Un tsunami llamado Adrián

Era un poco más alto que yo; llevaba el pelo hacia atrás, atado y con una colita, como Steven Seagal. Caminaba con seguridad, con la frente en alto y sus pectorales a punto de hacerle explotar la camisa.

Mientras se acercaba no dejó de mirarme en ningún momento. Se paró frente a mí. No era su mirada. No eran sus ojos. No era su físico en general, sino su boca en particular lo que me atraía. Me hipnotizaba. Los labios eran como dos pinceladas de acuarela sobre el lienzo de su cara y dibujaban dos cuerpos levemente apoyados entre sí. Conté los dobleces del labio superior, hurgué con la mirada la zona donde el rojo carmesí se hacía morado, en la entrada de la voz, antes de la blancura de sus dientes.

Se dio cuenta de que miraba sus labios y me regaló una sonrisa. Los dientes se mostraban como credenciales de alegría, como pasaporte a la intimidad, al juego de la química, el que diluye azúcar al calor de cuatro labios.

No recuerdo cómo nos acercamos. Yo aún podía observar sus labios, y los veía venir hacia mi. Sentía su aliento cálido. Vi el rostro retraerse para iniciar una nueva búsqueda. Mis labios se predisponían, eran brazos abiertos a la fraternidad, absorbían su aire y lo devolvían como silenciosos gritos de deseo.

En esa búsqueda, en ese juego, por primera vez los labios se rozaron. Fue una descarga eléctrica, que nacía en la boca y viajaba a los pies, rebotaba y como una pelota iba perdiendo altura. El segundo contacto fue igual de efímero, con los cuatro labios empujándose en una pelea de sumo.

Dentro mío corrían cientos de hormigas que gobernaban mis actos. Giré mi cabeza hacia un costado y encontré, como un pié a su zapato, la horma justa para mi rostro. Abracé con fuerza su labio superior. Mi boca no lo soltaba. Saboreé la dulzura de su piel. Perdí mis células en las aberturas. Recorrí la comisura como si se tratara de la orilla del mar, acostumbrándome antes de zambullirme por completo. Sentí la humedad en mi voz, en mi suspiro, en mi cuerpo. Sentí el movimiento mutuo, no acordado, pero buscado. Conocí otras costas del mismo mar. Recorrí los muelles, me salpiqué con la bruma. Sentí los habitantes del mar recorriendo mi boca. La marea subía. Los océanos se mezclaban. Encontré una hilera de perlas y más allá seguí buceando. De la orilla al Atlantis, de la playa a la islas, la búsqueda era intensa, y ciega, se guiaba solo con sensaciones, gusto, intuición. Respiré el aire de sus pulmones y a cambio le dí latidos del corazón, que en ese momento me sobraban.

Atándonos con dos moños de regalo, mis manos se unieron en su espalda y las suyas tras mi cabeza. Con nuestros cuerpos anclados pudimos usar los labios para emitir sonidos. Yo no dejaba de observar su boca, que aún húmeda, brillaba con cada movimiento. Entendí claramente que me dijo su nombre. Las palabras se emitían crudas, llenas del viento del mar al atardecer, y en un susurro dijeron, “Me llamo Adrián”. Mis ojos brillaron y casi explotaron de la alegría. Luego nos perdimos en un tsunami que cubrió los continentes de temblores y derritió todo el azúcar del mundo. Mientras, como pude, en los escasos momentos en que la batalla del deseo liberaba nuestros labios, dejé el aliento de mi respuesta cerca de su garganta: “Por eso somos especiales. Tenemos el mismo nombre”.

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