Actuación cautelar

Desayunaba con fingida tranquilidad. No se preocupó de juntar las migas de pan ni de limpiarse las manos cuando untó manteca en la tostada sin controlar la fuerza y desparramó todo en la mesa. Tampoco le importó que el café con leche se enfriara lentamente. En su cabeza solo había lugar para imaginar la escena: ¡el día había llegado!

Era un buen abogado aunque sus años de estudio habían relegado su vocación de actor. Pero con la filmación del documental sobre el Palacio de Justicia su pasión juvenil se haría realidad. Interpretaría a un conductor que había atropellado y matado a un peatón, y sería condenado en un juzgado penal. No hacía falta que hablara, su actuación estaba basada en gestos, pero debía meterse en el personaje completamente para que sus expresiones fueran creíbles.

Cuando subió al auto se dio cuenta de que iba con retraso. Manejó apurado, sabía que no podrían comenzar la jornada sin él. Más se apuraba y más se retrasaba; el tránsito era traicionero. Era un día muy especial para él, así que superó cada traba del camino y avanzó casi sin parar ni mirar.

Cuando llegó lo llevaron a la sala. Puso cara de circunstancia cuando leyeron los cargos y apenas si miró al juez con el entrecejo fruncido cuando pronunció la condena. Reforzó su gesto pensando, “¿Diez años de cárcel por chocar a un imbécil que cruzaba la calle con el semáforo en rojo? ¡Yo estaba realmente apurado! ¡Era un día especial! ¿Esto es justicia?” y entonces el rostro mostró indignación y un poco de impotencia y dolor.

Su abogada, su socia, que estuvo en silencio sentada a su lado, se puso de pie y con un ademán llamó a la fuerza pública. El condenado la miró con rabia mientras un policía lo llevaba a los tirones tomándolo del brazo. Quiso gritar. Mejor aún, ¡correr!: se sentía impulsado a hacerlo, total, él conocía mejor que nadie los pasillos del Palacio de Justicia. Pero no hizo nada. Se dejó llevar por el oficial como se dejó engañar por su abogada, que jamás lo defendió, tan fiel que había sido siempre. Tratándose de ella, resultaba incomprensible una traición así. Él estaba enamorado de su socia, y ella lo sabía. Era su princesa; así la llamaba y así la trataba cuando estaban solos. Y en ese momento se había convertido en su verdugo.

Como Hamlet, caminaba de una esquina a otra de la sala recitando, o lanzando alaridos a una audiencia de oídos sordos. Cuatro años habían pasado desde la primera actuación. Todos los días se preguntaba si completaría primero los diez años de condena o escucharía gritar “¡Corten!” en algún momento. Mientras tanto, la noche se cerraba apagando la débil luz del sol del atardecer que llegaba cortada en rodajas a través de los barrotes de su celda: un día más en que el telón bajaba sin público ni aplausos.

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