Yo me llamo...

Se había dormido casi sin darse cuenta: el sueño fue ganándole la batalla como la noche empuja al atardecer. Luego, el teléfono comenzó a azotarla con un paño de seda primero, con un cinto después y con un latigazo en el último ring.

Molesta, descolgó el teléfono; oyó una respiración lejana y comprendió lo que debía hacer. Se abrigó y salió a la calle. Caminó esquivando estrellas y soledades y se detuvo en un teléfono público.

Marcó automáticamente. La llamada sonaba... sonaba... sonaba..., y nadie atendía. «Lógico —supuso—, porque estaba durmiendo». Hasta que alguien levantó el tubo, pero ella, sorprendida, agitada y nerviosa, no pudo decir nada. Sólo cerró los ojos pesados y se dejó empujar por la oscuridad.

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