Perro que ladra

Cuando volvía a mi casa siempre caminaba por el medio de la calle. Eran veinte cuadras aburridas y monótonas. Sólo se veían cercos o tejidos protegiendo el ingreso a las casas de fin de semana y, a lo lejos, cada construcción se emplazaba cubriendo apenas un punto en el horizonte.

Cuando uno de los campos incluyó un perro para cuidar el perímetro, realmente me asusté. El perro era grande, del tipo manto negro, con mucho pelaje. Siempre estaba solo aunque a veces venía un chico a alimentarlo. Tenía un olfato muy agudo: media cuadra antes de que yo llegara a la esquina ya estaba esperándome, saltando de un costado a otro, como juntando fuerzas para desplegar todos sus ladridos al tenerme cerca. ¡Y cómo ladraba! No hacía pausa y me intimidaba. Encima, iba siguiéndome durante los doscientos metros del campo. Su presión lograba que yo caminara, sin darme cuenta, del otro lado de la calle, empujado por el agudo sonido sus fauces. Desde la vereda de enfrente veía su baba cayéndole del hocico, como parte de su interminable ofensiva.

Pero día a día fui perdiendo miedo. Incorporaba los ladridos al paisaje, como los truenos de una tormenta o el ruido de las máquinas en la fábrica. Y luego, desafiando mi temor, comencé a caminar por su vereda, ignorando sus quejidos, sus saltos y los golpes de su cabeza contra el alambre intentando alcanzarme.

En una de las oportunidades noté que, al mirarlo, el perro se enfadaba más. Jugué con mi mirada y su enojo. Fue la primera vez que disfruté de esas cuadras, de esos ladridos, a los que acompañó mi sonrisa. Fui por más. Comencé a saltar provocando su ira, o a correr rápido y luego regresar haciendo que me siguiera como una sombra; le hacía gestos, me agachaba, me burlaba... y su impulso de locura golpeaba sobre el tejido. También le lanzaba, por los huecos del alambre entramado, pequeñas ramas que mordía en el aire, descartaba al instante y luego seguía ladrando. ¡Qué divertido había resultado el guardián!

Aquel día había sido fatal en el trabajo. Mi única ilusión era divertirme con el perro. En las cuadras anteriores junté un arsenal de ramitas, piedras y algunas hojas de papel, que también lo ponían nervioso. Fui intercambiando uno a uno mis elementos por sus ladridos absurdos y por sus inútiles arranques de violencia. Hasta logré cruzar unos dedos por el tejido tentándolo a saltos y tarascones fallidos. Y yo caminaba alegre, con la mandíbula dolorida de tanto sonreír.

Intuí que se cansaría antes que yo y me eché a correr. Me siguió, marcándome el ritmo con ladridos, hasta que me detuve alarmado al ver una irregularidad en el paisaje. Él perro aún estaba varios metros detrás de mí, y yo, por la brusca frenada, caí al piso. Desde allí vi nuevamente el hueco en el tejido. Era un semicírculo de apenas medio metro de altura donde faltaba el alambre, y se notaba que había sido cortado con alguna herramienta. Cuando quise levantarme la oscuridad de su pelaje me nubló la vista, sentí sus patas inmovilizándome y en lugar de ladridos hubo gritos. Acurrucado, el calor y la humedad brotaba de mi cuerpo en líneas que causaban dolor y ardían al contacto con el aire. Un grito agudo y lejano hizo que todo terminara.

Cuando pude abrir los ojos, lo único que vi fue el atardecer cayendo en el campo; el sol se iba, dejando al horizonte teñido de rojo y morado. Y, a lo lejos, vi al perro corriendo y agitando la cola como un plumero; a su lado, un chico que saltaba y reía: eran figuras negras sobre el fondo púrpura del campo abierto.



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