Desde las cenizas

Eran las once de la mañana y estaba todo preparado: la casa limpia y ordenada, la mesa puesta y yo listo —ansioso también— para el encuentro tan deseado. Cruzaba los dedos rogando que el delivery (que traería pastas rellenas con pollo, bañadas en salsa rosa, su plato favorito) llegara antes que ella.

¡Pensar que nos conocimos peleando! Yo había entrado al chat y le hablé: “Hola Luna, como estas?”, y ella me llenó la pantalla de reproches y reclamos: “…no te hagas el tonto se que sos Fenix con otro apodo”, “sos una basura me queres usar a mi tambien como hicistes con las otras chicas”, y otros ataques más que no comprendí y que ahora no recuerdo. Le aseguré y le juré que no era Fenix sino Federico. No me creyó pero seguimos conversando hasta que terminó dándome la razón.

Y ahora, tres meses después, la estaba esperando con la vista clavada en la puerta y deseando que el timbre cortara el silencio y la soledad.

Hablamos tanto en el MSN… Me contó que trabaja como vendedora y que viaja por diferentes ciudades visitando clientes, que es soltera y confía en que el amor de su vida aparecerá de un momento a otro; yo le conté algo sobre mis relaciones anteriores y mis planes futuros. Poco a poco nos fuimos enganchando hasta caer en una gran dependencia: cada día, esperábamos impacientes que llegara el atardecer para chatear dos, tres y hasta cuatro horas. No recuerdo en qué momento empezamos a tratarnos como novios pero desde ese instante nuestras charlas se cargaron de erotismo y de inteligencia. Jugábamos a seducirnos como si estuviéramos frente a frente, y muchas veces vivimos virtualmente el encuentro de hoy, con lujo de detalles. Nos volvimos expertos en el arte de hacernos el amor; y no dudábamos de que el encuentro real sería como una obra de teatro magistralmente interpretada, después de tantos ensayos.

¡Por fin! El timbre sonó tembloroso y entrecortado al principio, y ronroneó vacilante después.

Mientras me levantaba del sillón volví a imaginarla como tantas veces; contaba solo con su descripción ya que nunca me envió fotos ni quiso usar su cámara web. La recordaba con pelo castaño, ojos claros, delgada, no muy alta. Mentalmente, veía en ella una mirada pícara y actitud inquieta, como nerviosa. Me había dicho que su aspecto quizá variaría un poco respecto de la descripción o de mi imaginación, pero yo le aseguré que la quería más allá de sus características físicas, y era verdad. Quedó en pasar por mi casa luego de recorrer el barrio, aún con la carpeta en la mano, como si yo fuera un cliente más. ¡Cuánto hemos fantaseado con la forma en que la pobre carpeta volaría por los aires víctima de nuestra pasión irrefrenable!

Caminando hacia la puerta supuse que me encontraría con el almuerzo llegando justo antes del mediodía.

Primero abrí la puerta, despacio; luego, cuando la vi, abrí la sonrisa, de marco a marco: ¡era hermosa! El pelo rubio llovía sobre su camisa. Era más joven de lo que esperaba y su mirada en lugar de pícara era esquiva. Miró su carpeta y no dijo nada, ¡no hacía falta! Extendí mi mano izquierda en dirección al living, y entró. Caminé los pasos que me separaban de su armónica figura sin despegar mi mirada de sus ojos marrones. Ella, sosteniendo la carpeta con ambas manos sobre su falda, no podía responderme la mirada y observaba, en cambio, los diferentes rincones de mi casa.

Parados frente a frente y rostro contra rostro, intenté besarla, y su boca se escondió en un costado. Entonces recordé lo que me contó chateando: había sufrido mucho por un desengaño amoroso y le costaba abrirse a alguien nuevamente. De hecho, yo sería su primer hombre desde aquella tormentosa relación. Lo único que hice fue esconder su rostro entre mi pecho y mi hombro y jugar con una mano en su pelo y con la otra en su espalda.

Cuando sus manos se animaron a responder de igual manera, busqué otra vez sus ojos, y encontré sus labios. Todavía el beso era frío, suave y superficial, o quizá yo estaba muy ansioso. Pero, así como en el chat nos conocimos acumulando palabras, nuestros labios fueron sumando besos y descubriéndose paulatinamente; y en poco tiempo ganaron confianza.

Nos sacamos los apodos, los e-mails y las cuentas de sitios sociales; nos quitamos la ropa, el calzado y todo lo que molestaba. Hicimos de la alfombra una pradera, de su piel un templo abandonado a re descubrir, de mis manos una enredadera y de nuestros cuerpos un nudo que rodó sobre el césped como un animal salvaje. Olvidamos el guión que habíamos ensayado y escribimos, con sudor compartido, uno nuevo.

Después de la improvisada función, atrapamos el relax y la tranquilidad en un fuerte abrazo cuando el timbre, inoportuno, volvió a chillar en la puerta. En realidad, era bienvenido; hay ocasiones en que la comida se hace indispensable. El timbre volvió a sonar, más largo e impaciente que antes. Apurado, apenas logré vestirme con una remera y mi ropa interior, y abrí la puerta.

Encontré una mujer con los brazos en alto. En una mano sostenía una botella de vino y en la otra una carpeta. También sostenía una sonrisa que, al tiempo que los brazos bajaban, fue apagándose para dejar en penumbra un rostro de asombro y decepción. Más abajo, colgando de su cuello, tenía un cartel que reclamaba “Luna”. Di un paso atrás, intenté taparme las piernas, y ella aprovechó para entrar. La otra mujer, aún descalza, se acomodó la pollera y comenzó a re organizar su carpeta que había perdido hojas en la alfombra.

Luna miraba a la mujer. La mujer siguió mirando la alfombra. Yo no sabía qué hacer. El triángulo estaba unido por un aire espeso y gomoso. Me acerqué a Luna y le dije en voz baja, tratando de que la otra no me escuchara:

—Fue una confusión... tiene una carpeta, yo no sabía...

Pero “la otra” me interrumpió y, por primera vez, la escuché hablar:

—Es... es una encuesta rápida, solo..., solo son cinco minutos —no sé si por la ausencia de respuesta, o por la mirada incrédula de Luna, pero terminó la frase después de un par de segundos de mirarnos alternadamente—. Creo, creo que volveré en otro momento.

Y salió de la casa sin levantar la mirada mientras un “fue hermoso” se me atragantaba en la garganta.

Cerré los ojos y me puse a repasar mentalmente lo sucedido. Sentía frío en las piernas y calor en el rostro. Escuché que Luna repetía, en voz baja o quizá distante, con tono de reproche, algo sobre Fenix. Sentí que tendría que comenzar todo de nuevo, desde las cenizas.


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