De pocas palabras

¡Qué situación difícil! La vida parecía ensañarse con él. Cada tanto lo ponía a prueba, exigiéndole más de lo que él podía dar. Encima, ese día el ambiente no ayudaba, ya que el lugar estaba lleno de gente.

A través de las ventanas aún se veía el sol. Y mientras se iba apagando, la gente, apurada, volvía a su casa. Todo pasaba como una película por sus ojos. Por esos ojos que eran pequeños y le impedían ver el cuadro completo de la realidad.

Él estaba sentado, ocultando su gran altura. Tenía los codos sobre la mesa y pitaba insistentemente un cigarrillo. Su piel oscura se hacía negra y brillante por el sudor. Quizá más brillante que la mesa. Las manos frotando sus nervios entre sí anticipaban el momento. “Todo llega” era lo que siempre decía. Y fue en ese instante cuando la vio. La siguió con la mirada, la observó, la analizó. La encontró más alta que de costumbre: notó que llevaba tacos. Su melena, llena de rulos, se escondía en un ramillete, pero dos o tres mechones se escapaban. Los rizos se paseaban sobre la piel de trigo como la cola de un perro alegre. Ella se movía de un lugar a otro sin notar su presencia. Él no hacía más que pensar como llamarla. ¿Usaría su voz? ¿Algún gesto? ¿Otra persona?

Su voz no. Siempre que estaba nervioso sus labios temblaban, como tiritando de frío. Y su garganta no podía armar palabras sin repetir sus partes, sin tartamudear un poco, como dándose tiempo para preparar las próximas sílabas. Usar la voz no era la mejor forma de llamarla.

¿Gestos?, tampoco. No era fácil dominar su cuerpo. Ya había resignado esa tarea. Como si se tratara del cuerpo de otra persona o de un animal. Un animal salvaje que no entiende de razones, sólo de sensaciones. Sus piernas titilaban; las manos con piel mojada agarraban y soltaban cosas, tocaban su pelo y su cara rápidamente. Las piernas, de a ratos estaban cruzadas, de a ratos golpeando impacientes el piso con los pies. Los ojos se movían a gran velocidad recorriendo todo y todos. Los gestos y la expresión corporal no eran su mejor aliado para tan importante empresa.

Otra persona: ¡menos aún! Si algo tenía en claro era que no contaría a otra persona lo que estaba pasando. Nadie lo entendería. Esa atracción enorme que lo llevaba a verla muy seguido, ese ahorro de palabras evitando el error, la sensación agradable de la contemplación y el abismo que significa cambiar ese estado de cosas. Tenía que actuar él. No por elección, sino por descarte. Y eso le generaba escalofríos. ¡Cuánto deseaba estar en la primaria, donde un compañero o compañera se encargaría de transmitir el gusto de una persona por otra! Pero, en ese momento, cada quien debía atender su juego. Tenía que sacar pecho, encontrar fuerzas y decir lo que había que decir.

El tiempo corría veloz sólo en el reloj, pero para él cada minuto era eterno. En instantes, toda una era se desarrollaba, tenía guerras, crecía y se recuperaba. Y él, mientras tanto, sentado, con la mirada indecisa, con el corazón como una ametralladora, con el cuerpo como un volcán y con un aire de pánico, pensaba en cual sería el momento más adecuado. Planificaba cada movimiento y lo vivía de antemano. Y el tiempo seguía avanzando.

El sonido de una gota de transpiración, que cansada de recorrer su cara se estrelló en la mesa, lo sobresaltó. Con sus ojos chiquitos observó el sudor desparramado y luego fue levantando la vista. Y ¡qué sorpresa! Ella estaba allí. Frente a él pero sin mirarlo directamente. Hacía otras cosas mientras parecía esperar que él le hablara. Era un cambio en los planes. No era así como lo tenía pensado. Tenía que hablar ahora. Un viento helado le cambió la temperatura al sudor. Un sismo recorrió el cuerpo desde el centro a las extremidades. Respiró profundamente, guardó aire como un atleta y repasó las palabras. Vinieron a su mente diccionarios, novelas, películas, relatos de sus amigos. Pero había que elegir rápidamente. Entonces, como pudo, titubeando, dijo:

—Ho, hola.

Ella, casi sin pausa, respondió:

—¿Se va a servir algo señor?

Aún sentado, con la mirada en el rostro de la mujer pero con su cara inmóvil, expresó la frase cotidiana.

—Lo, lo de siem. Lo de siempre.

Como una deseada lluvia después de una sequía, un manto de tranquilidad cubrió su cuerpo y el charco de transpiración que lo rodeaba. El sonido de huesos chocando se fue apagando. Sus movimientos corporales se serenaban. La camarera se fue. El miedo también. El hombre quedó sentado, con la espalda apoyada por completo en la silla, con su cabeza puesta en el respaldo, casi cayendo hacia atrás y con los brazos colgando. En esa posición de relax, con el cansancio que provoca el éxtasis, pensó: “La próxima vez, apenas se acerque, le pregunto como se llama”.


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