El final, del libro, del hombre, de negro

Cuando Evaristo sintió caer fragmentos diminutos blancos y grises desde el cielo cerró la contratapa del libro y dejó el ejemplar a su lado, en el banco de la plaza. Ó cuando cerró el libro sintió caer señales desde arriba. Luego, un hombre con sobretodo y sombrero oscuros corrió desesperado hacia él. La urgencia del desconocido acercándose le hizo tomar conciencia de lo que había hecho. Estaba condenado.

Su condena había comenzado meses atrás, cuando llegó a ese pueblo para cambiar de vida. Su salud empeoraba y le habían recomendado vivir cerca de las montañas donde pudiera respirar aire puro. Un día de la primera semana, cuando las cimas de las montañas comenzaban a oscurecerse, entró a una librería. Husmeó diferentes libros sin sentirse atraído por ninguno, dejándolos pasar como transeúntes en la calle principal. Hasta que tomó «ese» volumen en sus manos. Era de tapa dura y color bordó, con diminutas letras de oro. Ignoró las leyendas exteriores para hojear el libro. Lo atrapó inmediatamente. Lo que leía era una autobiografía y se identificó rápidamente con el personaje. Avanzó casi un capítulo sin parar, olvidando donde estaba y hasta quien era: sólo la realidad del libro lo circundaba. El primer capítulo terminaba comentando, advirtiendo o amenazando: «...cuando esta historia llegue a su fin, mi vida y la del lector terminarán juntas». Una brisa fría y seca recorrió su espalda y luego como un aplauso o como un portazo se oyó al libro cerrarse sobre sí. Evaristo lo dejó rápido y desprolijo en el estante y corrió hacia su casa dejando atrás más interrogantes que adoquines en las calles.

Llegó a su hogar agitado; el corazón parecía saltar en su pecho; la garganta dolía con cada respiración: el fantasma de los ataques de asma y los paros cardíacos había vuelto. Sin respuestas para las absurdas preguntas de por qué lo enamoró ese libro, de cómo él podría creer lo que el autor por capricho escribió y de si realmente el frío que sintió era la muerte que pasó a su lado, decidió no leer esa obra, no comprarla ni volver a hojearla.

Pasó varios días abandonado en el letargo de la enfermedad y la fatiga . Y no podía dejar de pensar en el libro, en la historia de vida de ese autor, que podría ser la suya. Sentía que sin conocer los siguientes capítulos estaba muerto. Y si leía el libro también estaría muerto, al final. «¡Si todos en algún momento moriremos!», decía para conformarse. Pero dada la fuerte identificación con el personaje que vivió y sabiendo que la vida de ambos terminaría al mismo tiempo, ¿encontraría en la lectura, además, datos sobre qué sucedería entre el momento actual y el de su muerte, el del final del libro?

Con la excusa de recorrer nuevas zonas del centro del pueblo salió nuevamente. Engañándose a sí mismo pasó por la librería. Desde la vidriera comprobó que a lo lejos, en el estante, el libro seguía disponible. Respiró hondo y siguió su camino. Resistió la tentación de comprarlo, pero íntimamente sabía que en algún momento iba a ceder a la curiosidad, al conocimiento, al ímpetu de vida, y de muerte.

Tres vueltas a la manzana hicieron falta para que tome la decisión más importante de su vida. Entró al negocio y con la velocidad con que se compra cigarrillos salió con el libro entre manos. Caminó demasiado erguido, llevando el libro bajo el ala de un brazo y sosteniéndolo con la otra mano. No había veredas ni calles ni esquinas, sólo imaginaba diferentes posibilidades para el final del libro y de todo. Fantaseaba con ese momento como un hombre imagina su encuentro amoroso.

Dejó el libro en la habitación y preparó su cena. Comió con inhabitual lentitud; lavó los platos y cubiertos; se duchó y secó hasta que finalmente se acostó en la cama, desnudo. Como todo abrigo y mortaja se envolvió en la sábana blanca. Antes de estirar la mano hacia la mesa de luz, rezó. Necesitaba una santificación, o una protección, o creer en algo. Comenzó con un Padre Nuestro deteniéndose, remarcando y hasta repitiendo algunas partes: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Siguió con un Ave María, «...ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Ya relajado tomó el libro y leyó. Se sumergió en el sueño literario y comenzó a vivir la vida del autor o a darle sentido a su vida. Las páginas pasaban indefectibles como los minutos y la historia crecía y el sueño continuaba. Hasta que una punzada lo despertó de golpe y sintió el eco de lo leído retumbar en su mente: «el lector morirá conmigo». Saltó de la cama y enredado en las sábanas se quedó mirando el libro que sonreía sarcástico en sus hojas entreabiertas.

Otra vez las palpitaciones, otra vez el corazón martillando. La angustia lo empujó a terminar con todo. Decidido tomó el libro y con ambas manos lo llevó hasta el hogar a leña y lo quemó. El fuego devoró cada hoja y escupió cenizas al aire.

Los días se llenaron de incertidumbre. No sabía cuándo sería su muerte, pero tampoco sabía qué hacer con su vida. No salía de su casa y no hacía otra cosa que pensar. Se sentía dominado y quería cambiar la situación. Su única salida era ser más fuerte. Caminó ansioso hasta la librería con la esperanza de que hubiera otro ejemplar. Lo compró y relajado volvió pensando en que tendría el libro a su disposición y elegiría no leerlo: era su forma de demostrar poder.

Funcionó al principio pero la curiosidad lo sucumbía en la noche cuando se levantaba a tomar agua y en realidad quería otra cosa, o cuando elegía oír radio y divagaba en el libro oyendo el pronóstico del tiempo o el horóscopo. En la lucha de poder que estaba jugando decidió dar un paso más: leería diariamente un pequeño fragmento, uno o dos párrafos y alargaría así su vida y la llegada de la muerte. ¿Era una forma de engañar al autor? ¿Al libro? ¿A él mismo?

La estrategia fue un éxito. Cada día leía tres párrafos y repetía la lectura. Al día siguiente volvía a leer el último párrafo del día anterior antes de los tres correspondientes. Su vida recobró sentido. Inició las caminatas diarias por el bosque que eran el objetivo de su estadía en el pueblo. Siempre finalizaba en la plaza donde repetía el ritual de lectura.

Pasaron dos meses. Cambió el calendario y el clima, cambió el paisaje y la gente, pero algo permaneció inmutable, la rutina de Evaristo leyendo en la plaza sus tres párrafos al atardecer. Así fue que leyó «cuando desde el cielo caigan las cenizas del destino quemado sabré que la negra muerte vendrá a buscarme». La siguiente página estaba en blanco. La otra también. Alrededor de cincuenta páginas más —las últimas— estaban vacías. Con estupor y los ojos llenos de lágrimas contenidas desde hacía semanas cerró el libro y lo dejó a su lado. Fue entonces cuando comenzó a caer algo que parecía nieve y el hombre vestido de negro se acercó hacia él.

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