Despues del aura

El consultorio estaba en un jardín de invierno. Psicólogo y paciente parecían dibujados en lápiz negro sobre la luminosidad de los ventanales que traslucían el sol de la tarde.

—Dígame Carlos, ¿en qué puedo ayudarlo? —tras su escritorio de roble, mientras esperaba la respuesta, veía a su paciente haciendo sombras chinas con las manos y buscando con sus ojos, en el piso, las palabras.

—No estoy bien. No sé adónde ir, como esconderme. Estoy perdiendo todo. ¡Tanto esfuerzo y para qué!

—Carlos, ¿qué es lo que está perdiendo? —mantenía la calma y la paciencia de un pescador y tiraba la red con cada pregunta en busca de conflictos y sus razones.

—La empresa. Tengo una empresa de recruiting y ya no tengo gente ni trabajos.

A veces, aunque era una actitud criticable, el psicologo preguntaba sabiendo la respuesta:

—¿Usted estudió recursos humanos Carlos?

—No, soy bachiller, pero me doy mucha maña.

—Cuénteme, ¿cómo llegó a tener su empresa? —lo notó más tranquilo en la respuesta anterior, y creyó que era el momento adecuado para que hablara libremente. Algo podría salir a la superficie.

—En realidad, no me dedicaba a encontrar gente para un perfil laboral, sino a confirmar la calidad de la persona seleccionada. Tengo "ojo clínico" o un "quinto sentido" para eso. Trabajo con el departamento de recursos humanos de las empresas o con agencias de selección de personal.

—¿Cómo es eso del "ojo clínico"? ¿Tiene que ver con que usted use anteojos? —se mantuvo serio y lo miró todo el tiempo, no quería que sintiera que lo estaba cargando.

—No, sí. Bueno..., yo puedo saber cuando una persona es buena o mala.

—Ajá.

—Es por llamarme Carlos González, sino no me hubiera pasado. Le explico: yo trabajaba de cadete y me compré una remera por internet. La retiré del correo y al abrirla en casa encontré unos anteojos, muy envueltos y protegidos. Aunque ya tenía mis propios lentes, de lejos y de cerca, me los quedé y no reclamé la remera. Los probé, no encontré aumento y no entendí para qué servían.

»En la semana siguiente, un día me quedé dormido. Salí apurado y me llevé los lentes nuevos en lugar de los de lejos. Cuando me los puse, al principio no veía nada, y al fijar la vista varios segundos en una persona veía un color alrededor del cuerpo. Luego supe que eso era el aura.

»Y aprendí que si el color era claro la persona era buena, si era oscuro tenía un alma sucia. ¡Y era verdad eh! Tarde o temprano tuve problemas con los de aura negra. Así fue que decidí apartarme de todos los sucios. Tuve que inventar excusas y pelearme por pavadas porque no quería que nadie supiera de mis lentes mágicos. Y me quedé sólo con gente blanca alrededor. Bueno, me quedaban algunos negros y otros grises, entre jefes, vecinos y familiares. Pero la gente que yo elegía era toda buena.

»Algunos me tildaban de prejuicioso cuando me alejaba de la gente, pero luego se daban cuenta de que yo tenía razón. Me hice fama en la oficina; me ofrecieron trabajar en recursos humanos; y entonces sólo entraba a trabajar gente sana. Así fue como se me ocurrió brindar el mismo servicio por mi cuenta. Y me fue muy bien.

—¿Usted cree que su método no falla?

—Lo he comprobado. No falló nunca. Es muy seguro.

Carlos se había relajado. Hablaba fluido y se oía muy sincero. Era el momento de ir directo al problema.

—¿Y qué pasó que ahora no tiene trabajos?

—Y, que no los merezco —su rostro se tensionó, cruzó los brazos y echó el cuerpo hacia atrás en la silla—. Tampoco mis empleados me merecen como jefe, por eso los eché a todos. Me quedé sólo y ni siquiera atiendo el teléfono.

—¿Y cuando comenzó con esa actitud?

—Desde el lunes de la semana pasada. Me volví a quedar dormido. Me vestí rápido. Avisé que llegaría tarde. Noté que necesitaba afeitarme, me puse los lentes para ver mejor y no cortarme, y me embadurné la cara de crema. Antes de comenzar a rasurarme, me vi en el espejo y no lo pude creer: la espuma blanca y el resto de mi cuerpo estaban cubiertos por un halo oscuro, como un humo negro flotando. Sin querer me había puesto los lentes mágicos ¡y estaba viendo mi propio aura! Y ahora no puedo conmigo mismo. Ningún alma blanca merece estar con una persona sucia.

—Carlos, le voy a recomendar a un profesional muy bueno, una colega que tiene experiencia en este tipo de casos —dijo mientras confirmaba con el reloj que la sesión había terminado—. Es la doctora Laura Remeriti. Ella atendió, hace un tiempo, un paciente con un perfil similar con resultados excelentes —mientras escribía hacía memoria, ¿era una prenda de vestir el amuleto de ese paciente que creía tener poderes cuando la usaba? ¡ah, sí! una remera—. Tome, lleve esta recomendación —estiró la mano alcanzándole el papel y Carlos lo agarró desde lejos, con la punta de los dedos, mientras con la otra mano se calzaba los lentes y dejaba su vista fija en el psicólogo—, después de Laura andará muy bien.

Carlos siguió mirando al psicólogo y luego de unos segundos bajó sus cejas, negó balanceando la cabeza, guardó el papel sin leerlo, se quitó los lentes mágicos y salió del consultorio sin saludar.


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