A la caza de la casa

—¡Riiing! ¡Riiiiiiing!

Conocía ese timbre más que a su propia voz. Veinticinco años viviendo en el mismo barrio de Buenos Aires, en esa casa que supo albergar su repostería, y que ahora era soledad y tristeza. Desde que Oscar falleciera, hacía ya dos años, Celeste quedó atrapada en una oscura depresión que la llevó a recluirse y dejar de lado sus sueños. Ella quería desarrollar sus actividades gastronómicas pero Oscar lo impedía porque veía la repostería como un pasatiempo y no como un negocio. Cuando él se fue, en lugar de obtener libertad, Celeste cerró la repostería.

Gracias a la terapia, estaba saliendo de la depresión. Sólo quedaba pendiente recuperar y materializar su sueño del bar boutique, un lugar donde servir sus exquisiteces a un público selecto.

Los perros ladraban a lo lejos y el timbre volvía a gritar la urgencia del llamado.

—¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!

—¡Ya va! ¡Ya va!

Celeste quitó la traba, dio vuelta la llave y empujó la puerta hacia dentro de la casa. Cuando lo vio, sus ojos se desorbitaron. La imagen venía del pasado, pero lo tenía frente suyo, como tantas veces. Sin soltar el picaporte dio un paso atrás y las piernas dejaron de responderle. Todo se hizo gris, un zumbido tapó sus oídos y terminó en el suelo, desmayada. Oscar, que seguía siendo gordo, pesado y torpe, la ayudó a incorporarse y la llevó al sofá.

—¡¿Cómo puede ser?! ¿Vos? —ella no entendía si estaba delirando, soñando, o si Oscar realmente había revivido.

—Entiendo Cely, que te sorprenda verme. Pasaron casi dos años —Oscar hablaba con parsimonia y seguridad, sin dejar de mirarla a los ojos.

—¿Qué pasó? ¿Dónde estuviste? —levantó los ojos y recordó los días grises, la sensación de que nada más importa, el dinero abundante e inútil en soledad, la dolorosa falta de compañía; todo volvía a la mente de Celeste—. ¡Yo estuve tan mal...!

—Cely, yo te di mi palabra; nadie nos quitaría nuestro nidito de amor, ¡éste es nuestro hogar! —dijo Oscar, mientras movía las manos, enérgico.

—¡No me mientas! —como un balde de agua fría el entendimiento cayó sobre Celeste—. ¡Fingiste todo! Y yo acá... ¡llorando por vos!

—Lo importante es que ahora estamos juntos, que salvamos la hipoteca y tenemos el dinero del seguro.

—¡Sos una basura! –gritó enfurecida. Hacía minutos estaba asombrada, quizá hasta contenta de verlo nuevamente, y ahora que veía sus reales intereses, Oscar estaba muriendo por segunda vez, frente a sus ojos.

—¡Por favor Celeste! Estuve fuera del país dos años, lejos tuyo; ¡yo también sufrí! —ella se puso de pie y caminó sin despegarle la mirada mientras él continuaba—. Ahora tenemos que aprovechar el tiempo. Mudémonos a Panamá: con la venta de la casa y la plata del seguro ¡estaremos muy bien!

—¡Ya veo que lo único que te interesa es la plata!

—No, quiero que estemos juntos.

Celeste se inclinó hacia él y con las manos en la cintura le gritaba, le reclamaba:

—¡Quedáte acá entonces! ¿No decías que esta casa es nuestro nidito de amor?

—Acá estoy muerto Cely. En Panamá tengo una identidad, podemos empezar de nuevo.

—No en la clandestinidad. Blanqueá tu situación y luego nos sentamos a charlar. Si no haces vos la denuncia, la hago yo.

—Eso no te conviene Celeste. Fuiste la única beneficiaria de mi muerte.

—¡No pienso ser parte de este chantaje! ¡Andáte ya mismo! Viví todo este tiempo sin vos, ¡puedo seguir así!

—¿Estás con alguien no? ¿Es por eso?

—¡Andáte ya!

—Me voy, pero vas a tener noticias mías. Esta casa aún me pertenece y el seguro también. ¡Voy a recuperar todo!

A pesar de la advertencia, Celeste fue a la comisaría a realizar la denuncia. Con una sonrisa contenida, el oficial se desentendió del tema:

—¿Su marido? ¿Pero si murió hace dos años? Quizá le convenga ver a un psicólogo, en estos casos...

Sin dejarlo terminar, Celeste salió y fue a la compañía de seguros, donde sí la escucharon. Preguntaron todos los detalles de la extraña visita, otros de cuando vivían juntos y algunos del período en que Oscar no estuvo. Iniciaron una investigación. La compañía fue querellante y Celeste declaró como testigo el mismo día en que viajaba.
Varios meses después, radicada en su nueva casa, se enteró que finalmente Oscar fue apresado y juzgado por fraude y falsificación de documentos. Y que ese día vencía el plazo para pagar fianza y evitar la prisión.

La nueva casa estaba llena de luz y de vida. Quedaba en Palmas de Mallorca y desde allí se veía el mar. Fue costosa, pero con la venta de la vieja casa y el dinero del seguro no solo resultó sencillo encontrar un buen lugar para vivir, sino que pudo disponer todo lo necesario para la próxima inauguración de su ansiada boutique de delicias dulces.

De pocas palabras

¡Qué situación difícil! La vida parecía ensañarse con él. Cada tanto lo ponía a prueba, exigiéndole más de lo que él podía dar. Encima, ese día el ambiente no ayudaba, ya que el lugar estaba lleno de gente.

A través de las ventanas aún se veía el sol. Y mientras se iba apagando, la gente, apurada, volvía a su casa. Todo pasaba como una película por sus ojos. Por esos ojos que eran pequeños y le impedían ver el cuadro completo de la realidad.

Él estaba sentado, ocultando su gran altura. Tenía los codos sobre la mesa y pitaba insistentemente un cigarrillo. Su piel oscura se hacía negra y brillante por el sudor. Quizá más brillante que la mesa. Las manos frotando sus nervios entre sí anticipaban el momento. “Todo llega” era lo que siempre decía. Y fue en ese instante cuando la vio. La siguió con la mirada, la observó, la analizó. La encontró más alta que de costumbre: notó que llevaba tacos. Su melena, llena de rulos, se escondía en un ramillete, pero dos o tres mechones se escapaban. Los rizos se paseaban sobre la piel de trigo como la cola de un perro alegre. Ella se movía de un lugar a otro sin notar su presencia. Él no hacía más que pensar como llamarla. ¿Usaría su voz? ¿Algún gesto? ¿Otra persona?

Su voz no. Siempre que estaba nervioso sus labios temblaban, como tiritando de frío. Y su garganta no podía armar palabras sin repetir sus partes, sin tartamudear un poco, como dándose tiempo para preparar las próximas sílabas. Usar la voz no era la mejor forma de llamarla.

¿Gestos?, tampoco. No era fácil dominar su cuerpo. Ya había resignado esa tarea. Como si se tratara del cuerpo de otra persona o de un animal. Un animal salvaje que no entiende de razones, sólo de sensaciones. Sus piernas titilaban; las manos con piel mojada agarraban y soltaban cosas, tocaban su pelo y su cara rápidamente. Las piernas, de a ratos estaban cruzadas, de a ratos golpeando impacientes el piso con los pies. Los ojos se movían a gran velocidad recorriendo todo y todos. Los gestos y la expresión corporal no eran su mejor aliado para tan importante empresa.

Otra persona: ¡menos aún! Si algo tenía en claro era que no contaría a otra persona lo que estaba pasando. Nadie lo entendería. Esa atracción enorme que lo llevaba a verla muy seguido, ese ahorro de palabras evitando el error, la sensación agradable de la contemplación y el abismo que significa cambiar ese estado de cosas. Tenía que actuar él. No por elección, sino por descarte. Y eso le generaba escalofríos. ¡Cuánto deseaba estar en la primaria, donde un compañero o compañera se encargaría de transmitir el gusto de una persona por otra! Pero, en ese momento, cada quien debía atender su juego. Tenía que sacar pecho, encontrar fuerzas y decir lo que había que decir.

El tiempo corría veloz sólo en el reloj, pero para él cada minuto era eterno. En instantes, toda una era se desarrollaba, tenía guerras, crecía y se recuperaba. Y él, mientras tanto, sentado, con la mirada indecisa, con el corazón como una ametralladora, con el cuerpo como un volcán y con un aire de pánico, pensaba en cual sería el momento más adecuado. Planificaba cada movimiento y lo vivía de antemano. Y el tiempo seguía avanzando.

El sonido de una gota de transpiración, que cansada de recorrer su cara se estrelló en la mesa, lo sobresaltó. Con sus ojos chiquitos observó el sudor desparramado y luego fue levantando la vista. Y ¡qué sorpresa! Ella estaba allí. Frente a él pero sin mirarlo directamente. Hacía otras cosas mientras parecía esperar que él le hablara. Era un cambio en los planes. No era así como lo tenía pensado. Tenía que hablar ahora. Un viento helado le cambió la temperatura al sudor. Un sismo recorrió el cuerpo desde el centro a las extremidades. Respiró profundamente, guardó aire como un atleta y repasó las palabras. Vinieron a su mente diccionarios, novelas, películas, relatos de sus amigos. Pero había que elegir rápidamente. Entonces, como pudo, titubeando, dijo:

—Ho, hola.

Ella, casi sin pausa, respondió:

—¿Se va a servir algo señor?

Aún sentado, con la mirada en el rostro de la mujer pero con su cara inmóvil, expresó la frase cotidiana.

—Lo, lo de siem. Lo de siempre.

Como una deseada lluvia después de una sequía, un manto de tranquilidad cubrió su cuerpo y el charco de transpiración que lo rodeaba. El sonido de huesos chocando se fue apagando. Sus movimientos corporales se serenaban. La camarera se fue. El miedo también. El hombre quedó sentado, con la espalda apoyada por completo en la silla, con su cabeza puesta en el respaldo, casi cayendo hacia atrás y con los brazos colgando. En esa posición de relax, con el cansancio que provoca el éxtasis, pensó: “La próxima vez, apenas se acerque, le pregunto como se llama”.


Un tsunami llamado Adrián

Era un poco más alto que yo; llevaba el pelo hacia atrás, atado y con una colita, como Steven Seagal. Caminaba con seguridad, con la frente en alto y sus pectorales a punto de hacerle explotar la camisa.

Mientras se acercaba no dejó de mirarme en ningún momento. Se paró frente a mí. No era su mirada. No eran sus ojos. No era su físico en general, sino su boca en particular lo que me atraía. Me hipnotizaba. Los labios eran como dos pinceladas de acuarela sobre el lienzo de su cara y dibujaban dos cuerpos levemente apoyados entre sí. Conté los dobleces del labio superior, hurgué con la mirada la zona donde el rojo carmesí se hacía morado, en la entrada de la voz, antes de la blancura de sus dientes.

Se dio cuenta de que miraba sus labios y me regaló una sonrisa. Los dientes se mostraban como credenciales de alegría, como pasaporte a la intimidad, al juego de la química, el que diluye azúcar al calor de cuatro labios.

No recuerdo cómo nos acercamos. Yo aún podía observar sus labios, y los veía venir hacia mi. Sentía su aliento cálido. Vi el rostro retraerse para iniciar una nueva búsqueda. Mis labios se predisponían, eran brazos abiertos a la fraternidad, absorbían su aire y lo devolvían como silenciosos gritos de deseo.

En esa búsqueda, en ese juego, por primera vez los labios se rozaron. Fue una descarga eléctrica, que nacía en la boca y viajaba a los pies, rebotaba y como una pelota iba perdiendo altura. El segundo contacto fue igual de efímero, con los cuatro labios empujándose en una pelea de sumo.

Dentro mío corrían cientos de hormigas que gobernaban mis actos. Giré mi cabeza hacia un costado y encontré, como un pié a su zapato, la horma justa para mi rostro. Abracé con fuerza su labio superior. Mi boca no lo soltaba. Saboreé la dulzura de su piel. Perdí mis células en las aberturas. Recorrí la comisura como si se tratara de la orilla del mar, acostumbrándome antes de zambullirme por completo. Sentí la humedad en mi voz, en mi suspiro, en mi cuerpo. Sentí el movimiento mutuo, no acordado, pero buscado. Conocí otras costas del mismo mar. Recorrí los muelles, me salpiqué con la bruma. Sentí los habitantes del mar recorriendo mi boca. La marea subía. Los océanos se mezclaban. Encontré una hilera de perlas y más allá seguí buceando. De la orilla al Atlantis, de la playa a la islas, la búsqueda era intensa, y ciega, se guiaba solo con sensaciones, gusto, intuición. Respiré el aire de sus pulmones y a cambio le dí latidos del corazón, que en ese momento me sobraban.

Atándonos con dos moños de regalo, mis manos se unieron en su espalda y las suyas tras mi cabeza. Con nuestros cuerpos anclados pudimos usar los labios para emitir sonidos. Yo no dejaba de observar su boca, que aún húmeda, brillaba con cada movimiento. Entendí claramente que me dijo su nombre. Las palabras se emitían crudas, llenas del viento del mar al atardecer, y en un susurro dijeron, “Me llamo Adrián”. Mis ojos brillaron y casi explotaron de la alegría. Luego nos perdimos en un tsunami que cubrió los continentes de temblores y derritió todo el azúcar del mundo. Mientras, como pude, en los escasos momentos en que la batalla del deseo liberaba nuestros labios, dejé el aliento de mi respuesta cerca de su garganta: “Por eso somos especiales. Tenemos el mismo nombre”.

_

Mariela dejó sus lentes de sol sobre la mesa, junto al celular. Claudia la miraba atenta y sonreía.

—Yo quiero un jugo de naranja y un tostado —miró fijo a Claudia y continuó—, y para ella lo mismo.

Trabajaban juntas hacía seis meses, pero recién en la noche anterior tuvieron oportunidad de conocerse íntimamente. Mariela vivía sola y la invitó a ver unas películas; y como Claudia no quería volver a su casa aceptó.

Claudia, en ese momento, en el bar, se sentía rara. Aún tenía en su cuerpo las huellas de los caminos que su compañera le hizo recorrer en busca del placer. Eran sensaciones nuevas para ella.

Luego de respetar su silencio durante la noche, Mariela preguntó:

—Clau, ¿por qué no querías volver a tu casa ayer?

Claudia tomó aire, la miró a los ojos sólo un segundo, y luego de suspirar, en voz baja le contó:

—Desde hace dos años, cuando vine de Mendoza, estoy viviendo en la casa de mis tíos. Ellos son jóvenes, apenas ocho años mayores que yo, por eso siempre nos llevamos muy bien. Por cuestión de horarios comparto más tiempo con él que con ella. Abel llega un poco antes que yo, y ella, como es médica, recién a la noche.

—¿Te estás comiendo a tu tío? —los ojos le brillaban y sonreía con lascivia.

—¡Mariela! No me digas así. No es tan divertido como parece. Empezamos de casualidad, conversando sobre cuando éramos chicos; me contó que yo le gustaba. Luego vimos una película que trataba sobre una relación prohibida, y nuestro tema salió. Charlamos mucho, decidimos no hacer nada, pero a la vez no parábamos de mirarnos y no pudimos resistirnos.

—Entiendo, ¿y tu tía qué onda?

—Nunca sospechó, aunque últimamente no deja de observarme o de buscar cruces de miradas. La situación es muy incómoda. Abel insiste en que ellos nunca hablaron sobre el asunto.

—¿Por eso no querías volver?

—Y porque mi tía tiene vacaciones esta semana. Están como en una luna de miel, y a mi no me gusta verlos así.

—O sea que él no planea dejar a su esposa —la miró fijamente y Claudia giró la cabeza en lo que fue una negación y un lamento—. Te está usando, ¡es un hijo de puta!

—Me prometió que más adelante la va a dejar.

El mozo interrumpió la charla para entregar el pedido. Siguió un cruce de opiniones banales, del tiempo, del lugar y cosas así, hasta que Claudia se quedó con la vista inmóvil y entre dientes dijo:

—Es ella, mi tía, viene para acá.

—¿Qué hace acá? —y Mariela giró el rostro para encontrar una cara conocida: Silvia. Tragó rápidamente y mientras abría los ojos como globos, fue recordando. Habían estado juntas en la adolescencia, ¡si se habrán rateado del colegio de monjas para divertirse! Vivieron su primera experiencia homosexual juntas. Luego tuvieron una discusión y no se hablaron más. Silvia, con una sonrisa enorme y mucho entusiasmo, llegó a la mesa.

—¡Hola Claudia! ¡Hola Mariela! ¿Como estás? ¡Tanto tiempo!

—Bien, bien, pasaron como diez años, ¿no?

—Sí. No sabés —y dirigiéndose a Claudia—, Mariela y yo hicimos la secundaria juntas, éramos muy amigas.

Silvia miró otra vez a cada una, y como un perro que huele carne a lo lejos, se animó, no a insinuar, sino a asegurar lo que había pasado:

—Ya veo Claudia, por qué no viniste a dormir anoche. Mariela, ¡siempre igual vos eh!

Claudia se puso colorada y clavó su vista en el hielo del jugo, que se estaba haciendo agua. Luego de unos segundos tensos, interminables, levantó la vista para encontrar una nueva sorpresa. Hacia la mesa se acercaba Abel.

—¡Hola Claudia! —y besó su mejilla—. ¡Hola Mariela!

—Hola Abel —respondió tímidamente Mariela, y sin querer buscó el rostro de las otras dos mujeres.

Silvia, mientras fruncía el seño y hacía desaparecer su sonrisa, escupió, instantáneamente, una flecha de duda, llena de celos venenosos:

—¿De dónde se conocen ustedes?

—Hicimos la secundaria juntos —se excusó demasiado rápido Abel, ignorando que su mentira, más que un salvavidas era un ancla.

El clima estaba feo, todos habían respirado el mismo aire y ahora eran un grupo de imanes y metales, que se atraían y rechazaban mutuamente. El silencio era, en ese momento, la peor de las opciones. Abel miró a Silvia a los ojos y apostó por dejar caer algunas palabras felices.

—Amor, ¿ya les contaste?

—No mi vida, contáles vos.

—Recién venimos del médico. ¡Vamos a tener un bebé!

Silvia miró a Mariela. Mariela miró a Claudia. Claudia no miró nada: quería desaparecer, estar en otro lado donde pudiera gritar o llorar y no morderse los labios escondiendo la cara, como hacía en ese momento. Abel sentía que la soga que lo ataba a Claudia en la actualidad, y que alguna vez lo enlazó a Mariela, se rompería pronto si seguían con ese juego de silencios, y preguntó, buscando una aceptación como cierre de la conversación:

—¿No es buenísimo?

Nadie respondió. Silvia tomó del brazo a Abel, y arrastrándolo propuso:

—Amor, sentémonos con ellos y les contamos bien nuestros planes para el bebé, ¿si?

Silvia relató con detalle planes reales e inventados, para cachetear con ellos a Mariela, sin saber que en realidad estaba inflamando de dolor las mejillas de Claudia, quién, abstraída, observaba sin acotar nada. Abel solo miraba los labios de Silvia, y asentía todo. Menos Silvia, todos rogaban por un llamado en el celular que corte el calor que dos jarras llenas de hielo no podían controlar. Cuando el silencio volvió a dominar el ambiente, Abel intentó levantarse, pero Silvia quería seguir conversando.

—Abel, ¿por qué no nos contás alguna anécdota del secundario con Mariela?

—Yo también quiero saber lo mismo —habló por primera vez Claudia, ante la extraña sonrisa de Silvia. Y, como ella siempre quiere ser la última en agregar algo, Silvia apuntó:

—¡Ah! ¡Si! Claudia y Mariela tienen algo —intencionalmente dejó pasar unos segundos—. Tienen algo que contarnos.

Pura

Mientras intentaba olvidar a Pura, mi gran amor, trabajaba de mozo en un restaurante. En esa época conocí a Ludmila en un boliche; pasamos la noche juntos y me olvidé de ella al día siguiente. Sin embargo Ludmila comenzó a reclamarme una relación formal. Me visitaba en el restaurante, me llamaba a casa. Nos volvimos a ver y pensaba decirle que no debíamos seguir, pero su entusiasmo, su rostro inocente, su cariño y su gran compañerismo me lo impidieron. Continuamos así durante un mes hasta que me invitó a su casa. En realidad se trataba de una enorme mansión. Era domingo a la mañana y me encontré con la sorpresa: la familia estaba organizando un almuerzo ¡para recibir al novio de Ludmila! Quería escapar de allí; me sentía engañado por “mi novia”, que me miraba con picardía, esperando que su sorpresa me llenara de alegría.

Encontré en su padre a una persona encantadora, conversador y divertido; nos llevamos bien desde el primer apretón de manos.

Mientras volvía a mi casa sentí una enorme confusión. Yo no quería ser el novio de Ludmila, pero había pasado un buen día con su familia. Aunque, sabiendo que ella era una chica rica, y yo sólo un mozo, seguramente no llegaríamos a buen puerto juntos. Además yo no lograba olvidar a Pura, quién me había dejado hacía ya tres meses.

Pero Ludmila me sorprendió nuevamente.

—Mi papá quedó encantado con vos. Me dijo que eras buena persona, entretenido y responsable. Pero...

—¿Pero qué? —consulté apurado, un poco preocupado por la objeción.

—…dijo que deberías tener un mejor trabajo —y si, lo suponía, el novio de la nena debe ser profesional o empresario—, así que está dispuesto a nombrarte gerente de una de las sucursales de su empresa.

—¿Qué? ¡Pero yo no podría...!

Finalmente acepté: enseguida estuve a cargo de la sucursal más rentable y claro, me comprometí con Ludmila. Comencé a disfrutar de tiempo libre y dinero, además de recibir, obligado pero gustoso, un nuevo proyecto de vida. Por eso me preocupé mucho cuando, en una entrevista con inversores extranjeros, encontré que la intérprete era Pura. Estaba más bonita que nunca, y mantuvimos un diálogo entre líneas. Cada vez que yo decía algo a los coreanos agregaba un mensaje para ella, y luego con la respuesta de los orientales, y de sus labios, obtenía contestación. Terminamos el juego junto con la reunión, pero quedamos en vernos horas más tarde.

Pura y yo teníamos una química increíble. Esa atracción que se lleva en la sangre, se siente en la piel y que explota al primer contacto. Luego de actualizarnos sobre nuestras nuevas vidas, y reírnos de los vaivenes del destino, inundamos de pasión la habitación de su casa y de gritos el edificio, según se quejó luego su vecina, una adorable viejita. Pura y yo seguimos viéndonos dos y hasta tres veces por semana.

Con Ludmila continuábamos divirtiéndonos cuando la pasábamos con su familia, aunque a solas no hacía más que presionarme con el casamiento y la cantidad de hijos que tendríamos. Sin embargo la relación era estable y en realidad así debía ser, ya que de otra manera perdería el empleo y el excelente nivel de vida que llevaba.

La naturaleza de mis actividades me permitía esconder con facilidad en la agenda laboral los encuentros con Pura. Además, ella no me llamaba al celular, así que no tenía problemas. Pero luego del quinto mes las cosas se complicaron. Pura me exigía más tiempo y con la excusa de un viaje de negocios pasamos un fin de semana juntos y me dio la noticia: estaba embarazada. Ni siquiera pude sugerir la posibilidad de un aborto. Al contrario, le prometí que hablaría con Ludmila, renunciaría al trabajo y nos iríamos juntos a otra ciudad. Pero ni yo me lo creí.

El tiempo, como un aguijón clavado en la piel, iba inflamando la situación. El veneno estaba sembrado y el fruto venía en camino. Reduje la frecuencia de mis encuentros con Pura, y entonces su cordialidad se terminó. Comenzó a llamarme al celular a cualquier hora y a amenazarme diciendo que contaría ella misma a Ludmila y su familia lo que había pasado. Las excusas de mucho trabajo, viajes y problemas de salud solo lograban estirar una soga que, tarde o temprano, se rompería.

Me enteré de la triste noticia, ¡por suerte!, de boca de Ludmila, que leía el diario mientras desayunábamos: durante la noche anterior hubo un robo y asesinato de dos personas. "Qué insegura está la ciudad" coincidimos con mi mujer, y nos sugerimos tener cuidado.

Fue al día siguiente que me visitó la policía. Me contaron que el delincuente entró a la casa de una mujer mayor, robó varios objetos de valor, luego la mató, y también mató a su joven vecina, cuando ella llegaba a su casa. Fingí no entender en qué se relacionaba conmigo ese hecho terrible mientras movía las manos inquieto, transpirando igual que en aquella noche. Y la respuesta del oficial cayó como un balde de agua: Pura llevaba un diario íntimo y allí dejó registrada nuestra relación, su embarazo, sus presiones y mis negativas. Había un móvil y había un sospechoso, dijeron los oficiales, pero no había pistas. Prometieron guardar silencio sobre la delicada situación de desliz romántico dado mi próximo casamiento, excepto que aparezcan pistas me impliquen más en la causa.

Luego llegó el casamiento. Fue una fiesta fabulosa. Y fue allí donde, junto al comisario, que vino sin ser invitado, definimos las características de mi colaboración filantrópica a la comunidad: el instituto Policías Unidos de la República Argentina, “P.U.R.A.”, institución a la que aportaría capital todos los meses y que se dedicaría a perfeccionar los métodos de investigación de crímenes y capacitar a la fuerza policial.

Más tranquilo, un año después, con enorme felicidad, tuve mi primer hijo con Ludmila.

A una cuadra de rob-arte

Después que Juan tomara una pastilla de reynol y Marcos terminara de un sólo trago la petaca de whisky, tuvieron la valentía suficiente para su primer atraco. El Pelado les vendió el dato de un banco interno, ubicado dentro del edificio de una empresa, con poca gente y que no se veía desde la calle. Tenían que ir al otro barrio, el de tango, y entrar en el 850 de la calle Castro Barros.

Llegaron al lugar caminando. En la recepción no había nadie, sólo una gran puerta de blindex oscuro invitándolos a entrar.

—Se hace la hora, empecemos de una vez —apuró Juan, el más experimentado, al ver que Marcos vacilaba.

Tomaron las pistolas del bolsillo de sus sacos y empujaron la puerta. Permanecieron quietos, extrañados. Maldijeron al Pelado en silencio mientras descubrían que todo era oscuridad y que azarosamente se iluminaban partes de las paredes y el techo.

—¡Ésto no es un banco! —exclamó asombrado y un poco temeroso el pequeño.

Antes que Juan respondiera a la obviedad de su cómplice, se escuchó un chillido agudo, insoportable y ensordecedor, que los hizo correr en direcciones opuestas, perdiéndose en la enorme sala y sus pasillos. Finalmente se encontraron en un codo del laberinto, ambos listos para disparar.

El chillido no se había apagado y se comenzaba a oír ruidos de golpes metálicos y sonidos de cadenas arrastrándose. Así fue que vieron varios cuerpos desplazándose o siendo arrastrados por sogas de acero. Los cuerpos estaban formados por frutas en descomposición, y el hedor les llegaba. Por las dudas se fueron a una sala contigua, y presenciaron otro espectáculo: un hombre disparaba hacia un reloj, que al recibir el impacto se derretía como un helado mientras uno nuevo aparecía en su lugar. La escena se repetía cíclicamente.

—¿Y si disparamos nosotros? —propuso Marcos, con humor desubicado, y no obtuvo respuesta.

Se fueron por otro pasillo. Y así, iban y venían de una sala a otra, buscando la salida a esa locura y echándose en cara mutuamente el efecto que las pastillas y el alcohol les estaba provocando.

Ningún sonido se apagaba. Aún oían, al mismo tiempo e igual de fuerte y nítido que al descubrirlos, las cadenas, los golpes, los disparos y de fondo el molesto chillido. Era desesperante.

Finalmente encontraron en una pared las líneas de luz que dibujaban el rectángulo de la salida. Casi corriendo llegaron a la calle. La claridad quemaba sus ojos, la confusión aún resonaba en su cabezas, el trafico era apenas un murmullo y así ambos miraron el frente del edificio y repararon en un cartel revelador: "Viví la experiencia de los sueños. Del ominoso surrealismo al moderno Pop Art" y abajo, en letras chicas, "Castro 850".

Juan se quedó mirando el texto embelesado, pero era un simple cartel. Luego, con bronca, gritó, ¿A quién carajo se le ocurre ubicar dos calles casi con el mismo nombre, en el mismo barrio, paralelas y a una cuadra de distancia?

A la cabeza

Realmente no le deseo a nadie estar en un lugar así. Por eso cuando traen a alguien más se mezcla la sensación de tristeza y dolor solidario, con un soplo de alegría al recibir un poco de efímera compañía. Me llamó la atención que el nuevo huésped haya llegado a la mañana ya que habitualmente los traen de noche. Dos soldados lo acompañaron a esta celda multitudinaria. El hombre se acercó a mí, supongo, por encontrar similitud en nuestra edad: ambos pasábamos los cincuenta.

Lo ayudé a acomodarse y consulté, en voz baja, lo mismo que pregunto a todos cuando llegan: ¿Por qué te trajeron acá?

—No lo sé —me dijo, también en voz baja—. Yo era apenas un quinielero. Me sentaba todos los días en la misma mesa y esperaba que vengan a apostar por los números a la cabeza, o que llenaran una boletita con cinco números para buscar suerte entre los veinte de la lotería. Nunca imaginé que mi vida cambiaría así a partir de esa noche.

Tenía en su cara el miedo de lo desconocido. Seguramente aún no vivió nada de aquello a lo que nosotros estamos acostumbrados, porque su mirada carecía de dolor. Que los milicos solo lo hayan acompañado, sin ningún signo de violencia, hablaba de un preso por error o por algún delito común, pero no político. Levantando mi ceja lo incentivé a que siga contando.


—Era una noche como todas, antes de navidad. Ya había entregado los números al quinielero y volví al bar de Callao y Lavalle, donde paraba siempre, para cenar y esperar que la radio cante la suerte. Ya estaba cerrado, pero el Gaita me atendía igual, de años que yo era su cliente. Me entretuve viendo pasar los colectivos, no era más que eso lo que ofrecía la avenida. Luego me llamó la atención una camioneta, circulando marcha atrás desde Tucumán y que se detuvo casi llegando a Lavalle, frente a mi ventana y mi mesa, al otro lado de la avenida. Además del chofer había cuatro personas que se bajaron rápidamente. Uno se quedó en la esquina, mirando hacia las cuatro direcciones. Los otros blanquearon la pared muy rápido, con un rodillo, desprolijos, tomando pintura o algo así de un tacho enorme. De esos, uno se separó y con un pincel fue dibujando bordes huecos de letras. El motor de la camioneta seguía encendido. No pude entender lo que escribían porque ya era de noche y ese paredón del colegio tiene poca luz. Después de unos minutos empezaron a llenar de pintura los moldes de letras. "¿QUE PASO CON" llegué a leer. Luego me di cuenta cuando pintaron de rojo la clásica hoz y el martillo que eran terroristas, subversivos, escondidos ahí en la oscuridad, parapetados y listos para escapar.

Noté cierto gesto de desagrado en su rostro al mencionar algunas palabras. Parece que sentía más simpatía por las botas que por los martillos, por el verde que por el rojo. Respiró pausado, se acomodó mejor, y continuó.

—Seguían pintando todo de rojo y me sentí cómplice. Al día siguiente, sabiendo que siempre estoy aquí a la noche, me llenarían de preguntas. Así que, aunque el Gaita me dijo que no me metiera, salí del boliche y enfilé derechito por Lavalle a contar lo que pasaba y me quité un peso de encima. Volví y cuando entraba al bar el de la esquina me miró. Me miró con curiosidad y desconfianza. Ya cuando me senté a la mesa estaban subiendo a la camioneta y justo el Falcon doblaba en la esquina. Se escuchó el ruido de los motores pisteando y unos disparos lejanos, tapados por el colectivo 60, que seguía pasando como si nada.

—¿Y qué pasó con la pintada al final? —en realidad quería saber de los compañeros de la camioneta, pero me parece que no estaba indagando a la persona adecuada.

—No terminaron de pintar la última frase. Me quedé mirando pero se me venía la cara del esquinero, el que hacía de campana. Hasta que me acordé: era el hijo mayor de Don Miguel, el fletero. Ahí nomás volví a la comisaría. Algo tenían que hacer. Le expliqué la situación al comisario, que me conocía bien, porque me cobraba mes a mes el permiso para laburar. El me tranquilizó. Prometió ayudarme y así fue. Me acomodó como director de "Quiniela nacional" con una nueva identidad. Pero cuando me negué a arreglar el resultado del gordo de reyes me trajeron acá. "Desagradecido, sos igual que ellos" me dijo un militar, pero debe ser un error, supongo. Y vos, ¿por qué estás acá?

—Yo también, como vos, me ganaba la vida con una lapicera y un papel. Aunque antes tuve otros trabajos, hice de todo. Pero supongo que estoy aquí por escribir sobre las miserias humanas. Sobre el mal que el hombre puede causar a sus pares. Cómo, por salvar el propio pellejo, se puede ensuciar de sangre más que una vida. Vos debes saber de eso, lo viviste de cerca, ¿verdad?

—Bueno, sí, no me esperaba terminar así.

—¿Terminar? Bueno, aquí no se sabe cuando uno termina. Pero no perdamos más tiempo. Tengo cuatro amigos, que están aquí hace unas semanas, y que estarán gustosos de conocerte. Tenemos que apoyarnos entre todos, como vos lo hiciste en su momento, ¿no?

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