Cortocircuito

Ese martes, Marcela no entendía la actitud de su jefe. La saludó levantando la mano, apurado y desde lejos, cuando habitualmente, al llegar, la abrazaba y la halagaba expresando la atracción que sentía por ella. Marcela disfrutaba de esos mimos aunque no lo dejaba avanzar porque él estaba casado.

Desesperado, Abel se sentó detrás del escritorio y preguntó si hubo llamados. No despegaba la vista del teléfono.

Todo había comenzado el día anterior, cuando estaba hablando con un cliente y la comunicación se cortó. El teléfono volvió a sonar, y cuando Abel atendió, escuchó una voz dulce y juvenil que hablaba con entusiasmo:

—...mañana tengo la entrevista, parece que es un buen trabajo, ¡ojalá tenga suerte!

Abel no quiso interrumpir.

—¿Ma? ¿Me escuchás?

No pudo esconderse más. Tragó saliva, impostó la voz y habló:

—Hola... yo soy Abel, parece que nuestra línea se ligó y quiero aprovechar para felicitarte...

—¿Qué? ¿Estuvo escuchando todo? Disculpe, voy a cortar.

—¡No, no! Esperá...

El tono acalló el fugaz encuentro. Abel colgó el auricular con exagerada lentitud. El aparato volvió a sonar.

—¡Má! No sabés lo que pasó, estaba hablando con vos y de repente se ligó; un señor con voz de locutor...

—Gracias por el halago —Abel modulaba cada palabra—. Tu voz también es bonita.

—¿Otra vez? ¡Yo marqué el número de mi mamá! ¿Cómo es que atiende usted?

—Quizá es un problema de la compañía de teléfonos. Podríamos reclamar juntos, ¿no?

En lugar de respuesta, volvió el tono.

—¡Hooola! ¿Por qué siempre me cortás?

Ese lunes estuvo pendiente del teléfono durante toda la tarde, pero los llamados fueron los habituales, clientes y proveedores.

Por eso, temprano en la mañana del martes, Abel pidió a Marcela que no atendiera el teléfono, él se ocuparía.

El objetivo era conseguir una cita con la mujer detrás de la voz. Ensayó varios argumentos y casi se le escapa uno al escuchar la voz femenina ¡de su mujer! Más tarde, el llamado esperado sucedió.

—¡Hola mamá! ¡Conseguí el trabajo! No sabés qué bueno...

Abel interrumpió.

—¡Te felicito! Seguramente te irá muy bien.

Varios segundos separaron la respuesta.

—Bueno... gracias.

Al ataque, Abel continuó:

—¿Cómo te llamás?

Ella respondió «Cecilia». Tenía veinticuatro años, era contadora y ese era su primer trabajo. Abel se mostró comprensivo e interesado, le ofreció ayuda y hasta trabajo. Había preparado el terreno para la propuesta concreta.

—¿Qué te parece si nos juntamos a almorzar?

La respuesta fue el sonido del auricular ahogando la horquilla. Fue la primera vez que Marcela escuchó gritar a su jefe, aun con la puerta de su oficina cerrada.

Lleno de bronca, se propuso encontrarla: consiguió un listado de las llamadas entrantes; identificó el teléfono de la dama; marcó el número y esperó impaciente oir su voz.

«El número solicitado no corresponde a un usuario en servicio».

—¡Noooo! ¡No puede seeeeeeer!

Abel caminaba alrededor del escritorio intentando encontrar una respuesta coherente cuando lo sorprendió el teléfono.

—Hola... ¿es Abel?

Él se apoyó sobre el escritorio y con emoción adolescente, dijo «Sí».

—Fui irrespetuosa al colgarle, pero usted entenderá, no nos conocemos...

—Por supuesto, Cecilia. Sólo me gustaría que hablemos mirándonos a los ojos.

—No sé...

—Podés elegir el lugar en el que te sientas más segura.

—Ok, ¿que le parece el bar de la plaza San Martín, a las doce?

—¡Por supuesto! Ahí estaré. Tengo un traje gris.

—Yo voy con un solero floreado.

Diez minutos antes de las doce, Abel estaba sentado, buscando un vestido floreado, o un solero, o cualquier cosa que indicara que Cecilia se acercaba. Sus ojos y su cabeza se movían en zigzag siguiendo a cada mujer que pasaba por la esquina. Ninguna era Cecilia.
A la una de la tarde, muerto de frío, volvió a la oficina. Con los codos en el escritorio sostuvo su cabeza un largo rato mientras se lamentaba haber sido tan ingenuo. El teléfono sonando lo trajo de nuevo a la realidad.

—¡Muy bonito! ¡Dejar plantada a una dama!

—¿Qué? ¡Pero si estuve esperándote más de una hora!

—Yo estuve desde antes de las doce, usted no vino. Cuando comenzó a llover, me fui.

—¿Lluvia? ¿A qué plaza fuiste?

—A la plaza San Martín, en el bar que está frente a la municipalidad.

—Pero ahi ya no funciona más la municipalidad, hace años.

—¿Cómo que no? Yo hice trámites allí.

—Bueno, como sea, ¿vamos de nuevo?

—Sí, pero más tarde porque ahora está lloviendo.

—¡Acá no llueve! Pero bueno..., quedamos para las cinco entonces.

Poco antes del horario acordado, Abel fue al bar y consultó al mozo: ninguna mujer sola estuvo al mediodía por allí. Esperó, esperó y esperó y cuando los faroles de la plaza se encendieron, totalmente frustrado, volvió a la oficina con la intención de tomar su abrigo, su portafolios y volver a su casa antes de que su mujer se preocupara por la demora.

Luego de apagar las luces y mientras cerraba la puerta con llave, escuchó el teléfono. Era ella nuevamente. Quería seguir jugando con él. ¿Qué excusa pondría ahora? Esta vez sería él quien le cortaría, después de decirle unas cuántas cosas. Entró urgente y estiró el cuerpo para atender a tiempo. Comenzó a los gritos.

—¿Y ahora qué pasó?

—¿Abel? ¿Estás bien? Estaba preocupada porque no llegabas —su mujer, sorprendida, intentaba tranquilizarlo.

—Ahhh... que bueno oírte, amor. Tuve un día terrible, ya voy para casa...

Ya en su hogar, Abel, abatido y silencioso, cenaba con la mirada perdida en algún lugar del tiempo, de las comunicaciones, de la confianza, del engaño. Su mujer le habló:

—¿Sabés? Hoy vi algo raro al mediodía, cuando iba al banco y crucé plaza San Martín.

Abel levantó la mirada y le consultó, mientras sus manos comenzaban a transpirar, qué había visto.

—¿Te acordás el edificio donde antes estaba la municipalidad? Bueno, lo abrieron nuevamente, ahí se realizan los trámites ahora. Y como nosotros necesitamos tramitar el...

Abel dejó de escuchar. Por un momento dudó sobre si estaba con su mujer o con Cecilia, si estaba hablando con Marcela o si su vida era solo una confusión de los cables del destino.

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