A una cuadra de rob-arte

Después que Juan tomara una pastilla de reynol y Marcos terminara de un sólo trago la petaca de whisky, tuvieron la valentía suficiente para su primer atraco. El Pelado les vendió el dato de un banco interno, ubicado dentro del edificio de una empresa, con poca gente y que no se veía desde la calle. Tenían que ir al otro barrio, el de tango, y entrar en el 850 de la calle Castro Barros.

Llegaron al lugar caminando. En la recepción no había nadie, sólo una gran puerta de blindex oscuro invitándolos a entrar.

—Se hace la hora, empecemos de una vez —apuró Juan, el más experimentado, al ver que Marcos vacilaba.

Tomaron las pistolas del bolsillo de sus sacos y empujaron la puerta. Permanecieron quietos, extrañados. Maldijeron al Pelado en silencio mientras descubrían que todo era oscuridad y que azarosamente se iluminaban partes de las paredes y el techo.

—¡Ésto no es un banco! —exclamó asombrado y un poco temeroso el pequeño.

Antes que Juan respondiera a la obviedad de su cómplice, se escuchó un chillido agudo, insoportable y ensordecedor, que los hizo correr en direcciones opuestas, perdiéndose en la enorme sala y sus pasillos. Finalmente se encontraron en un codo del laberinto, ambos listos para disparar.

El chillido no se había apagado y se comenzaba a oír ruidos de golpes metálicos y sonidos de cadenas arrastrándose. Así fue que vieron varios cuerpos desplazándose o siendo arrastrados por sogas de acero. Los cuerpos estaban formados por frutas en descomposición, y el hedor les llegaba. Por las dudas se fueron a una sala contigua, y presenciaron otro espectáculo: un hombre disparaba hacia un reloj, que al recibir el impacto se derretía como un helado mientras uno nuevo aparecía en su lugar. La escena se repetía cíclicamente.

—¿Y si disparamos nosotros? —propuso Marcos, con humor desubicado, y no obtuvo respuesta.

Se fueron por otro pasillo. Y así, iban y venían de una sala a otra, buscando la salida a esa locura y echándose en cara mutuamente el efecto que las pastillas y el alcohol les estaba provocando.

Ningún sonido se apagaba. Aún oían, al mismo tiempo e igual de fuerte y nítido que al descubrirlos, las cadenas, los golpes, los disparos y de fondo el molesto chillido. Era desesperante.

Finalmente encontraron en una pared las líneas de luz que dibujaban el rectángulo de la salida. Casi corriendo llegaron a la calle. La claridad quemaba sus ojos, la confusión aún resonaba en su cabezas, el trafico era apenas un murmullo y así ambos miraron el frente del edificio y repararon en un cartel revelador: "Viví la experiencia de los sueños. Del ominoso surrealismo al moderno Pop Art" y abajo, en letras chicas, "Castro 850".

Juan se quedó mirando el texto embelesado, pero era un simple cartel. Luego, con bronca, gritó, ¿A quién carajo se le ocurre ubicar dos calles casi con el mismo nombre, en el mismo barrio, paralelas y a una cuadra de distancia?

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