Resonancias

Me guiaron unas manos generosas que con suavidad me recostaron. El frío desapareció de mis pies y del resto del cuerpo.

Algo comenzó a moverse, no entendí si el techo o el piso. Como si fuera una frazada de plomo la sombra de una tormenta tapó mi cuerpo.

Mis ojos veían la oscuridad apenas salpicada por estrellas incandescentes. Ráfagas de color aparecían en los costados durante cortos lapsos.

Cuando ya relajado empezaba a mirar con la mente, el ruido me interrumpió. Comenzó tímidamente con unos golpes metálicos, con la cadencia de los palillos del baterista anunciando el principio de una canción. Luego vino el estruendo. Fue como una explosión pero nunca se detuvo. Era como un taladro hiriendo la pared: golpes incesantes y de frecuencia creciente.
Veía imágenes, formas y colores bien sincronizados con el tormentoso ruido.

Hasta que se detuvo y el silencio molesto inundó todo el espacio. Hubiera preferido un desvanecimiento paulatino. Pero mientras me lamentaba, golpes y una fuerte vibración martillaron sonidos nuevos en mi mente. Se sentía de fondo un motor aumentando y reduciendo la velocidad y el contacto de engranajes en desuso, como los de un ferrocarril que vuelve a funcionar después de décadas. Enseguida se sumó el traqueteo y volvió el estruendo. Era una sinfonía que recorría el cuerpo más rápido que la sangre, con más beats que el corazón, con más potencia que la creación y generando más molestia que la fiebre y su delirio.

Yo giraba la cabeza intentando esconder mi mente de la exposición sonora y solo conseguía mezclar los colores en una paleta dinámica y perversa. Pero en la negrura del cuarto pude distinguir, en algunos momentos, una ventana. Sabía que del otro lado estaría mejor y busqué la forma de cruzarla. Probé pisando las manchas rojas pero se desvanecían a medida que las contactaba, hasta que desaparecieron todas. Caí entre estrellas hasta que me sostuve de un círculo, también rojo. Mis manos fueron perdiendo el sostén y fui a parar sobre un par de rieles verdes en los cuales me deslicé a toda velocidad. El movimiento generaba vértigo, el recorrido era sinuoso, pero la ventana siempre estaba a la misma lejana distancia. Quise alcanzar una escalera, que era del mismo color de las manchas y el círculo, pero resbalé y caí en picada. Como un silbido fui perdiéndome en el agujero negro del mundo, apagando mi presencia y sintiendo cada vez más cercano el fondo de todo, donde haría contacto, donde chocaría. En la estrepitosa caída, las estrellas eran líneas, los colores flashes y el cuerpo liviano. Cuando el grito estaba por llenar mi garganta... sucedió. El ruido se detuvo. Como un globo desinflándose. Quedó en mis oídos la sensación de ausencia, la inercia. El contraste entre movimiento interno y cuerpo estático creó una maraca de plomo, la cola de un cascabel inmóvil. Luego vino la luz, que encegueció la oscuridad pintando todo de blanco, de beige y de azul. Solo quedaron las estrellas que seguía viendo esporádicamente, como si hubiera traído parte de la noche a esa mañana.

Me entregaron un papel con una fecha y, mientras aún escuchaba el quejido de la puerta cerrándose, me ayudaron a recorrer la escalera. Me aferré a la baranda roja con fuerza desesperante. Tenía miedo de caer y que la ventana ubicada en el descanso, la de marco verde, me llevara a un lugar demasiado claro para mi gusto. El ruido del golpe de la puerta al cerrarse me obligó a girar la cabeza. Leí “magnéticas” y volví la mirada adelante guardando todos los colores que mis ojos encontraban en el recorrido mientras bajaba un nuevo escalón hacia la ventana.

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