobierno. Formaron el «Grupo por el Desarrollo Natural no Manipulado», o GENOMA.

Era muy difícil oponerse al movimiento de la niñez permanente. Es que después de décadas de logarítmico crecimiento demográfico sobrevino la ausencia de nacimientos más grande de la historia. Toda la industria de entretenimientos y de productos para chicos, se había quedado sin clientes. Y lo que comenzó como una campaña publicitaria de una empresa se transformó, una vez obtenido el apoyo del gobierno, en el eje del funcionamiento de la sociedad.

Conforme pasaban los años, el GENOMA fue presentado sus denuncias. Se enumeraron las empresas de entretenimientos que de estar en la bancarrota comenzaron a crecer más y más, de cómo las jugueterías fueron quedando en manos del gobierno para garantizar la mejor distribución de juegos específicos para adultos-niños hasta llegar al monopolio, y señalaban que no era casual el paulatino reemplazo de la Coordinadora de Madres Colectivas sobre instituciones tradicionales como la iglesia, los clubes y los partidos políticos.

Pero el GENOMA tenía en sus principios e integrantes la semilla de su fracaso. Eran tan realistas en respetar el paso del tiempo que éste los fue devorando poco a poco.

En la plaza principal, después del horario laboral, se veía a las personas jugando. Se corrían entre ellos, se hamacaban, simulaban caballos, sonreían, se ensuciaban sin sentir culpa por ello y a veces se lastimaban sin querer. Había trajes, mamelucos, polleras y vaqueros llenos de arena. Y en el ya desusado banco de la plaza, un viejo observaba. No podía creer la manipulación a la que todos se prestaban voluntaria y alegremente. Tan fácil como quitarle un dulce a un niño, la fuerza de trabajo era cambiada solamente por alegrías infantiles. Para impedir esa situación, él se había embarcado en la creación del grupo, siendo uno de sus fundadores.



El viejo, conciente de que dentro suyo vivían el maduro, el adulto, el adolescente y el niño, y con el fuerte temor de que uno de ellos quisiera traicionar su naturalidad entregándose de brazos abiertos a madres falsas que con zanahorias de burro buscaban los beneficios del gobierno actual, quiso correr: no soportaba ese triste espectáculo. Pero los años pesaban tanto que el angustiante esfuerzo no fue gratuito. Mientras todos jugaban en la plaza, sólo el alma del viejo corrió, dejando atrás a su cuerpo. Murió así, uno de los últimos integrantes del GENOMA, logrando, al menos él, cumplir su objetivo: morir siendo viejo, independiente y libre. Quedó pendiente entonces, esa tarea, para el resto de la sociedad de grandes chicos.

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Cortocircuito

Ese martes, Marcela no entendía la actitud de su jefe. La saludó levantando la mano, apurado y desde lejos, cuando habitualmente, al llegar, la abrazaba y la halagaba expresando la atracción que sentía por ella. Marcela disfrutaba de esos mimos aunque no lo dejaba avanzar porque él estaba casado.

Desesperado, Abel se sentó detrás del escritorio y preguntó si hubo llamados. No despegaba la vista del teléfono.

Todo había comenzado el día anterior, cuando estaba hablando con un cliente y la comunicación se cortó. El teléfono volvió a sonar, y cuando Abel atendió, escuchó una voz dulce y juvenil que hablaba con entusiasmo:

—...mañana tengo la entrevista, parece que es un buen trabajo, ¡ojalá tenga suerte!

Abel no quiso interrumpir.

—¿Ma? ¿Me escuchás?

No pudo esconderse más. Tragó saliva, impostó la voz y habló:

—Hola... yo soy Abel, parece que nuestra línea se ligó y quiero aprovechar para felicitarte...

—¿Qué? ¿Estuvo escuchando todo? Disculpe, voy a cortar.

—¡No, no! Esperá...

El tono acalló el fugaz encuentro. Abel colgó el auricular con exagerada lentitud. El aparato volvió a sonar.

—¡Má! No sabés lo que pasó, estaba hablando con vos y de repente se ligó; un señor con voz de locutor...

—Gracias por el halago —Abel modulaba cada palabra—. Tu voz también es bonita.

—¿Otra vez? ¡Yo marqué el número de mi mamá! ¿Cómo es que atiende usted?

—Quizá es un problema de la compañía de teléfonos. Podríamos reclamar juntos, ¿no?

En lugar de respuesta, volvió el tono.

—¡Hooola! ¿Por qué siempre me cortás?

Ese lunes estuvo pendiente del teléfono durante toda la tarde, pero los llamados fueron los habituales, clientes y proveedores.

Por eso, temprano en la mañana del martes, Abel pidió a Marcela que no atendiera el teléfono, él se ocuparía.

El objetivo era conseguir una cita con la mujer detrás de la voz. Ensayó varios argumentos y casi se le escapa uno al escuchar la voz femenina ¡de su mujer! Más tarde, el llamado esperado sucedió.

—¡Hola mamá! ¡Conseguí el trabajo! No sabés qué bueno...

Abel interrumpió.

—¡Te felicito! Seguramente te irá muy bien.

Varios segundos separaron la respuesta.

—Bueno... gracias.

Al ataque, Abel continuó:

—¿Cómo te llamás?

Ella respondió «Cecilia». Tenía veinticuatro años, era contadora y ese era su primer trabajo. Abel se mostró comprensivo e interesado, le ofreció ayuda y hasta trabajo. Había preparado el terreno para la propuesta concreta.

—¿Qué te parece si nos juntamos a almorzar?

La respuesta fue el sonido del auricular ahogando la horquilla. Fue la primera vez que Marcela escuchó gritar a su jefe, aun con la puerta de su oficina cerrada.

Lleno de bronca, se propuso encontrarla: consiguió un listado de las llamadas entrantes; identificó el teléfono de la dama; marcó el número y esperó impaciente oir su voz.

«El número solicitado no corresponde a un usuario en servicio».

—¡Noooo! ¡No puede seeeeeeer!

Abel caminaba alrededor del escritorio intentando encontrar una respuesta coherente cuando lo sorprendió el teléfono.

—Hola... ¿es Abel?

Él se apoyó sobre el escritorio y con emoción adolescente, dijo «Sí».

—Fui irrespetuosa al colgarle, pero usted entenderá, no nos conocemos...

—Por supuesto, Cecilia. Sólo me gustaría que hablemos mirándonos a los ojos.

—No sé...

—Podés elegir el lugar en el que te sientas más segura.

—Ok, ¿que le parece el bar de la plaza San Martín, a las doce?

—¡Por supuesto! Ahí estaré. Tengo un traje gris.

—Yo voy con un solero floreado.

Diez minutos antes de las doce, Abel estaba sentado, buscando un vestido floreado, o un solero, o cualquier cosa que indicara que Cecilia se acercaba. Sus ojos y su cabeza se movían en zigzag siguiendo a cada mujer que pasaba por la esquina. Ninguna era Cecilia.
A la una de la tarde, muerto de frío, volvió a la oficina. Con los codos en el escritorio sostuvo su cabeza un largo rato mientras se lamentaba haber sido tan ingenuo. El teléfono sonando lo trajo de nuevo a la realidad.

—¡Muy bonito! ¡Dejar plantada a una dama!

—¿Qué? ¡Pero si estuve esperándote más de una hora!

—Yo estuve desde antes de las doce, usted no vino. Cuando comenzó a llover, me fui.

—¿Lluvia? ¿A qué plaza fuiste?

—A la plaza San Martín, en el bar que está frente a la municipalidad.

—Pero ahi ya no funciona más la municipalidad, hace años.

—¿Cómo que no? Yo hice trámites allí.

—Bueno, como sea, ¿vamos de nuevo?

—Sí, pero más tarde porque ahora está lloviendo.

—¡Acá no llueve! Pero bueno..., quedamos para las cinco entonces.

Poco antes del horario acordado, Abel fue al bar y consultó al mozo: ninguna mujer sola estuvo al mediodía por allí. Esperó, esperó y esperó y cuando los faroles de la plaza se encendieron, totalmente frustrado, volvió a la oficina con la intención de tomar su abrigo, su portafolios y volver a su casa antes de que su mujer se preocupara por la demora.

Luego de apagar las luces y mientras cerraba la puerta con llave, escuchó el teléfono. Era ella nuevamente. Quería seguir jugando con él. ¿Qué excusa pondría ahora? Esta vez sería él quien le cortaría, después de decirle unas cuántas cosas. Entró urgente y estiró el cuerpo para atender a tiempo. Comenzó a los gritos.

—¿Y ahora qué pasó?

—¿Abel? ¿Estás bien? Estaba preocupada porque no llegabas —su mujer, sorprendida, intentaba tranquilizarlo.

—Ahhh... que bueno oírte, amor. Tuve un día terrible, ya voy para casa...

Ya en su hogar, Abel, abatido y silencioso, cenaba con la mirada perdida en algún lugar del tiempo, de las comunicaciones, de la confianza, del engaño. Su mujer le habló:

—¿Sabés? Hoy vi algo raro al mediodía, cuando iba al banco y crucé plaza San Martín.

Abel levantó la mirada y le consultó, mientras sus manos comenzaban a transpirar, qué había visto.

—¿Te acordás el edificio donde antes estaba la municipalidad? Bueno, lo abrieron nuevamente, ahí se realizan los trámites ahora. Y como nosotros necesitamos tramitar el...

Abel dejó de escuchar. Por un momento dudó sobre si estaba con su mujer o con Cecilia, si estaba hablando con Marcela o si su vida era solo una confusión de los cables del destino.

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Levantar vuelo

En el bar, los dos compinches bebían cerveza, como siempre, desde que se conocieron en la sala de espera del bulo. Roberto, mientras llenaba los vasos y sonreía pícaro, comentaba:

—¡Qué noche la de anoche!, ¿eh?

—Sí... ¡la pasé de diez! —dijo Luciano, secándose la boca con la manga y desviando la mirada, recordando el rostro de la mujer.

—¡Qué bueno! ¡Y eso que siempre comés la misma carne!

Luciano no respondió. Bebió un sorbo más y el sonido del chopp en la mesa remarcó el silencio incómodo. Roberto continuó.

—Tengo un regalo para vos —y le estiró la mano con un pasaje de ida a Misiones, que Luciano leyó pero no agarró.

—¿Qué? Pero... no quiero viajar —se atajó. Cruzó los brazos y se apoyó en la silla.

—Pero... ¿qué te ata a este lugar? ¿No será por esa «trolita»? —se acercó y bajando la voz escupió palabras con olor a alcohol—. Mirá, yo te advertí que cambiaras de mina, ¿te acordás? En el bulo se dieron cuenta. Además de las chicas que laburan también hay tipos que no duermen por la noche, observando todo. ¡Ellos cuidan su negocio y harían cualquier cosa!... ¡Ja, ja, ja! Viste que «el ojo del amo...»

—No te rías que tu gracia mete miedo. Esa gente es jodida. Menos mal que sólo a vos te confié la dirección de mi casa. Igual, ¿yo qué tengo que ver en esto?

Luciano movía las manos sin parar y había comenzado a golpetear el piso con sus zapatos. Sentía calor y bebía más rápido aún.

—Y..., yo te avisé Luciano. Te dije que esas hembras no son dulces. Que atraigan boludos como moscas no las hace dulces. ¿Cómo te vas a enganchar? Encima, justo con la Jaqui. Es fácil la ecuación: cada una de estas minas sueña con algún pajarraco que con sus garras la levante y la lleve volando desde el quilombo hacia una nueva vida. Y la Jaqui miraba el cielo justo a tiempo, esperando que cayera algún gil, y en ese momento llegaste vos, repartiendo plumas.

—Me parece que estás inventando. Las minas no serán dulces pero tampoco son así de calculadoras e interesadas. Siempre andan borrachas como cubas sin manija, sosteniéndose de los brazos de los clientes. Acá hay algo más...

Roberto lo miró fijo. Masticaba más palabras de las que pronunciaría. Luego, apoyó con fuerza los puños cerrados en la mesa y con voz firme y desafiante redondeó.

—Creéme que conozco muy bien el ambiente. Es más —aflojó el cuerpo y la voz—, de hecho la Jaqui es mi hermana.

—¡Ah, bueno! ¡Ahora sí se caen los disfraces, desnudándote de cuerpo y alma! ¿Qué más me vas a decir? ¿Y qué pasa? ¿Estás celoso?

—No entendés nada, ella trabaja para mí. Solo te digo esto: estamos en el atardecer; el aire huele a tormenta; los relámpagos caerán esta noche en tu casa. En la mesa queda el pasaje, tu único paraguas. Yo me voy..., vos pensálo y ¡hacé lo que quieras!

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La fuerza de la hamaca

Cada vez que la noche obligaba a las madres a llevarse a sus hijos a casa yo llegaba a la plaza escurriéndome entre las sombras.

Mi único divertimento es hamacarme. Sí, sé que ya soy grande para eso, pero apenas me siento y tomo las cadenas con las manos, vuelvo a ser niño: balanceo mi cuerpo y viajo hacia delante y atrás, hacia arriba y abajo, recorriendo años y kilómetros, en ese espacio tan vasto como claustrofóbico que es el semicírculo que dibuja la hamaca.

Habitualmente cerraba los ojos y mi cuerpo navegaba como una nube o como un péndulo imitando el ritmo de la respiración. Hasta que la curiosidad me llevó a abrir los ojos y mirar el mundo que pasaba bajo mis pies. Veía, de forma cíclica, arena, tronco, copa del árbol, edificio, ventana y cielo. Así comenzó todo porque desde que vi la cara en la ventana no pude quitarla de mi cabeza. Veía el rostro en la arena, en las hojas del árbol, en el cielo y, aunque cerrara los ojos al pasar por allí, también lo veía en la ventana.

Desde entonces el rostro vive detrás de mis ojos. Es la cara de un niño de mirada curiosa, con expresión de deseo. Nos mirábamos mutuamente: yo necesitaba su demandante e inquietante presión para balancearme, y él, según mostraban sus facciones, parecía disfrutar del espectáculo.

Pero desde que aquel intruso se cruzó en el camino de nuestras miradas, todo cambió. El tipo, con una libreta en la mano, se alejó silbando por lo bajo, quizá sintiéndose culpable de haber roto la magia de la plaza, del juego de hamacas y miradas cómplices.

El rostro del niño dejó de sonreír y luego no lo vi más. Sentí que se había enojado conmigo, ¡un extraño parecer siendo que ya no lo veía!

Seguí hamacándome noche tras noche sólo invocando el recuerdo de la cara. Repasando los hechos, finalmente, entendí: ese hombre que interrumpió el sueño era de aquellos que llenan las páginas de diarios sensacionalistas con relatos fantásticos e increíbles. Su última aventura fue difundir la historia de una hamaca que se movía sola, en una plaza ubicada frente a un edificio abandonado que décadas atrás había sido un orfanato.

Hay dos cosas de las que no puedo desconfiar: mis ojos y el tiempo. Mis ojos vieron el rostro. El rostro vio la hamaca. El niño aporta el deseo y el sueño, el adulto la acción y la profesión. El tiempo como un pegamento une el pasado con el futuro llevándome por un presente que se mueve hacia delante y atrás, entre años y kilómetros. Y en cada punto del recorrido me dedico a publicar en el diario lo que veo y siento. A veces me veo como un niño curioso, a veces como un hombre esquivo, y entre esos dos extremos me balanceo cada noche en la plaza.
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Dos fotos, muchas vidas

De golpe me encontré con una multitud. Podía reconocer la presencia y la cercanía de cada persona, pero no lograba identificar a nadie. Pude oír, de quienes estaban hacía más tiempo, que sólo se recuerdan los últimos minutos de vida, y que algunos, con el tiempo, logran recuperar más vivencias, recuerdos o sensaciones, pero nunca sentimientos. Así, entre el tumulto de almas, solo veremos los rostros de quienes hayan estado cerca nuestro justo antes de que la muerte nos trajera aquí.

Muy cerca, dos chicos conversaban animados. Estaban sorprendidos por las coincidencias de sus últimos y escasos recuerdos. Lo primero que averiguaron fue su edad, y ambos respondieron «ocho años». Buscando las razones de la familiaridad de sus rostros, siguieron indagando. Ella recordó un viaje en ómnibus con su madre cuando la sorprendió el fuego. Él estaba en el patio de su casa, también con su madre, cuando lo invadió la nube de polvo.

Detrás de mí hablaban otras personas. De ellos aprendí como eran las cosas en este extraño lugar. Ellos llamaron punto intermedio o etapa de transición a este momento o lugar de confusión y búsqueda. Sólo quienes tomaran conciencia de la razón de su muerte, y de cuanto influyó su vida en la suerte de otros, podrían abandonar ese encierro al aire libre para seguir su destino final.

Del otro lado, la niña miraba a su compañero y parecía volar. Era como si el rostro del chico la transportara en el tiempo. Unos segundos después, sin más expresión que la vista dirigida hacia abajo, como hojeando recuerdos, le contó sus últimos momentos. Dijo que un hombre con una gran mochila subió al ómnibus y gritó muchas cosas en un lenguaje que no ella no entendió. Antes de estallar sostuvo entre su mano y su pecho una foto de una mujer y un niño. Contó que esa foto fue lo último que había visto antes de que el fuego lo invadiera todo. Y le dijo que él se parecía mucho al de la foto.

«¡Cuántas coincidencias!» respondió el muchacho y apurado contó sus únicos recuerdos. Dijo que aquel día, al tiempo que su madre le recordaba el heroísmo de su padre, él miraba al cielo, buscando entre las nubes la figura de su guía. Y encontró, después del ruido de un avión, el rostro sonriente de una niña, cayendo encerrado en un huevo metálico que, después de golpear el techo de la casa, tiñó de noche la tarde. Agregó que vio en el huevo unas palabras escritas en un idioma que no supo reconocer.

—Supongo que sabes lo que decía el misil, ¿no? —el chico preguntó con auténtica curiosidad, como intentando adivinar el final de un cuento o una adivinanza.

—No lo sé, pero seguramente escribí "que mueran en paz", porque siempre lo escribía, en todos lados.

—¿Es posible eso? ¿Se puede morir en paz? —consultó el muchacho e inmediatamente la niña negó con la cabeza.

Pasaron unos momentos antes de que desaparecieran. Creo que se abrazaron. No volví a verlos pero comprendí, en su ausencia, por qué pude ver sus rostros y escuchar sus voces: con el único objetivo de sensibilizar a los lectores del diario en el que trabajaba, y con un alto bagaje de prejuicios, uní dos fotos de chicos enfrentados por la guerra. Escribí sobre las miserias humanas como quien critica una obra de teatro. No recuerdo como me fui de la vida, pero sé que tenía la foto a la vista. ¿Se habrá publicado mi artículo? ¿Habrá afectado a alguien? Hasta que no encuentre las respuestas seguiré vagando sin rumbo, sin compañía, sin destino, por este interminable pasillo de nubes con almas oscuras, culpables, pero aún inconscientes.


Como múltiples bocanadas de humo de cigarrillo víctimas de una fuerte ráfaga de viento, veo escaparse innumerable cantidad de almas. ¿Cuánto tiempo más deberé permanecer yo aquí?

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Los escapes

Rublo estaba en la cama del hospital del penal. Sabía cuál era la manera más fácil de escapar. Su cuerpo largo y dolorido yacía inmóvil; su mente iba hacia delante y atrás. Corría en un bosque sin lobos, sin perseguidores, sin trampas. Vestía el ambo celeste de los enfermos.

Rublo había llegado al hospital vendiendo ilusiones a quienes sólo estaban interesados en ganar dinero; ambiciosos siempre abundaron y eran los más fáciles de convencer. Canjeó favores por promesas que pagaría luego ya que había aceptado una oferta fabulosa, algo grande, algo real: un trabajo afuera.

Rublo corría. Pisaba ramas, insectos y el rocío de la madrugada. Sus cómplices habían comprado varias voluntades que lo ayudarían a escapar. La enfermera cambiaba el suero cuando mencionó que ese pestañeo somnoliento sólo podía ser causado por exceso de medicación o de golpes.

Rublo, agitado, esquivando árboles, recordaba las palabras: «...vas a distinguirlo rápidamente: es un gordo pelado de ojos celestes». Claro, siendo que todos los habitantes de estas islas negras eran morochos y fornidos como esclavos africanos, sería fácil reconocer al contacto.

Rublo veía oscuridad verde y marrón y sentía un bullicio lejano, como grillos en el camino. Llegó a la costa. Los pescadores se confundían con la noche y el mar excepto uno de espaldas amplias que se dio vuelta apenas Rublo pisó la arena. El pelado lo miró fijo y se inclinó hacia él; luego levantó un brazo y moviéndolo ordenó la avanzada. La palabra «traslado» sonó como un trueno mientras varias manos lo alcanzaron.

Rublo se resistía. Golpeaba a quién podía y se escurría entre varios brazos. «Acariciar la libertad y no sostenerla es peor que seguir en la cárcel», pensó. Por eso, sin temor de los daños que sufriría, siguió dando pelea. Pero fue inútil.

Rublo, sedado, oía sin comprender. Eran voces cercanas y algunos quejidos lejanos. Sintió nuevas manos en su cuerpo y pinchazos tan molestos como la luz del día en los ojos de quien quiere seguir durmiendo.

Rublo, como pudo, con esfuerzo, volvió a mirar. Descubrió que el lugar no era el mismo. Había demasiada luz y una enorme espalda blanca que al girar se hizo pecho. Vio lapiceras en el delantal, unos papeles en su mano, ojos claros y nada de pelo en la cabeza. Le escuchó decir, mientras agitaba en alto los papeles, «el traslado está listo, ahora es nuestro paciente, ya saben qué hacer».

Rublo estaba en la cama del hospital, dolorido, aturdido y confundido. Pero, por sobre todas las cosas, estaba esperanzado. Sabía que cuando pasara el efecto del sedante podría escapar y realizar el trabajo afuera, nuevamente, como tantas veces: sólo necesitaba algunos favores que pagaría luego.

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Resonancias

Me guiaron unas manos generosas que con suavidad me recostaron. El frío desapareció de mis pies y del resto del cuerpo.

Algo comenzó a moverse, no entendí si el techo o el piso. Como si fuera una frazada de plomo la sombra de una tormenta tapó mi cuerpo.

Mis ojos veían la oscuridad apenas salpicada por estrellas incandescentes. Ráfagas de color aparecían en los costados durante cortos lapsos.

Cuando ya relajado empezaba a mirar con la mente, el ruido me interrumpió. Comenzó tímidamente con unos golpes metálicos, con la cadencia de los palillos del baterista anunciando el principio de una canción. Luego vino el estruendo. Fue como una explosión pero nunca se detuvo. Era como un taladro hiriendo la pared: golpes incesantes y de frecuencia creciente.
Veía imágenes, formas y colores bien sincronizados con el tormentoso ruido.

Hasta que se detuvo y el silencio molesto inundó todo el espacio. Hubiera preferido un desvanecimiento paulatino. Pero mientras me lamentaba, golpes y una fuerte vibración martillaron sonidos nuevos en mi mente. Se sentía de fondo un motor aumentando y reduciendo la velocidad y el contacto de engranajes en desuso, como los de un ferrocarril que vuelve a funcionar después de décadas. Enseguida se sumó el traqueteo y volvió el estruendo. Era una sinfonía que recorría el cuerpo más rápido que la sangre, con más beats que el corazón, con más potencia que la creación y generando más molestia que la fiebre y su delirio.

Yo giraba la cabeza intentando esconder mi mente de la exposición sonora y solo conseguía mezclar los colores en una paleta dinámica y perversa. Pero en la negrura del cuarto pude distinguir, en algunos momentos, una ventana. Sabía que del otro lado estaría mejor y busqué la forma de cruzarla. Probé pisando las manchas rojas pero se desvanecían a medida que las contactaba, hasta que desaparecieron todas. Caí entre estrellas hasta que me sostuve de un círculo, también rojo. Mis manos fueron perdiendo el sostén y fui a parar sobre un par de rieles verdes en los cuales me deslicé a toda velocidad. El movimiento generaba vértigo, el recorrido era sinuoso, pero la ventana siempre estaba a la misma lejana distancia. Quise alcanzar una escalera, que era del mismo color de las manchas y el círculo, pero resbalé y caí en picada. Como un silbido fui perdiéndome en el agujero negro del mundo, apagando mi presencia y sintiendo cada vez más cercano el fondo de todo, donde haría contacto, donde chocaría. En la estrepitosa caída, las estrellas eran líneas, los colores flashes y el cuerpo liviano. Cuando el grito estaba por llenar mi garganta... sucedió. El ruido se detuvo. Como un globo desinflándose. Quedó en mis oídos la sensación de ausencia, la inercia. El contraste entre movimiento interno y cuerpo estático creó una maraca de plomo, la cola de un cascabel inmóvil. Luego vino la luz, que encegueció la oscuridad pintando todo de blanco, de beige y de azul. Solo quedaron las estrellas que seguía viendo esporádicamente, como si hubiera traído parte de la noche a esa mañana.

Me entregaron un papel con una fecha y, mientras aún escuchaba el quejido de la puerta cerrándose, me ayudaron a recorrer la escalera. Me aferré a la baranda roja con fuerza desesperante. Tenía miedo de caer y que la ventana ubicada en el descanso, la de marco verde, me llevara a un lugar demasiado claro para mi gusto. El ruido del golpe de la puerta al cerrarse me obligó a girar la cabeza. Leí “magnéticas” y volví la mirada adelante guardando todos los colores que mis ojos encontraban en el recorrido mientras bajaba un nuevo escalón hacia la ventana.

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La suerte no existe

Me llamó la atención que Mariela se fijara en él. Hizo como siempre: se encargó de llevarle la bebida que le gustaba y se quedó a su lado alentándolo, diciéndole que la suerte llegaría si ella era su amuleto. El tipo era cordial, más aún, cuando el pronóstico se hizo realidad y ganó una pequeña suma de dinero. Mariela recibió de regalo unas monedas y Ramón —así se llamaba—, se fue apenas obtuvo el cheque. ¡Cuánta frialdad! La mayoría de los jugadores no se retira justo después de ganar.

Cuando vino por primera vez todos lo miraban de reojo y dejaban caer alguna risita burlona. Vestía un sobretodo gastado —siempre, aunque hiciera calor— y un llamativo sombrero tapando su larga melena. Luego de una semana ya era un cliente habitual del bingo.



El monótono ritual se repetía a diario: Ramón llegaba; iba siempre a la misma máquina; ella lo acompañaba y luego mantenía su garganta húmeda (algunos decían que cuando festejaban también humedecía sus labios); él ganaba el premio mayor; le regalaba monedas; cambiaba el resto por un cheque y se iba. ¡Ganaba todos los días!

Cuando Ramón se alejaba la gente se agolpaba desesperada en la máquina de la suerte diaria buscando migajas de la fortuna del “ranchero”. Pero sólo él ganaba en esa máquina. Y yo barría los restos de sándwiches, me llevaba los vasos, mantenía la higiene del lugar y con suerte encontraba, entre los cables, alguna moneda extraviada en la euforia de algún premio importante.

Mariela, que habitualmente compartía conmigo el turno completo —ella en su tarea de brindar suerte a los jugadores—, empezó a venir sólo para acompañar a Ramón. Era lógico, con él tenía asegurado un ingreso diario.

Pero había algo más. Ni lento ni perezoso, averigüé:

—¿Por qué elegiste al ranchero?

—Hay que ser observador. ¿No viste la calidad de sus zapatos? ¿Las manos cuidadas? ¿El rolex que porta? Lo que no sé es por qué se viste con ropa vieja. Es raro el tipo. Además, aunque le veas mechas largas, el Ramón es pelado.

Mi relación con Mariela era especial: ella podía coquetear con los jugadores en busca de sus dádivas generosas, ¡pero nada más! Pero sospechaba que mientras yo estaba limpiando el brillante piso del bingo, Mariela y Ramón festejaban, antes de venir, por las monedas que ganarían juntos.

—¿A qué se dedica Ramón?

—Me dijo algo de importaciones y exportaciones, pero no tiene una empresa, y a veces habla por teléfono con gente del exterior —esa respuesta fue como una cachetada. Yo sabía que en el salón, por razones de seguridad, había un bloqueador de celulares, como en los bancos ¿dónde lo había escuchado hablar por teléfono?

—¿Por qué gana siempre? ¡No me vengas con que vos le traes suerte!

—No lo sé, y la verdad no me importa, mientras siga colaborando y creyendo que es por mí…

Tenía que comprobar ese rumor de que ella “humedecía sus labios”. Esa misma noche fui a la sala de control. Llevé una pizza para compartir. Tenían un semicírculo de veinte monitores para ellos dos solos y una computadora cada uno. Las imágenes eran aburridas, pero mi vista estaba clavada en una máquina, la de Ramón.

La pizza se estaba terminando. Yo hablaba de cualquier cosa, tratando de que no se dieran cuenta cuál monitor observaba atento. Cuando sonó el teléfono, al ver el interno, me hicieron gestos para que hiciera silencio.

—Bueno, entonces lo largamos ahora —dijo el más viejo e hizo una seña al que estaba en la computadora, quién en la pantalla eligió un identificador de máquina y luego presionó el botón “Asignar”.

—¡Uh! ¿Pero quién llamó, el presidente? —consulté, simulando inocente curiosidad.

—Eh… no, tareas de rutina, de mantenimiento. Ché ¿así que estás por cambiar el auto?

Y entonces sucedió. Ramón ganó y Mariela, después de mirar hacia los costados, saltó dos veces, lo abrazó y lo besó en los labios, perdiéndose bajo el ala del sombrero. Después del beso se miraron y se dijeron algo. Luego el tumulto de gente los ocultó.

Tomé la caja de pizza con los restos dentro y de un solo movimiento la estrujé y la arrojé al tacho de basura. Salí caminando apurado y mi cabeza trabajó arduamente. Las imágenes giraban veloces y cada tanto las detenía. “El ranchero”, “Mariela”, “cheque”, “importación / exportación”. Seguía pensando, detenía la lluvia de fotos con el botón en mi cabeza: “llamada telefónica”, “asignar”, “ganar a diario”. Continué hasta que apareció la secuencia de imágenes ganadora y comprendí todo.

Busqué a Mariela por todo el salón y finalmente la encontré cerca de la salida. Con urgencia y ansiedad y acelerando las palabras le vociferé las noticias:

—¡Ya sé lo de Ramón! —dio un paso hacia atrás, me miró a los ojos y luego bajó la vista. Después de un par de segundos preguntó:

—¿Cómo lo supiste?

—Estuve en la sala de videos y lo vi todo. Ya entiendo la relación de Ramón con el bingo y con vos—tragó saliva—. Y en ese río revuelto, vos y yo podríamos ser los pescadores beneficiados, ¡y no con migajas como ahora!

Su cara dibujaba, de a momentos, una sonrisa nerviosa, pero no pronunciaba palabra. Continué con mi propuesta.

—Así que vos, que al ranchero lo conoces bien, digo, más que bien, me vas a ayudar. Buscaremos la manera de obtener una tajada importante de sus visitas camufladas al bingo —bajó la mirada, intentó abrazarme y, después de que la esquivé, cruzó los brazos—. Así de hábil como fuiste para llenar su estómago de bebida y sus labios de saliva, lo serás para llenar nuestros bolsillos de dinero. ¿Te creíste que eras su amuleto? La suerte no existe Mariela. Los secretos tampoco.

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Después de siglos de mentiras, los ciudadanos optaron por un gobernante que basara su plataforma sólo en verdades. Enarbolando la honestidad y aborreciendo la mentira, el ocultamiento y el silencio, proponía construir un mundo mejor, con la ayuda y el sinceramiento de todos.

Llevó sólo veinticuatro horas la votación, que algunos realizaron desde sus relojes, otros desde sus centros de comunicación (equipos que unían voz, video y texto), y los más anticuados desde una computadora en sus hogares.

La asunción también fue rápida ya que no era necesario desplazarse para tomar decisiones. Las primeras medidas fueron inmediatas y sus resultados revolucionarios.

"Para comenzar una sociedad basada en la honestidad y la verdad, debemos sincerarnos con todos nuestros pares. Hoy mismo comenzamos esa etapa, en la que instamos a todos los ciudadanos a que de manera espontánea quiten de su ser los secretos y mentiras que oscurecen su alma, creando así, los cimientos de una nueva sociedad, y plantando la semilla del entendimiento y el amor fraternal entre todos."

Durante dos meses hubo un enorme revuelo: se confesaron engaños amorosos, complots comerciales, pequeños robos en los lugares de trabajo y otras fechorías menores. Los resultados fueron dispares: algunas parejas —muy pocas— se fortalecieron, la mayoría se separó; algunas empresas se debilitaron y otras aprovecharon la situación; muchos empleados fueron echados y otros ascendidos.

Como sucede con los grandes cambios, los perjudicados empezaron a quejarse. Reclamaban al gobierno soluciones, pues ellos habían sido sinceros, eran el modelo de la sociedad que buscaban, y estaban solos, sin trabajo y señalados por los demás como mentirosos. Finalmente, el reclamo se centró en algo que desde el principio algunos sospechaban: no todos los ciudadanos se sinceraron, y quienes evitaron contar sus trampas lo hicieron para sacar beneficio al conocer la verdad ajena.

El gobierno, que estaba dispuesto a llegar al fondo de la transformación, tomó una medida totalmente inesperada: creó el "Centro de Difusión de la Verdad". Inicialmente se dudó de su capacidad para resolver un problema global y particular a la vez, pero su accionar fue efectivo y causó estragos.

El CeDVe, en sólo tres semanas, aún no se supo con qué tecnología, develó todos los secretos que alguna vez estuvieron en medios de comunicación públicos o privados. Las personas recibieron llamados telefónicos sólo para oír una conversación de sus parejas con su eventual amante. Los directivos de empresas recibieron e-mails desde el CeDVe con copias de acuerdos o sobornos llevados adelante por sus empleados. Otros veían videos de sus amigos o familiares burlándose o hablando mal a sus espaldas.

Fue entonces cuando llegó el caos. Prácticamente todos los ciudadanos habían sido perjudicados en alguna forma por este masivo descubrimiento de mentiras ocultas. Y si bien al principio no fue fácil organizarse, puesto que ninguno confiaba en el otro por su fama de farsante, poco a poco la gente mostró su descontento. Había una total parálisis en la sociedad. Quedaba poca gente dispuesta a trabajar, o pocos empleadores dispuestos a contratar gente. Los hogares estaban desapareciendo. La gente no se comunicaba. El amor era más un riesgo que un disfrute. El sexo se hizo sucio y ni una simple conversación podía mantenerse por temor a incurrir en una falta que luego sería develada.

De forma espontánea, en pequeños grupos que se comunicaban por señas, la gente salió a protestar a las calles. No había una sola plaza vacía; en todas, la multitud reclamaba soluciones reales y, los más radicales, pedían la eliminación del CeVDe.

Por supuesto que el gobernante tuvo que dar una respuesta. Su holograma apareció a lo alto de cada concentración y, con gran soltura, desde su casa, dijo:

—Siempre fuimos conscientes de que el proceso sería difícil. Sabemos bien que el cambio es duro; sabemos bien lo que están pasando; y estamos poniendo a punto las medidas que nos llevarán a construir nuevas relaciones entre todos, siempre con la verdad como premisa. El CeVDe es independiente del gobierno, funciona automáticamente y avisará a quien corresponda cuando alguien falte a la verdad. Seamos pacientes, lo mejor está por venir.

La gente se retiró a sus hogares con amargura. Le pareció haber oído las palabras de un político de los viejos, los que gobernaban con mentiras disfrazadas de verdades benévolas. Pero, ¿de qué manera enojarse frente a ello si todos estaban quejándose por haber sido descubiertos como mentirosos? La contradicción logró amainar la rebeldía de la gente, aunque las mentes no cesaron de trabajar.

Como tampoco dejó de trabajar el CeVDe, cuyo sistema descentralizado de computadoras se cayó por sobrecarga, cuando el organismo tuvo que mostrar, a cada ciudadano que asistió a la plaza, un holograma con las verdaderas palabras detrás del discurso del gobernante.

Recién en ese momento vino la revolución, ¡la verdadera! Porque no todas las mentiras son iguales. Con algunas, no se juega.


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