Los escapes

Rublo estaba en la cama del hospital del penal. Sabía cuál era la manera más fácil de escapar. Su cuerpo largo y dolorido yacía inmóvil; su mente iba hacia delante y atrás. Corría en un bosque sin lobos, sin perseguidores, sin trampas. Vestía el ambo celeste de los enfermos.

Rublo había llegado al hospital vendiendo ilusiones a quienes sólo estaban interesados en ganar dinero; ambiciosos siempre abundaron y eran los más fáciles de convencer. Canjeó favores por promesas que pagaría luego ya que había aceptado una oferta fabulosa, algo grande, algo real: un trabajo afuera.

Rublo corría. Pisaba ramas, insectos y el rocío de la madrugada. Sus cómplices habían comprado varias voluntades que lo ayudarían a escapar. La enfermera cambiaba el suero cuando mencionó que ese pestañeo somnoliento sólo podía ser causado por exceso de medicación o de golpes.

Rublo, agitado, esquivando árboles, recordaba las palabras: «...vas a distinguirlo rápidamente: es un gordo pelado de ojos celestes». Claro, siendo que todos los habitantes de estas islas negras eran morochos y fornidos como esclavos africanos, sería fácil reconocer al contacto.

Rublo veía oscuridad verde y marrón y sentía un bullicio lejano, como grillos en el camino. Llegó a la costa. Los pescadores se confundían con la noche y el mar excepto uno de espaldas amplias que se dio vuelta apenas Rublo pisó la arena. El pelado lo miró fijo y se inclinó hacia él; luego levantó un brazo y moviéndolo ordenó la avanzada. La palabra «traslado» sonó como un trueno mientras varias manos lo alcanzaron.

Rublo se resistía. Golpeaba a quién podía y se escurría entre varios brazos. «Acariciar la libertad y no sostenerla es peor que seguir en la cárcel», pensó. Por eso, sin temor de los daños que sufriría, siguió dando pelea. Pero fue inútil.

Rublo, sedado, oía sin comprender. Eran voces cercanas y algunos quejidos lejanos. Sintió nuevas manos en su cuerpo y pinchazos tan molestos como la luz del día en los ojos de quien quiere seguir durmiendo.

Rublo, como pudo, con esfuerzo, volvió a mirar. Descubrió que el lugar no era el mismo. Había demasiada luz y una enorme espalda blanca que al girar se hizo pecho. Vio lapiceras en el delantal, unos papeles en su mano, ojos claros y nada de pelo en la cabeza. Le escuchó decir, mientras agitaba en alto los papeles, «el traslado está listo, ahora es nuestro paciente, ya saben qué hacer».

Rublo estaba en la cama del hospital, dolorido, aturdido y confundido. Pero, por sobre todas las cosas, estaba esperanzado. Sabía que cuando pasara el efecto del sedante podría escapar y realizar el trabajo afuera, nuevamente, como tantas veces: sólo necesitaba algunos favores que pagaría luego.

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