El fuego, fuera de juego

Todos decían que la casa de Sebastián era el lugar ideal para jugar a la botella porque tenía una mesa redonda y grande en el comedor, y una cocina pequeña que servía como lugar privado para cumplir las prendas. Ya estaba acordado que las prendas serían besos, y el tiempo en "el privado" de aproximadamente cinco minutos.

El juego era fácil: por turnos hacíamos girar la botella; el apuntado por el pico tiraba un dado; y el resultado lo relacionaba con su compañero eventual.

Esa era mi primera vez en el juego, y sería, si la suerte me acompañaba, el primer beso de mi vida. Cuando la botella me apuntó y luego arrojé el dado, emocionado esperé con ganas que el resultado seleccionara a Pía. Quería que el beso inaugural fuera con ella. ¡Y así fue! Pía se levantó decidida y yo la seguí hacia la cocina.

El momento inicial, justo antes de comenzar, fue mágico y trágico a la vez. El paso siguiente era acercarse y besarse, de eso se trataba, pero... había que animarse. Yo no tenía experiencia: lo primero que hice fue estirar mi mano
—quizá influenciado por películas y escenas de la televisión; ella la tomó y entonces nos acercamos. Estábamos frente a frente, como cuando una pareja se dispone a bailar un tema lento. Llevé mi mano a su espalda y así nos acercarnos más. Con mis dedos libres acomodé el pelo por detrás de su oreja y luego dejé que recorrieran la linea donde termina el cuello y comienza la cabellera hasta quedar descansando en la nuca, sosteniendo su cabeza. Noté que cerró los ojos y eso me gustó porque sentí que confiaba en mí. Enfrenté mi rostro al suyo y, como una mariposa, mis labios se acercaban, revoloteaban las alas sobre sus pétalos rojos, y seguían viaje dejando respiración mezclada como huella. Así, mis labios rozaron sus labios rosa casi sin saborearlos. Y ella buscaba, llevando su boca hacia arriba, prolongar el momento. Yo mismo, consciente de tener frente a mí el más exquisito manjar; me cansé del juego, no resistí más; tomé los gajos de fruta con mis labios y los exprimí como naranja fresca. El jugo transparente pronto apareció y pudimos movernos sin trabas. Entonces, juntos encontramos que los labios eran más grandes de lo que se veía, que la boca tenía laberintos insospechados y que la lengua no solo era protagonista del habla. Movíamos las cabezas para acomodarnos mejor a las diferentes exploraciones y nuestras manos se movían sincronizadas también sobre nuestras espaldas y brazos.

—¡Vamos, ya pasó el tiempo, tiene que entrar la otra pareja! —gritó Seba, bajándonos de un hondazo del vuelo húmedo y sincronizado en que nos habíamos abandonado. Salimos caminando despacio, sin decirnos nada.

Me senté nuevamente a la mesa, pero Pía no quiso seguir jugando y se quedó dando vueltas por la casa.

Pasaron varias rondas más hasta que Clara, con una alegría que no supe comprender, me eligió como compañero. Después de mi primera experiencia me sentía más seguro. Aún tenía la frescura de Pía en mis labios y recordaba la imagen de sus párpados cerrados.

—¿Alguna vez besaste con los ojos cerrados? —Clara me tomó por sorpresa. No supe cuál sería la respuesta más conveniente. Me quedé mirándola y amagando con la boca palabras que nunca pronuncié. Mientras yo dudaba ella ató un pañuelo en mi cabeza reduciendo mi visión y ampliando mi mundo hacia la imaginación. Siguió hablándome, y su voz, en la oscuridad, sonaba diferente:

—Tengo que atarte las manos porque al no ver capaz me golpeas sin querer.

Yo no decía ni hacía nada. La oscuridad estiraba cada segundo al doble o al triple. Sentí su respiración en la nuca; luego sus labios acercándose por mi mejilla y no pude evitar girar mi rostro hacia allí. Dejé de sentirla. Tocó mis labios: quise abrazarla con mi boca y mordí el aire. Respiraba cerca de mi oído izquierdo, luego en mi mejilla derecha y volvió a rozar mi boca. La situación era desesperante, pero deliciosa. En mi oreja sentí una respiración agitada, en mi costado opuesto también. No sabía hacia donde buscar. Luego vino el silencio y la ausencia de sensaciones. Pero podía notar movimientos y pasos a mi alrededor.

Como un calesitero mostrando la sortija a un niño sentí el chasquido que la saliva provoca en la piel al besar, pero no era mi piel. Estaba haciéndome desear sus besos: el juego de Clara era perverso y efectivo. Mientras el sonido me recordaba el intercambio que tuve con Pía, sentí una mano en mi brazo, luego en el otro, y otra vez la respiración, y otra vez el roce de labios en mis labios, y por fin pude atrapar la presa, que se dejó devorar por mi boca, ciega de realidad pero muy vidente de deseo. Estaba descubriendo y recorriendo esos labios cuando sentí más respiración a la altura de mi cuello. Aunque quería arrancarme los pañuelos y ver qué estaba pasando
decidí quedarme quieto. La lengua se alejó y volvió más fresca a unirse como una sanguijuela a mi piel. Y se fue desplazando por mi cara hasta llegar a la oreja. Recorría esos laberintos con besos que como chispas encendían fuego en mi interior. Y echando aún más brasa al fuego, mi boca fue apresada por un par de labios que, con entusiasmo, se llevaron mis temblores. Paralizado, con mi boca abierta y la respiración agitada, sentí un nuevo par de labios hurgando exploradores en mi carne. De golpe, otra vez la ausencia, el aire frío en los labios, en la oreja, en la cara. Ese silencio negro era interrumpido por ruido a besos y saliva chirriando. Otra vez el juego. Y otra vez los labios, dos, cuatro, seis. Otra vez se alejaron. Con esa pausa levanté mis manos, aún atadas, y arrastré el pañuelo de mi cara. Allí estaban Clara y Pía con sus ojos cerrados, con sus labios activos, con sus lenguas batallando y sosteniéndose con un medio abrazo que, como una puerta abierta, me invitaba a cerrar el triángulo. Me acerqué y uní mi beso al fogón donde cada llama, sin duda, sumaba calor al inocente juego.

—¡Otra vez lo mismo! ¡Ya salgan! —oportuno, como siempre, Seba echó agua en las brasas. Ni ellas ni yo quisimos seguir jugando.


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El cajón de los secretos

El pueblo era chico, pero durante las fiestas navideñas se llenaba de gente que salía de compras. Marcos, seguro de que se repetiría el éxito comercial de años anteriores, preparaba su negocio; y mientras pensaba en qué porcentaje aumentar los precios, entró su hijo, Julián, corriendo y ansioso por hablarle.

—¡Papá! ¡Me lo prometiste para hoy!

—Estoy ocupado, mejor a la tarde, ¿sí?

Julián accedió. Había insistido mucho para que su padre aceptara ir hasta la cima de la montaña donde vivían el abeto más grande que hubieran visto y una familia solitaria, que nunca bajaba al pueblo.

Caminaron dos horas bajo el sol por un sendero sin vegetación y vieron aparecer en el horizonte la copa del abeto, asomándose como un títere tras los lejanos arbustos. El chico corrió desesperado hasta que el árbol se desplegó completo, como un gigante verde apuntando al cielo. Un hombre viejo, de barbas blancas, salió presuroso a recibirlos.

—Si vienen a buscar el árbol, ¡no permitiré que lo toquen!

—Mi hijo quería —Marcos tomó a Julián de los hombros, lo puso delante de sí y cruzó las manos sobre el pecho del niño— conocer el abeto gigante...

El viejo aflojó el cuerpo y su sonrisa se vio como una liebre corriendo entre los arbustos de la tupida barba. Caminó hacia el árbol, se detuvo bajo la copa, cuya sombra era como una casa, y los invitó a sentarse en unos desprolijos bancos de madera.

—¿Por qué no le puso luces al árbol —consultó Julián—, si ya estamos en navidad?

Casi silabeando, el viejo le repreguntó qué sabía él de la navidad; y el niño, apurado, contestó:

—Es porque nació Jesús y por eso tenemos regalos y nos juntamos todos y es divertido porque hay luces en el arbolito y fuegos artificiales y me compran ropa nueva.

Marcos observaba orgulloso a su hijo. El viejo, que rascaba su mentón entre la selva blanquecina, en voz alta y apresurada, como si estuviera enojado, dijo lo suyo:

—Lo mejor que podemos hacer en navidad es imitar a Jesús y sus costumbres. Y para él, seguramente, era más importante contar con una familia unida que los juguetes y las ropas, o saber que se puede compartir una comida con los seres queridos en lugar del ruido y los  fuegos artificiales.

El viejo se dirigía a Julián, pero también miraba a su padre, cada tanto.

—Antiguamente, se colocaban manzanas, que simbolizaban los pecados, y velas, que representaban la creencia en Dios. Entonces, los pecados estaban al alcance de la mano, y la creencia nos ayudaba a no tomarlos. Cuando esto se transformó en árboles de plástico, bolitas de colores y luces eléctricas, se perdió el real significado. Lo mismo con los regalos. Igual, entiendo que como niño estés ansioso por la parte más divertida y visible de la navidad: vos sólo aprendiste lo que te enseñaron.

Marcos tragó saliva y esperó que su hijo no lo mirara, pero Julián lo observó con curiosidad y algo de desencanto. Volvieron al hogar sin hablar. Al llegar, Julián le pidió que lo llevara otra vez al día siguiente: quería averiguar sobre Papá Noel. Marcos no quería llevarlo, pero no pudo negarse y asintió con la cabeza.

En la segunda visita observaron en detalle la pequeña casa, cuyas paredes de rodajas de troncos contenían ventanas y sostenían un abundante techo de paja. Fueron recibidos por la familia completa: José, su mujer y un niño.

—¿Usted sabe quién es Papá Noel? —preguntó Julián, tapándose la boca con culpa y vergüenza.

—Es tu papá... —la frente de Marcos se frunció, José lo vio y rectificó—, es tu papá quién tiene la respuesta. Estoy seguro de que, como ya sos un chico grande e inteligente, él te contará todo.

Julián, un poco confundido, pasó a la siguiente pregunta.

—¿Ustedes tienen familiares? ¿Se reúnen con ellos para navidad?

—Sí, claro, nos reunimos con ellos muchas veces al año. Por ejemplo, cada vez que terminamos de hacer un regalo, los visitamos. Hacemos muebles, adornos, dibujos, comidas o postres... lo que sabemos que a cada uno le gusta o necesita. Y son regalos que hacemos con nuestras manos, y ellos lo valoran muchísimo.

Al volver, Marcos, muy a su pesar, contó quién era en realidad Papá Noel, qué sucedía en la época de los reyes magos, y confesó, quizá a modo de excusa, que él mismo creyó en todo eso hasta que fue unos cuántos años más grande que Julián. El niño preguntó algo sobre las razones, y sobre si eso era como mentir, y después de consultar si las cosas no podían ser diferentes, el silencio volvió a reinar entre ambos.

Faltando solo unos días para navidad, Marcos estaba retocando nuevamente los precios cuando Julián entró corriendo con unos papeles bajo el brazo.

—¡Papá! Mirá, éstos dibujos los hice yo, éste es para el tío y ya está listo, éste está armado con hojas y pétalos y semillas y es para la abuela... ¿después me llevás así se los damos?

Marcos lo alzó en brazos y lo abrazó fuerte cuando, a paso lento, entraron al negocio José y su niño.

—¡Hola! Les trajimos esto que hicimos entre los dos...

—¡Qué lindo cajón! —dijo Julián, tomándolo con ambas manos—. ¿Y para qué sirve?

—Es una cajón para guardar secretos —respondió, risueño, el hijo del viejo.

—¿Así? ¿Sin candado? —dudó Marcos, que no paraba de observarlo.

—Sí, porque es para usar en el hogar —hubo silencio, miradas y reflexiones—. ¿Estaban ocupados?

Marcos comentó que estaba reduciendo los precios y le contó sobre los nuevos proyectos de Julián. Luego de un rato de charla, tiempo en el cual los chicos jugaron con las pinturas y completaron imaginariamente los dibujos, se despidieron. Marcos estrechó la mano de José y estuvo a punto de decir una frase común, gastada, dos palabras vacías de tanto maltrato, y ante la sonrisa sincera del viejo, sólo dijo «Gracias. Muchas gracias, José», y ambos supieron que el agradecimiento era por mucho más que el cajón.




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Hacia la luz

Por la noche era más factible el consumo de alcohol, pero a esa hora la gente desayunaba, ¡no tomaba whisky!. Ya le había servido dos medidas cuando el sol, que castigaba tanto al riachuelo como a la fachada antigua del bar, subió y comenzó a entrar al salón del segundo piso a través de los ventanales de vitreaux. Se escuchaba un lejano tango desde el bodegón vecino.

El hombre estaba revisando sobres y leyendo papeles. Cuando pasé a su lado para preparar una de las mesas guardó todo: aparentemente eso era un secreto.

Seguí observándolo. Tomó un sobre más chico que los demás. Iba a guardarlo nuevamente y al final se detuvo, sosteniéndolo entre sus dedos, frotándolos suavemente como intentando adivinar al tacto el contenido. Levantó con ambas manos el sobrecito y lo giró hasta que el papel se hizo trasluz contra el sol de la mañana. Desde aquí, con una breve mirada, apenas pude apreciar que dentro del sobre una figura rectangular opacaba la claridad: tenía el tamaño de dos paquetitos de azúcar.

Con un cuidado y una lentitud que me generaron intriga, abrió el sobre, introdujo el dedo índice y se ayudó con el pulgar para retirar despacio, como se descubre una carta en el truco, el diminuto papel. Era una foto. La observaba inmóvil. La dejó en la mesa y le clavó nuevamente los ojos. No sé cuánto tiempo estuvo mirándola. La acercaba a su rostro, la giraba, la examinaba desde diferentes ángulos y con distintos reflejos de luz. Y a juzgar por los gestos del rostro, su mente entrenada para recordar estaba reviviendo situaciones.

De reojo vi que había guardado la foto y que me pidió un café con la mano. Cuando se lo serví, la mesa parecía estar vacía, pero su mano extendida ocultaba debajo, inocentemente, la pequeña foto.

Desde la barra sentí el primer ruido, que no me asombró: era la silla quejándose de que el hombre se había levantado urgido y descuidado. Después, apurado y con torpe esfuerzo, abrió la puerta que lleva al balcón, reducto habitual de los fumadores. El hombre, con la somnolencia de quien no durmió en la noche, ya no podía disimular sus nervios: seguramente necesitaba un cigarrillo o ventilar el alcohol ingerido.

Sin embargo, me alarmé cuando se redujo la claridad del ventanal. Lo vi parándose en la baranda del balcón y tambaleando hasta afirmarse. Primero le escupí una dura mirada de reproche; luego, corrí hacia él, pero a veces el tiempo corre más rápido que los hombres: al llegar a la puerta del balcón, él ya no estaba. No quise mirar. Sólo volví hacia su mesa y vi la foto. Mostraba una mujer delgada. La chica estaba en el aire y sus ropas flameaban alejándose del cuerpo. Parecía que estaba cayendo. Detrás de su rostro vivaz y sus brazos extendidos, se veía, algo borroso y apenas iluminado, el cartel fileteado de este famoso bar de La Boca, llamado Hacia la luz, tal como era algunos años atrás.



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"Todo lo que necesitamos saber para vivir en sociedad lo hemos aprendido en el jardín de infantes", decía Robert Fulghum, con gran acierto. Podemos agregar que necesitamos recordar o quizá revivir aquellas enseñanzas para que nuestro presente de adultos sea placentero y responsable al mismo tiempo.

Los primeros años de vida son los más importantes para nuestro desarrollo personal. Nos lo enseña la psicología. Nos lo enseña la naturaleza. El árbol guarda sus raíces bajo la superficie y nosotros guardamos los aprendizajes en lo profundo de nuestro ser. Y claro que tanto la copa del árbol como nuestra forma de ser serán más resistentes cuanto más fuertes sean dichas raíces. ¿Y qué tal si regamos un poco el suelo para que las ramas y hojas reflejen lo que hay en la profundidad?


Lo más significativo que aprendimos en el jardín de infantes fue a relacionarnos sanamente. Adquirimos la costumbre de compartir todo con los demás (juguetes, materiales y herramientas). También hemos experimentado el trabajo en equipo cuando, por ejemplo, cantábamos canciones a coro o armábamos figuras encastrando objetos entre varios chicos.

Poco a poco entendimos la importancia de jugar limpio con nuestros compañeros: no hacer trampa. Nos enseñaron a no usar violencia verbal ni física con nuestros semejantes. Y a disculparnos si alguna vez lo hacíamos.


En aquella época guardábamos todo lo que usábamos, nuevamente en su lugar original; manteníamos limpias nuestras pertenencias y jamás se nos ocurría tomar algo ajeno.


Adquirimos el hábito de lavarnos las manos antes de comer; entendimos que la leche era un buen alimento y que debíamos llevar una vida balanceada.


Disfrutamos de expresiones artísticas con total frescura: dibujar, pintar y escribir -aunque más no sean garabatos- eran un viaje único y mágico que transitábamos con sonrisas y orgullo por lo propio y por lo ajeno.


Con esfuerzo pudimos mezclar en proporciones justas actividades como jugar, cantar, bailar con otras como trabajar en proyectos de aprendizaje formal. Y supimos valorar, también, la importancia del descanso, usualmente en forma de siesta.


Aprendimos que todo tiene un ciclo, y no solo el día termina, también nuestras mascotas se van. Los hámsters, las tortugas, los perros y gatos nos advertían, al morir, que necesitábamos aceptación y a saber que la vida continuaba a pesar de todo.


Valoramos mucho la presencia de nuestros seres queridos hacia quienes corríamos desesperados cuando nos venían a buscar. Y aprendimos a observar el tránsito con cuidado y respeto antes de abandonar la vereda y poner un pie en la calle. Finalmente nos acostumbramos, con humildad, a aprender de quienes más sabían en ese momento, nuestros mayores, y a incorporar los conocimientos experimentando con nuestros pares, quienes estaban en el mismo proceso.


En definitiva, hemos construido nuestras raíces con respeto al prójimo, responsabilidad, diversión y descanso, aceptación y amor. Creo que es nuestro deber hacer lo necesario para que esa savia viaje desde las profundidades hasta las ramas y nuestros brazos nuevamente, y que contagien cada acción cotidiana, en tiempos actuales.


Ésto es lo que propuso Robert Fulghum en su libro "Todo lo que hay que saber lo aprendí en el jardín de infantes". ¿Y cómo podemos traer esos aprendizajes a la actualidad? A veces la retrospección puede ayudar, con frecuencia el paso de nuestros hijos por el jardín nos brinda la oportunidad, y sino, ¿qué tal si volvemos al jardín por segunda vez? No hay mucho por aprender, hay mucho por recordar y, fundamentalmente, poner en práctica, una y otra vez, hasta obtener raíces fuertes y resistentes.


Los árboles por cuyo interior no corre la savia están muertos, aunque se mantengan en pie. Busquemos la savia en los primeros años de nuestra vida, en aquello que aprendimos en el jardín de infantes, y hagámosla correr por toda nuestra sangre. Algo bueno pasará con nosotros y nuestros pares. Y así, árbol por árbol, el bosque volverá a ser verde, joven y añejo al mismo tiempo: un reflejo del jardín que supo ser tiempo atrás.



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Perro que ladra

Cuando volvía a mi casa siempre caminaba por el medio de la calle. Eran veinte cuadras aburridas y monótonas. Sólo se veían cercos o tejidos protegiendo el ingreso a las casas de fin de semana y, a lo lejos, cada construcción se emplazaba cubriendo apenas un punto en el horizonte.

Cuando uno de los campos incluyó un perro para cuidar el perímetro, realmente me asusté. El perro era grande, del tipo manto negro, con mucho pelaje. Siempre estaba solo aunque a veces venía un chico a alimentarlo. Tenía un olfato muy agudo: media cuadra antes de que yo llegara a la esquina ya estaba esperándome, saltando de un costado a otro, como juntando fuerzas para desplegar todos sus ladridos al tenerme cerca. ¡Y cómo ladraba! No hacía pausa y me intimidaba. Encima, iba siguiéndome durante los doscientos metros del campo. Su presión lograba que yo caminara, sin darme cuenta, del otro lado de la calle, empujado por el agudo sonido sus fauces. Desde la vereda de enfrente veía su baba cayéndole del hocico, como parte de su interminable ofensiva.

Pero día a día fui perdiendo miedo. Incorporaba los ladridos al paisaje, como los truenos de una tormenta o el ruido de las máquinas en la fábrica. Y luego, desafiando mi temor, comencé a caminar por su vereda, ignorando sus quejidos, sus saltos y los golpes de su cabeza contra el alambre intentando alcanzarme.

En una de las oportunidades noté que, al mirarlo, el perro se enfadaba más. Jugué con mi mirada y su enojo. Fue la primera vez que disfruté de esas cuadras, de esos ladridos, a los que acompañó mi sonrisa. Fui por más. Comencé a saltar provocando su ira, o a correr rápido y luego regresar haciendo que me siguiera como una sombra; le hacía gestos, me agachaba, me burlaba... y su impulso de locura golpeaba sobre el tejido. También le lanzaba, por los huecos del alambre entramado, pequeñas ramas que mordía en el aire, descartaba al instante y luego seguía ladrando. ¡Qué divertido había resultado el guardián!

Aquel día había sido fatal en el trabajo. Mi única ilusión era divertirme con el perro. En las cuadras anteriores junté un arsenal de ramitas, piedras y algunas hojas de papel, que también lo ponían nervioso. Fui intercambiando uno a uno mis elementos por sus ladridos absurdos y por sus inútiles arranques de violencia. Hasta logré cruzar unos dedos por el tejido tentándolo a saltos y tarascones fallidos. Y yo caminaba alegre, con la mandíbula dolorida de tanto sonreír.

Intuí que se cansaría antes que yo y me eché a correr. Me siguió, marcándome el ritmo con ladridos, hasta que me detuve alarmado al ver una irregularidad en el paisaje. Él perro aún estaba varios metros detrás de mí, y yo, por la brusca frenada, caí al piso. Desde allí vi nuevamente el hueco en el tejido. Era un semicírculo de apenas medio metro de altura donde faltaba el alambre, y se notaba que había sido cortado con alguna herramienta. Cuando quise levantarme la oscuridad de su pelaje me nubló la vista, sentí sus patas inmovilizándome y en lugar de ladridos hubo gritos. Acurrucado, el calor y la humedad brotaba de mi cuerpo en líneas que causaban dolor y ardían al contacto con el aire. Un grito agudo y lejano hizo que todo terminara.

Cuando pude abrir los ojos, lo único que vi fue el atardecer cayendo en el campo; el sol se iba, dejando al horizonte teñido de rojo y morado. Y, a lo lejos, vi al perro corriendo y agitando la cola como un plumero; a su lado, un chico que saltaba y reía: eran figuras negras sobre el fondo púrpura del campo abierto.



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Finalizando el viaje

Todos los viajes son en el tiempo, y los humanos son jinetes que intentan e intentan hasta que creen controlar el recorrido.

Ulises sabía que necesitaba varias carreras, varias vidas, que una sola no era suficiente para aprender lo necesario. Esa verdad se le había revelado a su alma en el pequeño o enorme lapso entre muerte y resurrección de un par de sus vidas. Y de alguna manera, esa conciencia desarrollada se derramó como un vaso de vino, demostrando su monarquía sobre el cuerpo, embriagando su mente, alertándolo de su finitud, de su utilidad, de su condición de transporte desechable.

Así, Ulises comenzó a pensar en contribuir a su alma, en ayudarla a alimentarse, pero no de la manera habitual, que sería viviendo intensamente, cometiendo errores y superándose, sino consiguiendo más tiempo de revelaciones, de salto entre un cuerpo y otro, de limbo, de alma vacía y receptiva a las verdades universales. El cuerpo ayudando al alma, así de accesible es la soberbia para los humanos.

Con la sangre azul, lenta y espesa, paseando holgazana en sus venas, inició el recorrido. Caminó por la salida de ese túnel oscuro que traía los desechos de la ciudad. Pisaría charcos y agua nauseabunda hasta morir en una alcantarilla para luego viajar como un barco de papel hacia el río.

Cuando las únicas luces fueron los destellos en las ondulaciones que generaban sus piernas al empujar el agua y el único sonido fue una mezcla de lenta respiración y chirriante espuma, impetuosos torrenciales de tiempos pretéritos cayeron como una tormenta silenciosa, en forma de recuerdos, sobre su cabeza.

El cuerpo, pesado de ropa húmeda, seguía empujando y se cansaba. Los recuerdos llenaban su cara de expresiones, la aspiración y la expiración se apuraban entre sí haciéndose cortas y rítmicas; el agua subía y los pasos se volvían lentos.

En los huecos de la lluvia de imágenes del pasado, pensaba en ese tiempo mágico, entre la muerte y el nacimiento, donde fundiría su conocimiento con el de otros como él.

Su camino, que era igual a algún número par, dividía el agua en múltiples diagonales de un lado y del otro, primero con la cintura, después con el pecho y los brazos y luego con el cuello. Su cabeza y su respiración también se humedecieron. Algo en él se resistió pero finalmente logró su cometido: los años de existir se reflejaban como líneas difusas en el agua mansa.

Recibió revelaciones, presenció la alquimia espiritual, fue consciente como nunca antes. Y lo supo, supo cuando mueren las almas. Entendió que debía guardar el secreto como un tesoro, y que cada alma sería eterna excepto que uno de sus cuerpos huéspedes se quitara la vida por decisión propia.


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