A la cabeza

Realmente no le deseo a nadie estar en un lugar así. Por eso cuando traen a alguien más se mezcla la sensación de tristeza y dolor solidario, con un soplo de alegría al recibir un poco de efímera compañía. Me llamó la atención que el nuevo huésped haya llegado a la mañana ya que habitualmente los traen de noche. Dos soldados lo acompañaron a esta celda multitudinaria. El hombre se acercó a mí, supongo, por encontrar similitud en nuestra edad: ambos pasábamos los cincuenta.

Lo ayudé a acomodarse y consulté, en voz baja, lo mismo que pregunto a todos cuando llegan: ¿Por qué te trajeron acá?

—No lo sé —me dijo, también en voz baja—. Yo era apenas un quinielero. Me sentaba todos los días en la misma mesa y esperaba que vengan a apostar por los números a la cabeza, o que llenaran una boletita con cinco números para buscar suerte entre los veinte de la lotería. Nunca imaginé que mi vida cambiaría así a partir de esa noche.

Tenía en su cara el miedo de lo desconocido. Seguramente aún no vivió nada de aquello a lo que nosotros estamos acostumbrados, porque su mirada carecía de dolor. Que los milicos solo lo hayan acompañado, sin ningún signo de violencia, hablaba de un preso por error o por algún delito común, pero no político. Levantando mi ceja lo incentivé a que siga contando.


—Era una noche como todas, antes de navidad. Ya había entregado los números al quinielero y volví al bar de Callao y Lavalle, donde paraba siempre, para cenar y esperar que la radio cante la suerte. Ya estaba cerrado, pero el Gaita me atendía igual, de años que yo era su cliente. Me entretuve viendo pasar los colectivos, no era más que eso lo que ofrecía la avenida. Luego me llamó la atención una camioneta, circulando marcha atrás desde Tucumán y que se detuvo casi llegando a Lavalle, frente a mi ventana y mi mesa, al otro lado de la avenida. Además del chofer había cuatro personas que se bajaron rápidamente. Uno se quedó en la esquina, mirando hacia las cuatro direcciones. Los otros blanquearon la pared muy rápido, con un rodillo, desprolijos, tomando pintura o algo así de un tacho enorme. De esos, uno se separó y con un pincel fue dibujando bordes huecos de letras. El motor de la camioneta seguía encendido. No pude entender lo que escribían porque ya era de noche y ese paredón del colegio tiene poca luz. Después de unos minutos empezaron a llenar de pintura los moldes de letras. "¿QUE PASO CON" llegué a leer. Luego me di cuenta cuando pintaron de rojo la clásica hoz y el martillo que eran terroristas, subversivos, escondidos ahí en la oscuridad, parapetados y listos para escapar.

Noté cierto gesto de desagrado en su rostro al mencionar algunas palabras. Parece que sentía más simpatía por las botas que por los martillos, por el verde que por el rojo. Respiró pausado, se acomodó mejor, y continuó.

—Seguían pintando todo de rojo y me sentí cómplice. Al día siguiente, sabiendo que siempre estoy aquí a la noche, me llenarían de preguntas. Así que, aunque el Gaita me dijo que no me metiera, salí del boliche y enfilé derechito por Lavalle a contar lo que pasaba y me quité un peso de encima. Volví y cuando entraba al bar el de la esquina me miró. Me miró con curiosidad y desconfianza. Ya cuando me senté a la mesa estaban subiendo a la camioneta y justo el Falcon doblaba en la esquina. Se escuchó el ruido de los motores pisteando y unos disparos lejanos, tapados por el colectivo 60, que seguía pasando como si nada.

—¿Y qué pasó con la pintada al final? —en realidad quería saber de los compañeros de la camioneta, pero me parece que no estaba indagando a la persona adecuada.

—No terminaron de pintar la última frase. Me quedé mirando pero se me venía la cara del esquinero, el que hacía de campana. Hasta que me acordé: era el hijo mayor de Don Miguel, el fletero. Ahí nomás volví a la comisaría. Algo tenían que hacer. Le expliqué la situación al comisario, que me conocía bien, porque me cobraba mes a mes el permiso para laburar. El me tranquilizó. Prometió ayudarme y así fue. Me acomodó como director de "Quiniela nacional" con una nueva identidad. Pero cuando me negué a arreglar el resultado del gordo de reyes me trajeron acá. "Desagradecido, sos igual que ellos" me dijo un militar, pero debe ser un error, supongo. Y vos, ¿por qué estás acá?

—Yo también, como vos, me ganaba la vida con una lapicera y un papel. Aunque antes tuve otros trabajos, hice de todo. Pero supongo que estoy aquí por escribir sobre las miserias humanas. Sobre el mal que el hombre puede causar a sus pares. Cómo, por salvar el propio pellejo, se puede ensuciar de sangre más que una vida. Vos debes saber de eso, lo viviste de cerca, ¿verdad?

—Bueno, sí, no me esperaba terminar así.

—¿Terminar? Bueno, aquí no se sabe cuando uno termina. Pero no perdamos más tiempo. Tengo cuatro amigos, que están aquí hace unas semanas, y que estarán gustosos de conocerte. Tenemos que apoyarnos entre todos, como vos lo hiciste en su momento, ¿no?

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