Fuerte de alma

La mujer leía concentrada a pesar del ruido del tren en movimiento. Ni siquiera dejó de leer cuando giró las piernas para darle paso al viejo que se sentaría a su lado. Él caminó y la esquivó haciendo equilibrio con un libro bajo el brazo derecho y una caja entre las manos. Ya sentado, buscó dentro del bolsillo del saco una lapicera; abrió su libro; hizo algunas anotaciones; y miró de reojo la lectura de su compañera. Luego, sin disimulo, la observó detenidamente hasta que le habló:

—¿Me lee? Yo soy viejo como un roble, tú eres joven como un lirio.

Ella lo ignoró intencionalmente. La idea de un desconocido hablándole parecía molestarle, y ni esas palabras tan familiares lograron ablandarla. Pero el hombre insistió:

—Vienen nubes tenebrosas y montañas espantosas. Y tú, que eres vida de mi vida, no me tocas, no me hablas.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza. Por primera vez lo miró y con lástima levantó sus cejas consultando, preguntando sin hablar.

—Es que me aserraron el cráneo, me estrujaron los sesos, y el corazón frío lo arrancaron de mi pecho. Por eso te pido, dame un rayo de luz que reavive mi fe, que ya se apaga.

Entonces la mujer, conmovida, se inclinó hacia el pobre hombre y, haciendo memoria, le dijo o le recitó:

—No te des por vencido ni aún vencido. Sé como el clavo enmohecido que aún viejo y ruin vuelve a ser clavo, no como el cobarde pavo que esconde su plumaje al primer ruido.

Una sonrisa placentera se dibujó en el rostro que, bajo la tupida barba canosa, ocultaba enjambres de arrugas. Su boca, llena de años y saliva, pronunció un agradecimiento casi inaudible. En ese estado de felicidad, y después de guardar el libro en una simple caja de zapatos, se levantó, bajó del tren y se quedó sentado en el suelo del andén, en la vieja estación de San Justo.

Ella se quedó mirándolo con asombro y extrañeza, y entonces quise saber qué había sentido.

—¿Disfrutaste la experiencia?

—No sé... la forma en que me habló—sus ojos oscuros brillaban como repasando lo sucedido—, las palabras que usó, fue todo muy raro.

—Una vez hablé con él, pero no logre que sonriera porque yo no vuelo con la poesía: no me llega. Pero cuando te vio leyendo ese libro, se dio cuenta que tendría un poco más de vida con vos, y tus palabras se lo confirmaron.

La mujer tomó el libro con ambas manos y leyó el título, “Siete sonetos medicinales”: todo se aclaró de golpe. Abrazó el libro unos instantes, derramó una lágrima y lo abrió nuevamente en la primera página. Descubrió su nombre real, Pedro Palacios; que falleció en 1917 y que a pesar de las autopsias no encontraron la razón de su muerte; que fue más conocido como Almafuerte y que aún vive con sus lectores, especialmente entre aquellos capaces de incorporar y vivir sus versos.



El parlamento de "el viejo" está formado con fragmentos de los poemas Vade retro, Tempestad, ¿Por qué no lo mandas?, El soñador y Fúnebre; el texto en cursivas es un fragmento literal de ¡Piu Avanti!, todas obras de Almafuerte.

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