El cajón de los secretos

El pueblo era chico, pero durante las fiestas navideñas se llenaba de gente que salía de compras. Marcos, seguro de que se repetiría el éxito comercial de años anteriores, preparaba su negocio; y mientras pensaba en qué porcentaje aumentar los precios, entró su hijo, Julián, corriendo y ansioso por hablarle.

—¡Papá! ¡Me lo prometiste para hoy!

—Estoy ocupado, mejor a la tarde, ¿sí?

Julián accedió. Había insistido mucho para que su padre aceptara ir hasta la cima de la montaña donde vivían el abeto más grande que hubieran visto y una familia solitaria, que nunca bajaba al pueblo.

Caminaron dos horas bajo el sol por un sendero sin vegetación y vieron aparecer en el horizonte la copa del abeto, asomándose como un títere tras los lejanos arbustos. El chico corrió desesperado hasta que el árbol se desplegó completo, como un gigante verde apuntando al cielo. Un hombre viejo, de barbas blancas, salió presuroso a recibirlos.

—Si vienen a buscar el árbol, ¡no permitiré que lo toquen!

—Mi hijo quería —Marcos tomó a Julián de los hombros, lo puso delante de sí y cruzó las manos sobre el pecho del niño— conocer el abeto gigante...

El viejo aflojó el cuerpo y su sonrisa se vio como una liebre corriendo entre los arbustos de la tupida barba. Caminó hacia el árbol, se detuvo bajo la copa, cuya sombra era como una casa, y los invitó a sentarse en unos desprolijos bancos de madera.

—¿Por qué no le puso luces al árbol —consultó Julián—, si ya estamos en navidad?

Casi silabeando, el viejo le repreguntó qué sabía él de la navidad; y el niño, apurado, contestó:

—Es porque nació Jesús y por eso tenemos regalos y nos juntamos todos y es divertido porque hay luces en el arbolito y fuegos artificiales y me compran ropa nueva.

Marcos observaba orgulloso a su hijo. El viejo, que rascaba su mentón entre la selva blanquecina, en voz alta y apresurada, como si estuviera enojado, dijo lo suyo:

—Lo mejor que podemos hacer en navidad es imitar a Jesús y sus costumbres. Y para él, seguramente, era más importante contar con una familia unida que los juguetes y las ropas, o saber que se puede compartir una comida con los seres queridos en lugar del ruido y los  fuegos artificiales.

El viejo se dirigía a Julián, pero también miraba a su padre, cada tanto.

—Antiguamente, se colocaban manzanas, que simbolizaban los pecados, y velas, que representaban la creencia en Dios. Entonces, los pecados estaban al alcance de la mano, y la creencia nos ayudaba a no tomarlos. Cuando esto se transformó en árboles de plástico, bolitas de colores y luces eléctricas, se perdió el real significado. Lo mismo con los regalos. Igual, entiendo que como niño estés ansioso por la parte más divertida y visible de la navidad: vos sólo aprendiste lo que te enseñaron.

Marcos tragó saliva y esperó que su hijo no lo mirara, pero Julián lo observó con curiosidad y algo de desencanto. Volvieron al hogar sin hablar. Al llegar, Julián le pidió que lo llevara otra vez al día siguiente: quería averiguar sobre Papá Noel. Marcos no quería llevarlo, pero no pudo negarse y asintió con la cabeza.

En la segunda visita observaron en detalle la pequeña casa, cuyas paredes de rodajas de troncos contenían ventanas y sostenían un abundante techo de paja. Fueron recibidos por la familia completa: José, su mujer y un niño.

—¿Usted sabe quién es Papá Noel? —preguntó Julián, tapándose la boca con culpa y vergüenza.

—Es tu papá... —la frente de Marcos se frunció, José lo vio y rectificó—, es tu papá quién tiene la respuesta. Estoy seguro de que, como ya sos un chico grande e inteligente, él te contará todo.

Julián, un poco confundido, pasó a la siguiente pregunta.

—¿Ustedes tienen familiares? ¿Se reúnen con ellos para navidad?

—Sí, claro, nos reunimos con ellos muchas veces al año. Por ejemplo, cada vez que terminamos de hacer un regalo, los visitamos. Hacemos muebles, adornos, dibujos, comidas o postres... lo que sabemos que a cada uno le gusta o necesita. Y son regalos que hacemos con nuestras manos, y ellos lo valoran muchísimo.

Al volver, Marcos, muy a su pesar, contó quién era en realidad Papá Noel, qué sucedía en la época de los reyes magos, y confesó, quizá a modo de excusa, que él mismo creyó en todo eso hasta que fue unos cuántos años más grande que Julián. El niño preguntó algo sobre las razones, y sobre si eso era como mentir, y después de consultar si las cosas no podían ser diferentes, el silencio volvió a reinar entre ambos.

Faltando solo unos días para navidad, Marcos estaba retocando nuevamente los precios cuando Julián entró corriendo con unos papeles bajo el brazo.

—¡Papá! Mirá, éstos dibujos los hice yo, éste es para el tío y ya está listo, éste está armado con hojas y pétalos y semillas y es para la abuela... ¿después me llevás así se los damos?

Marcos lo alzó en brazos y lo abrazó fuerte cuando, a paso lento, entraron al negocio José y su niño.

—¡Hola! Les trajimos esto que hicimos entre los dos...

—¡Qué lindo cajón! —dijo Julián, tomándolo con ambas manos—. ¿Y para qué sirve?

—Es una cajón para guardar secretos —respondió, risueño, el hijo del viejo.

—¿Así? ¿Sin candado? —dudó Marcos, que no paraba de observarlo.

—Sí, porque es para usar en el hogar —hubo silencio, miradas y reflexiones—. ¿Estaban ocupados?

Marcos comentó que estaba reduciendo los precios y le contó sobre los nuevos proyectos de Julián. Luego de un rato de charla, tiempo en el cual los chicos jugaron con las pinturas y completaron imaginariamente los dibujos, se despidieron. Marcos estrechó la mano de José y estuvo a punto de decir una frase común, gastada, dos palabras vacías de tanto maltrato, y ante la sonrisa sincera del viejo, sólo dijo «Gracias. Muchas gracias, José», y ambos supieron que el agradecimiento era por mucho más que el cajón.




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