Por la noche era más factible el consumo de alcohol, pero a esa hora la gente desayunaba, ¡no tomaba whisky!. Ya le había servido dos medidas cuando el sol, que castigaba tanto al riachuelo como a la fachada antigua del bar, subió y comenzó a entrar al salón del segundo piso a través de los ventanales de vitreaux. Se escuchaba un lejano tango desde el bodegón vecino.
El hombre estaba revisando sobres y leyendo papeles. Cuando pasé a su lado para preparar una de las mesas guardó todo: aparentemente eso era un secreto.
Seguí observándolo. Tomó un sobre más chico que los demás. Iba a guardarlo nuevamente y al final se detuvo, sosteniéndolo entre sus dedos, frotándolos suavemente como intentando adivinar al tacto el contenido. Levantó con ambas manos el sobrecito y lo giró hasta que el papel se hizo trasluz contra el sol de la mañana. Desde aquí, con una breve mirada, apenas pude apreciar que dentro del sobre una figura rectangular opacaba la claridad: tenía el tamaño de dos paquetitos de azúcar.
Con un cuidado y una lentitud que me generaron intriga, abrió el sobre, introdujo el dedo índice y se ayudó con el pulgar para retirar despacio, como se descubre una carta en el truco, el diminuto papel. Era una foto. La observaba inmóvil. La dejó en la mesa y le clavó nuevamente los ojos. No sé cuánto tiempo estuvo mirándola. La acercaba a su rostro, la giraba, la examinaba desde diferentes ángulos y con distintos reflejos de luz. Y a juzgar por los gestos del rostro, su mente entrenada para recordar estaba reviviendo situaciones.
De reojo vi que había guardado la foto y que me pidió un café con la mano. Cuando se lo serví, la mesa parecía estar vacía, pero su mano extendida ocultaba debajo, inocentemente, la pequeña foto.
Desde la barra sentí el primer ruido, que no me asombró: era la silla quejándose de que el hombre se había levantado urgido y descuidado. Después, apurado y con torpe esfuerzo, abrió la puerta que lleva al balcón, reducto habitual de los fumadores. El hombre, con la somnolencia de quien no durmió en la noche, ya no podía disimular sus nervios: seguramente necesitaba un cigarrillo o ventilar el alcohol ingerido.
Sin embargo, me alarmé cuando se redujo la claridad del ventanal. Lo vi parándose en la baranda del balcón y tambaleando hasta afirmarse. Primero le escupí una dura mirada de reproche; luego, corrí hacia él, pero a veces el tiempo corre más rápido que los hombres: al llegar a la puerta del balcón, él ya no estaba. No quise mirar. Sólo volví hacia su mesa y vi la foto. Mostraba una mujer delgada. La chica estaba en el aire y sus ropas flameaban alejándose del cuerpo. Parecía que estaba cayendo. Detrás de su rostro vivaz y sus brazos extendidos, se veía, algo borroso y apenas iluminado, el cartel fileteado de este famoso bar de La Boca, llamado Hacia la luz, tal como era algunos años atrás.
_
Etiquetas: Ficción
0 Comments:
Entrada más reciente Entrada antigua Inicio