Levantar vuelo

En el bar, los dos compinches bebían cerveza, como siempre, desde que se conocieron en la sala de espera del bulo. Roberto, mientras llenaba los vasos y sonreía pícaro, comentaba:

—¡Qué noche la de anoche!, ¿eh?

—Sí... ¡la pasé de diez! —dijo Luciano, secándose la boca con la manga y desviando la mirada, recordando el rostro de la mujer.

—¡Qué bueno! ¡Y eso que siempre comés la misma carne!

Luciano no respondió. Bebió un sorbo más y el sonido del chopp en la mesa remarcó el silencio incómodo. Roberto continuó.

—Tengo un regalo para vos —y le estiró la mano con un pasaje de ida a Misiones, que Luciano leyó pero no agarró.

—¿Qué? Pero... no quiero viajar —se atajó. Cruzó los brazos y se apoyó en la silla.

—Pero... ¿qué te ata a este lugar? ¿No será por esa «trolita»? —se acercó y bajando la voz escupió palabras con olor a alcohol—. Mirá, yo te advertí que cambiaras de mina, ¿te acordás? En el bulo se dieron cuenta. Además de las chicas que laburan también hay tipos que no duermen por la noche, observando todo. ¡Ellos cuidan su negocio y harían cualquier cosa!... ¡Ja, ja, ja! Viste que «el ojo del amo...»

—No te rías que tu gracia mete miedo. Esa gente es jodida. Menos mal que sólo a vos te confié la dirección de mi casa. Igual, ¿yo qué tengo que ver en esto?

Luciano movía las manos sin parar y había comenzado a golpetear el piso con sus zapatos. Sentía calor y bebía más rápido aún.

—Y..., yo te avisé Luciano. Te dije que esas hembras no son dulces. Que atraigan boludos como moscas no las hace dulces. ¿Cómo te vas a enganchar? Encima, justo con la Jaqui. Es fácil la ecuación: cada una de estas minas sueña con algún pajarraco que con sus garras la levante y la lleve volando desde el quilombo hacia una nueva vida. Y la Jaqui miraba el cielo justo a tiempo, esperando que cayera algún gil, y en ese momento llegaste vos, repartiendo plumas.

—Me parece que estás inventando. Las minas no serán dulces pero tampoco son así de calculadoras e interesadas. Siempre andan borrachas como cubas sin manija, sosteniéndose de los brazos de los clientes. Acá hay algo más...

Roberto lo miró fijo. Masticaba más palabras de las que pronunciaría. Luego, apoyó con fuerza los puños cerrados en la mesa y con voz firme y desafiante redondeó.

—Creéme que conozco muy bien el ambiente. Es más —aflojó el cuerpo y la voz—, de hecho la Jaqui es mi hermana.

—¡Ah, bueno! ¡Ahora sí se caen los disfraces, desnudándote de cuerpo y alma! ¿Qué más me vas a decir? ¿Y qué pasa? ¿Estás celoso?

—No entendés nada, ella trabaja para mí. Solo te digo esto: estamos en el atardecer; el aire huele a tormenta; los relámpagos caerán esta noche en tu casa. En la mesa queda el pasaje, tu único paraguas. Yo me voy..., vos pensálo y ¡hacé lo que quieras!

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