Bomba de tiempo detonada en un bar

Mariela dejó sus lentes de sol sobre la mesa, junto al celular. Claudia la miraba atenta y sonreía.

—Yo quiero un jugo de naranja y un tostado —miró fijo a Claudia y continuó—, y para ella lo mismo.

Trabajaban juntas hacía seis meses, pero recién en la noche anterior tuvieron oportunidad de conocerse íntimamente. Mariela vivía sola y la invitó a ver unas películas; y como Claudia no quería volver a su casa aceptó.

Claudia, en ese momento, en el bar, se sentía rara. Aún tenía en su cuerpo las huellas de los caminos que su compañera le hizo recorrer en busca del placer. Eran sensaciones nuevas para ella.

Luego de respetar su silencio durante la noche, Mariela preguntó:

—Clau, ¿por qué no querías volver a tu casa ayer?

Claudia tomó aire, la miró a los ojos sólo un segundo, y luego de suspirar, en voz baja le contó:

—Desde hace dos años, cuando vine de Mendoza, estoy viviendo en la casa de mis tíos. Ellos son jóvenes, apenas ocho años mayores que yo, por eso siempre nos llevamos muy bien. Por cuestión de horarios comparto más tiempo con él que con ella. Abel llega un poco antes que yo, y ella, como es médica, recién a la noche.

—¿Te estás comiendo a tu tío? —los ojos le brillaban y sonreía con lascivia.

—¡Mariela! No me digas así. No es tan divertido como parece. Empezamos de casualidad, conversando sobre cuando éramos chicos; me contó que yo le gustaba. Luego vimos una película que trataba sobre una relación prohibida, y nuestro tema salió. Charlamos mucho, decidimos no hacer nada, pero a la vez no parábamos de mirarnos y no pudimos resistirnos.

—Entiendo, ¿y tu tía qué onda?

—Nunca sospechó, aunque últimamente no deja de observarme o de buscar cruces de miradas. La situación es muy incómoda. Abel insiste en que ellos nunca hablaron sobre el asunto.

—¿Por eso no querías volver?

—Y porque mi tía tiene vacaciones esta semana. Están como en una luna de miel, y a mi no me gusta verlos así.

—O sea que él no planea dejar a su esposa —la miró fijamente y Claudia giró la cabeza en lo que fue una negación y un lamento—. Te está usando, ¡es un hijo de puta!

—Me prometió que más adelante la va a dejar.

El mozo interrumpió la charla para entregar el pedido. Siguió un cruce de opiniones banales, del tiempo, del lugar y cosas así, hasta que Claudia se quedó con la vista inmóvil y entre dientes dijo:

—Es ella, mi tía, viene para acá.

—¿Qué hace acá? —y Mariela giró el rostro para encontrar una cara conocida: Silvia. Tragó rápidamente y mientras abría los ojos como globos, fue recordando. Habían estado juntas en la adolescencia, ¡si se habrán rateado del colegio de monjas para divertirse! Vivieron su primera experiencia homosexual juntas. Luego tuvieron una discusión y no se hablaron más. Silvia, con una sonrisa enorme y mucho entusiasmo, llegó a la mesa.

—¡Hola Claudia! ¡Hola Mariela! ¿Como estás? ¡Tanto tiempo!

—Bien, bien, pasaron como diez años, ¿no?

—Sí. No sabés —y dirigiéndose a Claudia—, Mariela y yo hicimos la secundaria juntas, éramos muy amigas.

Silvia miró otra vez a cada una, y como un perro que huele carne a lo lejos, se animó, no a insinuar, sino a asegurar lo que había pasado:

—Ya veo Claudia, por qué no viniste a dormir anoche. Mariela, ¡siempre igual vos eh!

Claudia se puso colorada y clavó su vista en el hielo del jugo, que se estaba haciendo agua. Luego de unos segundos tensos, interminables, levantó la vista para encontrar una nueva sorpresa. Hacia la mesa se acercaba Abel.

—¡Hola Claudia! —y besó su mejilla—. ¡Hola Mariela!

—Hola Abel —respondió tímidamente Mariela, y sin querer buscó el rostro de las otras dos mujeres.

Silvia, mientras fruncía el seño y hacía desaparecer su sonrisa, escupió, instantáneamente, una flecha de duda, llena de celos venenosos:

—¿De dónde se conocen ustedes?

—Hicimos la secundaria juntos —se excusó demasiado rápido Abel, ignorando que su mentira, más que un salvavidas era un ancla.

El clima estaba feo, todos habían respirado el mismo aire y ahora eran un grupo de imanes y metales, que se atraían y rechazaban mutuamente. El silencio era, en ese momento, la peor de las opciones. Abel miró a Silvia a los ojos y apostó por dejar caer algunas palabras felices.

—Amor, ¿ya les contaste?

—No mi vida, contáles vos.

—Recién venimos del médico. ¡Vamos a tener un bebé!

Silvia miró a Mariela. Mariela miró a Claudia. Claudia no miró nada: quería desaparecer, estar en otro lado donde pudiera gritar o llorar y no morderse los labios escondiendo la cara, como hacía en ese momento. Abel sentía que la soga que lo ataba a Claudia en la actualidad, y que alguna vez lo enlazó a Mariela, se rompería pronto si seguían con ese juego de silencios, y preguntó, buscando una aceptación como cierre de la conversación:

—¿No es buenísimo?

Nadie respondió. Silvia tomó del brazo a Abel, y arrastrándolo propuso:

—Amor, sentémonos con ellos y les contamos bien nuestros planes para el bebé, ¿si?

Silvia relató con detalle planes reales e inventados, para cachetear con ellos a Mariela, sin saber que en realidad estaba inflamando de dolor las mejillas de Claudia, quién, abstraída, observaba sin acotar nada. Abel solo miraba los labios de Silvia, y asentía todo. Menos Silvia, todos rogaban por un llamado en el celular que corte el calor que dos jarras llenas de hielo no podían controlar. Cuando el silencio volvió a dominar el ambiente, Abel intentó levantarse, pero Silvia quería seguir conversando.

—Abel, ¿por qué no nos contás alguna anécdota del secundario con Mariela?

—Yo también quiero saber lo mismo —habló por primera vez Claudia, ante la extraña sonrisa de Silvia. Y, como ella siempre quiere ser la última en agregar algo, Silvia apuntó:

—¡Ah! ¡Si! Claudia y Mariela tienen algo —intencionalmente dejó pasar unos segundos—. Tienen algo que contarnos.

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