Las miradas

Hay una niña en Belliston que tiene un par de ojos enormes color violeta. Están tan lejos el uno del otro que la niña capta las cosas en sus dimensiones opuestas. Estaba mirando el sol en el amanecer y en el crepúsculo cuando escuchó los gritos. Oír gritos le molestaba mucho. Prefería mirar ya que sus ojos alejados le permiten ver el antes y el después de la escena, los diferentes cuadros de la historieta, y así comprendía todo. Pero los sonidos, sin embargo, traían consigo presente, solo el ruido cercano en espacio y en tiempo; y la obligaban a buscar.

Por suerte le funcionaba esa percepción que nos lleva a mirar hacia el lugar desde donde proviene un sonido. Ella lo sintió claramente: venía desde el amanecer.

Vio a sus vecinos de enfrente, en la puerta de la casa. Augusto estaba en el auto y Ana María, del lado de afuera, tenia los brazos apoyados en la ventanilla y, con una sonrisa pícara le recordaba lo especial del día y mencionó la palabra aniversario. Él asintió moviendo la cabeza como un caballo al galope y le aseguró que le encantaría el regalo que tenía preparado. El auto arrancó y ella gritó "Te amooooo..." y Augusto respondió obligado, con la voz escondiéndose tras el ruido del motor, "Yo tambien, a la tarde festejaaaa...".

La niña giró la cabeza hacia delante y escuchó otros gritos, del lado de la noche. Ana María tenía en sus manos una caja grande envuelta en papel de regalo. La dejó a un costado y siguió gritando al mismo tiempo que movía los brazos como dando vítores, avivando a las palabras a que viajaran más rápido, o más fuerte. Augusto se justificaba, le decía algo como que era necesario, que él sabía que a ella le gustaba, pero los gritos no cesaban. Como la situación era desagradable la niña viró la cabeza hacia el amanecer, girándola un poco más que antes.

Ya no había gritos, solo el sonido de la ducha en la casa vecina y Ana Maria en sus labores cotidianas, levantando el desayuno y preparando todo mientras Augusto se alistaba en el baño.

Pero en el ocaso Ana María mantenía los ojos cerrados y la boca abierta en una sonrisa que había durado todo el día y que se fue apagando, como el sol, cuando al quitar el papel de regalo encontró la imagen de la multi-procesadora. El rostro perdió luz y en lugar de estrellas hubo tormenta: las cejas rectas y casi unidas empujadas por las sienes, los labios hinchados sobresaliendo del rostro, los ojos grandes y poco visibles, como lunas detrás de las nubes. Antes de escuchar los gritos, la pequeña giró rápidamente la cabeza.

De nuevo en el nacimiento de la mañana, la niña vio salir desde el horizonte del rostro de Ana María una sonrisa espléndida. Se fue encendiendo poco a poco con sorpresa, entusiasmo y emoción. Esa luz iluminó unos ojos que dibujaban, apuntando hacia arriba, lo que deseaban para dentro de algunas horas. Luego, la mirada bajó para observar otra vez el objeto en su mano derecha, el que había encontrado al guardar la agenda de su marido entre sus pertenencias. Era una gargantilla muy brillante, dentro de un cofre transparente. Tenía una medalla con iniciales grabadas que no pudo leer porque Augusto la llamó y ella guardó todo nuevamente en el maletín.

Del otro lado de su cabeza, la niña pudo ver a Augusto llegando en el auto y hablando por teléfono al mismo tiempo. Sonreía y gesticulaba. Guardó el teléfono y salió del auto con la caja. Ana María estaba esperándolo con un vestido que dejaba su cuello al descubierto.

La niña decidió cerrar los ojos y presionar con las manos sus orejas. Pudo escuchar el mar, la marea estaba subiendo, como siempre al atardecer, y el océano no pudo esconder más su engaño detrás de olas espumosas en risueña y paulatina retirada. Supo que a la noche se ve, en blanco y negro, lo que el día disfraza con múltiples colores. No abrió los ojos hasta el amanecer del día siguiente, justo cuando la noche iluminó todo nuevamente.

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