El fuego, fuera de juego

Todos decían que la casa de Sebastián era el lugar ideal para jugar a la botella porque tenía una mesa redonda y grande en el comedor, y una cocina pequeña que servía como lugar privado para cumplir las prendas. Ya estaba acordado que las prendas serían besos, y el tiempo en "el privado" de aproximadamente cinco minutos.

El juego era fácil: por turnos hacíamos girar la botella; el apuntado por el pico tiraba un dado; y el resultado lo relacionaba con su compañero eventual.

Esa era mi primera vez en el juego, y sería, si la suerte me acompañaba, el primer beso de mi vida. Cuando la botella me apuntó y luego arrojé el dado, emocionado esperé con ganas que el resultado seleccionara a Pía. Quería que el beso inaugural fuera con ella. ¡Y así fue! Pía se levantó decidida y yo la seguí hacia la cocina.

El momento inicial, justo antes de comenzar, fue mágico y trágico a la vez. El paso siguiente era acercarse y besarse, de eso se trataba, pero... había que animarse. Yo no tenía experiencia: lo primero que hice fue estirar mi mano
—quizá influenciado por películas y escenas de la televisión; ella la tomó y entonces nos acercamos. Estábamos frente a frente, como cuando una pareja se dispone a bailar un tema lento. Llevé mi mano a su espalda y así nos acercarnos más. Con mis dedos libres acomodé el pelo por detrás de su oreja y luego dejé que recorrieran la linea donde termina el cuello y comienza la cabellera hasta quedar descansando en la nuca, sosteniendo su cabeza. Noté que cerró los ojos y eso me gustó porque sentí que confiaba en mí. Enfrenté mi rostro al suyo y, como una mariposa, mis labios se acercaban, revoloteaban las alas sobre sus pétalos rojos, y seguían viaje dejando respiración mezclada como huella. Así, mis labios rozaron sus labios rosa casi sin saborearlos. Y ella buscaba, llevando su boca hacia arriba, prolongar el momento. Yo mismo, consciente de tener frente a mí el más exquisito manjar; me cansé del juego, no resistí más; tomé los gajos de fruta con mis labios y los exprimí como naranja fresca. El jugo transparente pronto apareció y pudimos movernos sin trabas. Entonces, juntos encontramos que los labios eran más grandes de lo que se veía, que la boca tenía laberintos insospechados y que la lengua no solo era protagonista del habla. Movíamos las cabezas para acomodarnos mejor a las diferentes exploraciones y nuestras manos se movían sincronizadas también sobre nuestras espaldas y brazos.

—¡Vamos, ya pasó el tiempo, tiene que entrar la otra pareja! —gritó Seba, bajándonos de un hondazo del vuelo húmedo y sincronizado en que nos habíamos abandonado. Salimos caminando despacio, sin decirnos nada.

Me senté nuevamente a la mesa, pero Pía no quiso seguir jugando y se quedó dando vueltas por la casa.

Pasaron varias rondas más hasta que Clara, con una alegría que no supe comprender, me eligió como compañero. Después de mi primera experiencia me sentía más seguro. Aún tenía la frescura de Pía en mis labios y recordaba la imagen de sus párpados cerrados.

—¿Alguna vez besaste con los ojos cerrados? —Clara me tomó por sorpresa. No supe cuál sería la respuesta más conveniente. Me quedé mirándola y amagando con la boca palabras que nunca pronuncié. Mientras yo dudaba ella ató un pañuelo en mi cabeza reduciendo mi visión y ampliando mi mundo hacia la imaginación. Siguió hablándome, y su voz, en la oscuridad, sonaba diferente:

—Tengo que atarte las manos porque al no ver capaz me golpeas sin querer.

Yo no decía ni hacía nada. La oscuridad estiraba cada segundo al doble o al triple. Sentí su respiración en la nuca; luego sus labios acercándose por mi mejilla y no pude evitar girar mi rostro hacia allí. Dejé de sentirla. Tocó mis labios: quise abrazarla con mi boca y mordí el aire. Respiraba cerca de mi oído izquierdo, luego en mi mejilla derecha y volvió a rozar mi boca. La situación era desesperante, pero deliciosa. En mi oreja sentí una respiración agitada, en mi costado opuesto también. No sabía hacia donde buscar. Luego vino el silencio y la ausencia de sensaciones. Pero podía notar movimientos y pasos a mi alrededor.

Como un calesitero mostrando la sortija a un niño sentí el chasquido que la saliva provoca en la piel al besar, pero no era mi piel. Estaba haciéndome desear sus besos: el juego de Clara era perverso y efectivo. Mientras el sonido me recordaba el intercambio que tuve con Pía, sentí una mano en mi brazo, luego en el otro, y otra vez la respiración, y otra vez el roce de labios en mis labios, y por fin pude atrapar la presa, que se dejó devorar por mi boca, ciega de realidad pero muy vidente de deseo. Estaba descubriendo y recorriendo esos labios cuando sentí más respiración a la altura de mi cuello. Aunque quería arrancarme los pañuelos y ver qué estaba pasando
decidí quedarme quieto. La lengua se alejó y volvió más fresca a unirse como una sanguijuela a mi piel. Y se fue desplazando por mi cara hasta llegar a la oreja. Recorría esos laberintos con besos que como chispas encendían fuego en mi interior. Y echando aún más brasa al fuego, mi boca fue apresada por un par de labios que, con entusiasmo, se llevaron mis temblores. Paralizado, con mi boca abierta y la respiración agitada, sentí un nuevo par de labios hurgando exploradores en mi carne. De golpe, otra vez la ausencia, el aire frío en los labios, en la oreja, en la cara. Ese silencio negro era interrumpido por ruido a besos y saliva chirriando. Otra vez el juego. Y otra vez los labios, dos, cuatro, seis. Otra vez se alejaron. Con esa pausa levanté mis manos, aún atadas, y arrastré el pañuelo de mi cara. Allí estaban Clara y Pía con sus ojos cerrados, con sus labios activos, con sus lenguas batallando y sosteniéndose con un medio abrazo que, como una puerta abierta, me invitaba a cerrar el triángulo. Me acerqué y uní mi beso al fogón donde cada llama, sin duda, sumaba calor al inocente juego.

—¡Otra vez lo mismo! ¡Ya salgan! —oportuno, como siempre, Seba echó agua en las brasas. Ni ellas ni yo quisimos seguir jugando.


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