La suerte no existe

Me llamó la atención que Mariela se fijara en él. Hizo como siempre: se encargó de llevarle la bebida que le gustaba y se quedó a su lado alentándolo, diciéndole que la suerte llegaría si ella era su amuleto. El tipo era cordial, más aún, cuando el pronóstico se hizo realidad y ganó una pequeña suma de dinero. Mariela recibió de regalo unas monedas y Ramón —así se llamaba—, se fue apenas obtuvo el cheque. ¡Cuánta frialdad! La mayoría de los jugadores no se retira justo después de ganar.

Cuando vino por primera vez todos lo miraban de reojo y dejaban caer alguna risita burlona. Vestía un sobretodo gastado —siempre, aunque hiciera calor— y un llamativo sombrero tapando su larga melena. Luego de una semana ya era un cliente habitual del bingo.



El monótono ritual se repetía a diario: Ramón llegaba; iba siempre a la misma máquina; ella lo acompañaba y luego mantenía su garganta húmeda (algunos decían que cuando festejaban también humedecía sus labios); él ganaba el premio mayor; le regalaba monedas; cambiaba el resto por un cheque y se iba. ¡Ganaba todos los días!

Cuando Ramón se alejaba la gente se agolpaba desesperada en la máquina de la suerte diaria buscando migajas de la fortuna del “ranchero”. Pero sólo él ganaba en esa máquina. Y yo barría los restos de sándwiches, me llevaba los vasos, mantenía la higiene del lugar y con suerte encontraba, entre los cables, alguna moneda extraviada en la euforia de algún premio importante.

Mariela, que habitualmente compartía conmigo el turno completo —ella en su tarea de brindar suerte a los jugadores—, empezó a venir sólo para acompañar a Ramón. Era lógico, con él tenía asegurado un ingreso diario.

Pero había algo más. Ni lento ni perezoso, averigüé:

—¿Por qué elegiste al ranchero?

—Hay que ser observador. ¿No viste la calidad de sus zapatos? ¿Las manos cuidadas? ¿El rolex que porta? Lo que no sé es por qué se viste con ropa vieja. Es raro el tipo. Además, aunque le veas mechas largas, el Ramón es pelado.

Mi relación con Mariela era especial: ella podía coquetear con los jugadores en busca de sus dádivas generosas, ¡pero nada más! Pero sospechaba que mientras yo estaba limpiando el brillante piso del bingo, Mariela y Ramón festejaban, antes de venir, por las monedas que ganarían juntos.

—¿A qué se dedica Ramón?

—Me dijo algo de importaciones y exportaciones, pero no tiene una empresa, y a veces habla por teléfono con gente del exterior —esa respuesta fue como una cachetada. Yo sabía que en el salón, por razones de seguridad, había un bloqueador de celulares, como en los bancos ¿dónde lo había escuchado hablar por teléfono?

—¿Por qué gana siempre? ¡No me vengas con que vos le traes suerte!

—No lo sé, y la verdad no me importa, mientras siga colaborando y creyendo que es por mí…

Tenía que comprobar ese rumor de que ella “humedecía sus labios”. Esa misma noche fui a la sala de control. Llevé una pizza para compartir. Tenían un semicírculo de veinte monitores para ellos dos solos y una computadora cada uno. Las imágenes eran aburridas, pero mi vista estaba clavada en una máquina, la de Ramón.

La pizza se estaba terminando. Yo hablaba de cualquier cosa, tratando de que no se dieran cuenta cuál monitor observaba atento. Cuando sonó el teléfono, al ver el interno, me hicieron gestos para que hiciera silencio.

—Bueno, entonces lo largamos ahora —dijo el más viejo e hizo una seña al que estaba en la computadora, quién en la pantalla eligió un identificador de máquina y luego presionó el botón “Asignar”.

—¡Uh! ¿Pero quién llamó, el presidente? —consulté, simulando inocente curiosidad.

—Eh… no, tareas de rutina, de mantenimiento. Ché ¿así que estás por cambiar el auto?

Y entonces sucedió. Ramón ganó y Mariela, después de mirar hacia los costados, saltó dos veces, lo abrazó y lo besó en los labios, perdiéndose bajo el ala del sombrero. Después del beso se miraron y se dijeron algo. Luego el tumulto de gente los ocultó.

Tomé la caja de pizza con los restos dentro y de un solo movimiento la estrujé y la arrojé al tacho de basura. Salí caminando apurado y mi cabeza trabajó arduamente. Las imágenes giraban veloces y cada tanto las detenía. “El ranchero”, “Mariela”, “cheque”, “importación / exportación”. Seguía pensando, detenía la lluvia de fotos con el botón en mi cabeza: “llamada telefónica”, “asignar”, “ganar a diario”. Continué hasta que apareció la secuencia de imágenes ganadora y comprendí todo.

Busqué a Mariela por todo el salón y finalmente la encontré cerca de la salida. Con urgencia y ansiedad y acelerando las palabras le vociferé las noticias:

—¡Ya sé lo de Ramón! —dio un paso hacia atrás, me miró a los ojos y luego bajó la vista. Después de un par de segundos preguntó:

—¿Cómo lo supiste?

—Estuve en la sala de videos y lo vi todo. Ya entiendo la relación de Ramón con el bingo y con vos—tragó saliva—. Y en ese río revuelto, vos y yo podríamos ser los pescadores beneficiados, ¡y no con migajas como ahora!

Su cara dibujaba, de a momentos, una sonrisa nerviosa, pero no pronunciaba palabra. Continué con mi propuesta.

—Así que vos, que al ranchero lo conoces bien, digo, más que bien, me vas a ayudar. Buscaremos la manera de obtener una tajada importante de sus visitas camufladas al bingo —bajó la mirada, intentó abrazarme y, después de que la esquivé, cruzó los brazos—. Así de hábil como fuiste para llenar su estómago de bebida y sus labios de saliva, lo serás para llenar nuestros bolsillos de dinero. ¿Te creíste que eras su amuleto? La suerte no existe Mariela. Los secretos tampoco.

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Después de siglos de mentiras, los ciudadanos optaron por un gobernante que basara su plataforma sólo en verdades. Enarbolando la honestidad y aborreciendo la mentira, el ocultamiento y el silencio, proponía construir un mundo mejor, con la ayuda y el sinceramiento de todos.

Llevó sólo veinticuatro horas la votación, que algunos realizaron desde sus relojes, otros desde sus centros de comunicación (equipos que unían voz, video y texto), y los más anticuados desde una computadora en sus hogares.

La asunción también fue rápida ya que no era necesario desplazarse para tomar decisiones. Las primeras medidas fueron inmediatas y sus resultados revolucionarios.

"Para comenzar una sociedad basada en la honestidad y la verdad, debemos sincerarnos con todos nuestros pares. Hoy mismo comenzamos esa etapa, en la que instamos a todos los ciudadanos a que de manera espontánea quiten de su ser los secretos y mentiras que oscurecen su alma, creando así, los cimientos de una nueva sociedad, y plantando la semilla del entendimiento y el amor fraternal entre todos."

Durante dos meses hubo un enorme revuelo: se confesaron engaños amorosos, complots comerciales, pequeños robos en los lugares de trabajo y otras fechorías menores. Los resultados fueron dispares: algunas parejas —muy pocas— se fortalecieron, la mayoría se separó; algunas empresas se debilitaron y otras aprovecharon la situación; muchos empleados fueron echados y otros ascendidos.

Como sucede con los grandes cambios, los perjudicados empezaron a quejarse. Reclamaban al gobierno soluciones, pues ellos habían sido sinceros, eran el modelo de la sociedad que buscaban, y estaban solos, sin trabajo y señalados por los demás como mentirosos. Finalmente, el reclamo se centró en algo que desde el principio algunos sospechaban: no todos los ciudadanos se sinceraron, y quienes evitaron contar sus trampas lo hicieron para sacar beneficio al conocer la verdad ajena.

El gobierno, que estaba dispuesto a llegar al fondo de la transformación, tomó una medida totalmente inesperada: creó el "Centro de Difusión de la Verdad". Inicialmente se dudó de su capacidad para resolver un problema global y particular a la vez, pero su accionar fue efectivo y causó estragos.

El CeDVe, en sólo tres semanas, aún no se supo con qué tecnología, develó todos los secretos que alguna vez estuvieron en medios de comunicación públicos o privados. Las personas recibieron llamados telefónicos sólo para oír una conversación de sus parejas con su eventual amante. Los directivos de empresas recibieron e-mails desde el CeDVe con copias de acuerdos o sobornos llevados adelante por sus empleados. Otros veían videos de sus amigos o familiares burlándose o hablando mal a sus espaldas.

Fue entonces cuando llegó el caos. Prácticamente todos los ciudadanos habían sido perjudicados en alguna forma por este masivo descubrimiento de mentiras ocultas. Y si bien al principio no fue fácil organizarse, puesto que ninguno confiaba en el otro por su fama de farsante, poco a poco la gente mostró su descontento. Había una total parálisis en la sociedad. Quedaba poca gente dispuesta a trabajar, o pocos empleadores dispuestos a contratar gente. Los hogares estaban desapareciendo. La gente no se comunicaba. El amor era más un riesgo que un disfrute. El sexo se hizo sucio y ni una simple conversación podía mantenerse por temor a incurrir en una falta que luego sería develada.

De forma espontánea, en pequeños grupos que se comunicaban por señas, la gente salió a protestar a las calles. No había una sola plaza vacía; en todas, la multitud reclamaba soluciones reales y, los más radicales, pedían la eliminación del CeVDe.

Por supuesto que el gobernante tuvo que dar una respuesta. Su holograma apareció a lo alto de cada concentración y, con gran soltura, desde su casa, dijo:

—Siempre fuimos conscientes de que el proceso sería difícil. Sabemos bien que el cambio es duro; sabemos bien lo que están pasando; y estamos poniendo a punto las medidas que nos llevarán a construir nuevas relaciones entre todos, siempre con la verdad como premisa. El CeVDe es independiente del gobierno, funciona automáticamente y avisará a quien corresponda cuando alguien falte a la verdad. Seamos pacientes, lo mejor está por venir.

La gente se retiró a sus hogares con amargura. Le pareció haber oído las palabras de un político de los viejos, los que gobernaban con mentiras disfrazadas de verdades benévolas. Pero, ¿de qué manera enojarse frente a ello si todos estaban quejándose por haber sido descubiertos como mentirosos? La contradicción logró amainar la rebeldía de la gente, aunque las mentes no cesaron de trabajar.

Como tampoco dejó de trabajar el CeVDe, cuyo sistema descentralizado de computadoras se cayó por sobrecarga, cuando el organismo tuvo que mostrar, a cada ciudadano que asistió a la plaza, un holograma con las verdaderas palabras detrás del discurso del gobernante.

Recién en ese momento vino la revolución, ¡la verdadera! Porque no todas las mentiras son iguales. Con algunas, no se juega.


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Ahorrar tiempo cuesta dinero

A la distancia supe que el viento azotaba la casa cuando vi que la lámpara de su entrada se movía desparramando luz como una luciérnaga. Allí podrían ayudarme, supuse. El mal estado de la ruta, un atajo hacia la autopista que me ahorraría tiempo, hizo que mi auto se detuviera después de un fuerte ruido metálico. Tenía que revisarlo pero ¿cómo hacerlo de noche, sin iluminación y sin herramientas?

Pasaron unos minutos desde que golpeé a la puerta hasta que abrieron. Me atendió un hombre joven, adolescente por su aspecto, pero con una mirada y actitud muy madura (no sé por qué, pero esperaba encontrar una persona mayor en una casa grande que, probablemente, requiriera de mucho trabajo y disciplina para mantenerla). Le expliqué lo que necesitaba; me invitó a pasar; y enseguida estábamos tomando café en una hermosa sala con muebles de estilo rústico.

—¿Adónde viajaba? —mientras me hablaba examinaba cada uno de mis movimientos, y cada vez que se acomodaba en el sillón miraba mi maletín.

—Hacia Bahía Azul, allí fui citado por trabajo, soy arquitecto.

—Mucha gente comete imprudencias manejando. Lo veo seguido. No hacen la revisión del auto antes de viajar; no llevan los elementos mínimos para superar un inconveniente. En algunos aspectos parecen niños aún. También en la curiosidad: usan atajos para ahorrar tiempo —su forma de hablar y los gestos con que acompañaba sus palabras me hacían sentir incómodo. Como cuando mi abuelo se dirigía a mí desde la altura que la experiencia de los años le daba. Respondí evadiendo la crítica e intentando averiguar, indirectamente, su edad:

—Sí, a veces confiamos demasiado en los autos, en las computadoras, en consejos sobre qué caminos elegir. ¿Usted hace mucho que vive aquí?

—Lo suficiente como para conocer bien la zona. Vivo muy tranquilo... No tengo sala de huéspedes, pero si le parece bien puede dormir aquí, en el sofá.

Me acomodé en el sillón y, pensando en qué podría haberle pasado al auto, encontré el sueño. A la madrugada, como es mi costumbre, me desperté para ir al baño. Al regresar me llamó la atención un zumbido, que en el silencio nocturno se hizo claramente audible. Venía de una habitación contigua. Con cuidado pasé la puerta. Caminé por un pasillo oscuro mientras el sonido aumentaba. Encontré un sillón mullido, ubicado sobre un riel y con un casco como los usados en las peluquerías unido arriba del respaldo. Intrigado, tomé asiento, cubrí mi cabeza con el cono, y la oscuridad fue total. Cada apoya-brazo tenía un botón. Presioné el de la izquierda y la máquina empezó a moverse. No podía creer lo que estaba viviendo. Era como una película de mi vida pero marcha atrás. Empecé viendo lo más importante que me sucedió en el último año, y reviví lo que había sentido en cada oportunidad. Retrocedí aproximadamente quince años y las sensaciones de mi adolescencia no me resultaron gratificantes. Mantuve presionado el botón derecho y en sólo segundos estuve otra vez en el punto de partida. Salí del sillón y comencé a caminar. Sentía una fuerza y una jovialidad irreconocibles. Tanto que decidí regresar al sillón. Caminaba balanceando los brazos y mostrando entusiasmo en mi lenguaje corporal. Una vez ubicado presioné el botón derecho. Si el izquierdo me llevó al pasado probablemente con aquel podría ver el futuro. Lo que viví fue confuso y difícil de creer. Solo me conformó haber encontrado que llegaría a viejo luego de una vida muy rica en situaciones.

Regresé. Salí del sillón con dificultad, caminé muy agotado por el pasillo, y me acosté lentamente en el sofá.

Al día siguiente tuve que pedir ayuda a mi anfitrión para levantarme. Me sentía muy raro, y él asentía con la cabeza, como hacen los médicos cuando conocen la razón de los síntomas de un enfermo. Le demandé una respuesta con la mirada, y empezó a hablar:

—¿Se pregunta qué pasó? Pasó lo de siempre: los abogados se creen mecánicos; los arquitectos científicos. Todos se sienten con derecho a invadir la privacidad de las profesiones ajenas. Y usted, señor, por lo que veo, estuvo hurgando en mi experimento, ¡sin saber nada de ciencia! La máquina del tiempo lo transporta hacia el pasado o el futuro y lo trae. Y volver lleva el mismo tiempo que ir, como es lógico. Sin embargo, si uno vuelve rápido, no deshace los cambios físicos y se trae el aspecto del momento en el tiempo al que llegó...

Mientras digería las extrañas noticias y recordaba mi paseo nocturno, con gran asombro vi mis manos llenas de arrugas, sentí mi espalda encorvada, y toqué piel al buscar mi cabello. "¡No puede ser!" creí gritar, pero apenas si emití una voz débil, entrecortada y rasposa, que contrastó con la del joven que, con su cínica sonrisa, continuó hablando con deleite:

—Es un proyecto interesante y da resultados. De hecho, le asombraría conocer mi edad real. Pero el mantenimiento del equipo es muy costoso y siempre estoy buscando gente que colabore con dinero y recursos, y creo que usted es un firme candidato. Claro, después de su aporte podemos arreglar un nuevo viaje en el tiempo para que usted vuelva como desee volver.

Desesperado, quise levantarme, y un tirón en la espalda me dejó inmóvil. Giré la cabeza alrededor y noté que mi maletín no estaba donde lo había dejado. Era evidente que debía colaborar con el proyecto.

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Despues del aura

El consultorio estaba en un jardín de invierno. Psicólogo y paciente parecían dibujados en lápiz negro sobre la luminosidad de los ventanales que traslucían el sol de la tarde.

—Dígame Carlos, ¿en qué puedo ayudarlo? —tras su escritorio de roble, mientras esperaba la respuesta, veía a su paciente haciendo sombras chinas con las manos y buscando con sus ojos, en el piso, las palabras.

—No estoy bien. No sé adónde ir, como esconderme. Estoy perdiendo todo. ¡Tanto esfuerzo y para qué!

—Carlos, ¿qué es lo que está perdiendo? —mantenía la calma y la paciencia de un pescador y tiraba la red con cada pregunta en busca de conflictos y sus razones.

—La empresa. Tengo una empresa de recruiting y ya no tengo gente ni trabajos.

A veces, aunque era una actitud criticable, el psicologo preguntaba sabiendo la respuesta:

—¿Usted estudió recursos humanos Carlos?

—No, soy bachiller, pero me doy mucha maña.

—Cuénteme, ¿cómo llegó a tener su empresa? —lo notó más tranquilo en la respuesta anterior, y creyó que era el momento adecuado para que hablara libremente. Algo podría salir a la superficie.

—En realidad, no me dedicaba a encontrar gente para un perfil laboral, sino a confirmar la calidad de la persona seleccionada. Tengo "ojo clínico" o un "quinto sentido" para eso. Trabajo con el departamento de recursos humanos de las empresas o con agencias de selección de personal.

—¿Cómo es eso del "ojo clínico"? ¿Tiene que ver con que usted use anteojos? —se mantuvo serio y lo miró todo el tiempo, no quería que sintiera que lo estaba cargando.

—No, sí. Bueno..., yo puedo saber cuando una persona es buena o mala.

—Ajá.

—Es por llamarme Carlos González, sino no me hubiera pasado. Le explico: yo trabajaba de cadete y me compré una remera por internet. La retiré del correo y al abrirla en casa encontré unos anteojos, muy envueltos y protegidos. Aunque ya tenía mis propios lentes, de lejos y de cerca, me los quedé y no reclamé la remera. Los probé, no encontré aumento y no entendí para qué servían.

»En la semana siguiente, un día me quedé dormido. Salí apurado y me llevé los lentes nuevos en lugar de los de lejos. Cuando me los puse, al principio no veía nada, y al fijar la vista varios segundos en una persona veía un color alrededor del cuerpo. Luego supe que eso era el aura.

»Y aprendí que si el color era claro la persona era buena, si era oscuro tenía un alma sucia. ¡Y era verdad eh! Tarde o temprano tuve problemas con los de aura negra. Así fue que decidí apartarme de todos los sucios. Tuve que inventar excusas y pelearme por pavadas porque no quería que nadie supiera de mis lentes mágicos. Y me quedé sólo con gente blanca alrededor. Bueno, me quedaban algunos negros y otros grises, entre jefes, vecinos y familiares. Pero la gente que yo elegía era toda buena.

»Algunos me tildaban de prejuicioso cuando me alejaba de la gente, pero luego se daban cuenta de que yo tenía razón. Me hice fama en la oficina; me ofrecieron trabajar en recursos humanos; y entonces sólo entraba a trabajar gente sana. Así fue como se me ocurrió brindar el mismo servicio por mi cuenta. Y me fue muy bien.

—¿Usted cree que su método no falla?

—Lo he comprobado. No falló nunca. Es muy seguro.

Carlos se había relajado. Hablaba fluido y se oía muy sincero. Era el momento de ir directo al problema.

—¿Y qué pasó que ahora no tiene trabajos?

—Y, que no los merezco —su rostro se tensionó, cruzó los brazos y echó el cuerpo hacia atrás en la silla—. Tampoco mis empleados me merecen como jefe, por eso los eché a todos. Me quedé sólo y ni siquiera atiendo el teléfono.

—¿Y cuando comenzó con esa actitud?

—Desde el lunes de la semana pasada. Me volví a quedar dormido. Me vestí rápido. Avisé que llegaría tarde. Noté que necesitaba afeitarme, me puse los lentes para ver mejor y no cortarme, y me embadurné la cara de crema. Antes de comenzar a rasurarme, me vi en el espejo y no lo pude creer: la espuma blanca y el resto de mi cuerpo estaban cubiertos por un halo oscuro, como un humo negro flotando. Sin querer me había puesto los lentes mágicos ¡y estaba viendo mi propio aura! Y ahora no puedo conmigo mismo. Ningún alma blanca merece estar con una persona sucia.

—Carlos, le voy a recomendar a un profesional muy bueno, una colega que tiene experiencia en este tipo de casos —dijo mientras confirmaba con el reloj que la sesión había terminado—. Es la doctora Laura Remeriti. Ella atendió, hace un tiempo, un paciente con un perfil similar con resultados excelentes —mientras escribía hacía memoria, ¿era una prenda de vestir el amuleto de ese paciente que creía tener poderes cuando la usaba? ¡ah, sí! una remera—. Tome, lleve esta recomendación —estiró la mano alcanzándole el papel y Carlos lo agarró desde lejos, con la punta de los dedos, mientras con la otra mano se calzaba los lentes y dejaba su vista fija en el psicólogo—, después de Laura andará muy bien.

Carlos siguió mirando al psicólogo y luego de unos segundos bajó sus cejas, negó balanceando la cabeza, guardó el papel sin leerlo, se quitó los lentes mágicos y salió del consultorio sin saludar.


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Fuerte de alma

La mujer leía concentrada a pesar del ruido del tren en movimiento. Ni siquiera dejó de leer cuando giró las piernas para darle paso al viejo que se sentaría a su lado. Él caminó y la esquivó haciendo equilibrio con un libro bajo el brazo derecho y una caja entre las manos. Ya sentado, buscó dentro del bolsillo del saco una lapicera; abrió su libro; hizo algunas anotaciones; y miró de reojo la lectura de su compañera. Luego, sin disimulo, la observó detenidamente hasta que le habló:

—¿Me lee? Yo soy viejo como un roble, tú eres joven como un lirio.

Ella lo ignoró intencionalmente. La idea de un desconocido hablándole parecía molestarle, y ni esas palabras tan familiares lograron ablandarla. Pero el hombre insistió:

—Vienen nubes tenebrosas y montañas espantosas. Y tú, que eres vida de mi vida, no me tocas, no me hablas.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza. Por primera vez lo miró y con lástima levantó sus cejas consultando, preguntando sin hablar.

—Es que me aserraron el cráneo, me estrujaron los sesos, y el corazón frío lo arrancaron de mi pecho. Por eso te pido, dame un rayo de luz que reavive mi fe, que ya se apaga.

Entonces la mujer, conmovida, se inclinó hacia el pobre hombre y, haciendo memoria, le dijo o le recitó:

—No te des por vencido ni aún vencido. Sé como el clavo enmohecido que aún viejo y ruin vuelve a ser clavo, no como el cobarde pavo que esconde su plumaje al primer ruido.

Una sonrisa placentera se dibujó en el rostro que, bajo la tupida barba canosa, ocultaba enjambres de arrugas. Su boca, llena de años y saliva, pronunció un agradecimiento casi inaudible. En ese estado de felicidad, y después de guardar el libro en una simple caja de zapatos, se levantó, bajó del tren y se quedó sentado en el suelo del andén, en la vieja estación de San Justo.

Ella se quedó mirándolo con asombro y extrañeza, y entonces quise saber qué había sentido.

—¿Disfrutaste la experiencia?

—No sé... la forma en que me habló—sus ojos oscuros brillaban como repasando lo sucedido—, las palabras que usó, fue todo muy raro.

—Una vez hablé con él, pero no logre que sonriera porque yo no vuelo con la poesía: no me llega. Pero cuando te vio leyendo ese libro, se dio cuenta que tendría un poco más de vida con vos, y tus palabras se lo confirmaron.

La mujer tomó el libro con ambas manos y leyó el título, “Siete sonetos medicinales”: todo se aclaró de golpe. Abrazó el libro unos instantes, derramó una lágrima y lo abrió nuevamente en la primera página. Descubrió su nombre real, Pedro Palacios; que falleció en 1917 y que a pesar de las autopsias no encontraron la razón de su muerte; que fue más conocido como Almafuerte y que aún vive con sus lectores, especialmente entre aquellos capaces de incorporar y vivir sus versos.



El parlamento de "el viejo" está formado con fragmentos de los poemas Vade retro, Tempestad, ¿Por qué no lo mandas?, El soñador y Fúnebre; el texto en cursivas es un fragmento literal de ¡Piu Avanti!, todas obras de Almafuerte.

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