Los otros yo

La casa era demasiado lujosa para un barrio tan marginal. Muchos deseaban entrar y adueñarse de algunos elementos creyendo que sus dueños los reemplazarían rápidamente.

El “Conejo” aprovechó la oportunidad. Fue fácil abrir la puerta. Se asustó cuando un perro corrió hacia él, pero luego lo vio moviendo la cola, señal de felicidad y bienvenida, y el temor desapareció. El zaguán era diminuto. Avanzó hacia la luz. La sala lo recibió con un destello que, como un relámpago enceguecedor, lo obligó a taparse los ojos con las manos. Luego, despacio, fue despejando su mirada. Encontró un loft con una particularidad, todo era espejado: las paredes, la cama, la mesa e incluso los techos y pisos.

Cientos de Conejos se movían en diferentes direcciones copiándole cada paso. Veía caras de asombro a su alrededor.

Primero se sintió poderoso, con un ejército de soldados obedientes y sumisos a su disposición. Jugó, forzando a sus huestes a imitar extraños movimientos. Se sintió un director de orquesta y después un simple profesor de gimnasia. Pero... ¿qué pasaría cuando se viera como sus otros yo, los detestables? ¿Lo perseguirían sus fantasmas? Desesperado, quería salir de esa casa cerrando pasados turbulentos, escapando de él mismo, ¡urgente!

Caminaba rápido sobre el reflejo de sus pies y no advirtió el escalón. Se vio en el piso, cayendo de boca en su boca y arrastrando a los demás al encuentro del mismo cuerpo. Algunas gotas de sangre ensuciaron el suelo, las paredes y el techo. Intentó limpiar su sangre, pero igual quedaron los restos esparcidos por toda la casa, como múltiples manchas rojas.

Siguió buscando la salida. La puerta no era visible. No había picaportes. Revisó las paredes corriendo de un lado a otro. Sólo encontraba su desesperada mirada, que alimentaba el desconcierto. Exhausto de correr con miles de piernas, quedó en el centro de la sala y se desahogó. El grito rebotó y se reflejó en las paredes hasta atormentarlo. Cayó en cuclillas y lloró evitando emitir sonidos. Tenía la cabeza escondida en el regazo y los ojos cerrados. Pasó el tiempo hasta que el sueño ganó la batalla.

Lo despertó un hombre que no era su reflejo. Lo ayudó a pararse. Le recordó que había cometido un delito y que tenían la obligación de denunciarlo. Pero le ofreció firmar un papel para evitarlo. El Conejo accedió, solo quería irse de allí. El contrato hablaba de usar las imágenes grabadas y algo sobre los derechos.

—¡Qué bien la está haciendo el ruso! –comentó con envidia el encargado de vigilancia a su compañero—. Con tantas grabaciones, gana guita fácilmente.

—Y si, ganar es tan fácil para él porque acá está lleno de ladrones principiantes. Supongo que éste, antes de entrar en una casa ajena, la siguiente vez pedirá permiso, ¿no? —y sonrieron juntos.

El Conejo, al irse, huyendo de los reflejos, oye miles de ladridos. Aturdido se detiene. Gira y ve, aliviado, que es un solo perro, quién entra y sale enérgicamente de la atractiva casa, despidiéndolo.

_

Oportunidades

Lo vi y empecé a correr. Mi cuerpo saltaba desprolijo sobre las baldosas y los pies me dolían a cada paso. Él no era más rápido que yo y por lo que podía ver no estaba acostumbrado a las corridas. Por seguirlo con la mirada cuando doblé la esquina casi choco a una mujer que llevaba una bolsa de supermercado. La esquivé y seguí al trote.

Aún con mi respiración agitada y el cuerpo cansado y meneándose por la inercia, pude pensar. ¿O debería decir divagar? Me pregunté: ¿qué lleva a un hombre a tomar algo ajeno? ¿no es mejor el orgullo de conseguir las cosas con el propio esfuerzo? Bueno, pero robar también implica un esfuerzo, me contesté; ¡aunque esos riesgos son muy altos! Por ejemplo, la siguiente esquina, la avenida, es uno de esos puntos que nos obligan a los corredores a tomar decisiones rápidas. Son, en definitiva, oportunidades para que termine la persecución.

Mientras corría, la luz del semáforo parecía saltar y moverse con ritmo alocado. Como una bandera a cuadros, el rojo y el tránsito intenso nos obligaron a reducir la velocidad y a esquivar obstáculos con movimientos poco precisos. No recuerdo quién empujó a quién, pero caímos al piso, enredados, entre brazos que aprisionaban y otros que intentaban zafarse.

—¡Hijo de puta! ¡Devolvéme el celular! ¿Dónde lo tenés?
—Eh... eh... está en el bolsillo de la campera..., de adentro.

La bandera a cuadros también marcó un ganador. Yo me quedé ahí y él se fue caminando rápido, como un chico con un juguete nuevo.
_

Prueba de fuego

Al terminar la jornada laboral, Fabio se puso el sobretodo y salió a la calle. El suyo parecía uno más entre los rostros que diariamente regresan a sus hogares cansados de la rutina; pero no: él era feliz tachando los días faltantes para su casamiento.

Nadia, su futura mujer, le había pedido que pasara por la casa de Mary, la wedding planner y ex compañera de facultad de ambos, para ultimar detalles de la boda que se celebraría en dos semanas.

Mary lo recibió maquillada y con un insinuante vestido negro, largo y escotado. Enseguida trajo una carpeta con fotos y presupuestos; repasaron las opciones; calcularon precios y definieron todo. Al terminar, Mary soltó su pelo, lo acomodó perdiendo su mano en la cabellera y, mirando los labios de Fabio, comentó:

—¡Qué bueno que ya llega la boda! ¿Estás preparado para el cambio? Porque tu vida va a cambiar..., va a mutar, que se parece tanto a matar etapas y sueños viejos..., ¡vas a ser un hombre casado!

Fabio dibujó su conocida sonrisa de orgullo pre-marital, pero sus ojos esquivos y los labios vacilantes demostraban que la situación lo incomodaba. La morocha continuó:

—Es importante que llegues a la boda sin cuentas pendientes... —lo miró fijamente casi exigiéndole una respuesta, y ante el silencio prefirió seguir—. Lo que nosotros tuvimos hace años fue algo, aunque ínfimo y fugaz, muy fuerte. No me gustaría que esa chispa se hiciera fuego cuando Nadia y vos ya estén casados. Pero ese momento aún no llegó...

Fabio no pronunciaba palabra; se acomodaba en la silla; tomaba y soltaba los papeles y se frotaba reiteradamente el pelo. Mary, con las piernas cruzadas e inclinada hacia él sobre la mesa y mientras guardaba el dedo índice entre sus labios, remató:

—Ahora voy a mi cuarto a cambiarme. Me gustaría que me ayudes, como aquella vez... ¿te acordás? Hacé memoria, yo te espero...

¿Qué debía hacer? Su mente se balanceaba entre dos alternativas. La belleza prohibida al alcance de la mano por un lado; por otro la ternura, el amor y los planes de vida. El rítmico péndulo temporal definía su vida mientras los segundos corrían apurados. ¿Se arrepentiría de la infidelidad como los peatones que putean la madrugada después de una noche de juerga o se lamentaría -en el amanecer y el atardecer de los días eternos- por haberse dormido en los laureles?

Con el cuerpo rígido, como dolorido, se levantó de la silla y dio cuatro pasos. Salió de la casa. Su transpiración al cruzar el parque se transformó en perfume, mientras sonreía. Justo cuando llegaba al auto vio, en la vereda de enfrente, a Nadia, llorando y corriendo hacia él. Lo abrazó con locura y entre sollozos no paraba de decirle que lo amaba y que estaba feliz de que haya superado esa pequeña prueba.

Fabio aflojó sus piernas, correspondió el abrazo, respiró hondo y se alegró por haber elegido la guantera del automóvil como lugar para guardar los preservativos.

_

Las miradas

Hay una niña en Belliston que tiene un par de ojos enormes color violeta. Están tan lejos el uno del otro que la niña capta las cosas en sus dimensiones opuestas. Estaba mirando el sol en el amanecer y en el crepúsculo cuando escuchó los gritos. Oír gritos le molestaba mucho. Prefería mirar ya que sus ojos alejados le permiten ver el antes y el después de la escena, los diferentes cuadros de la historieta, y así comprendía todo. Pero los sonidos, sin embargo, traían consigo presente, solo el ruido cercano en espacio y en tiempo; y la obligaban a buscar.

Por suerte le funcionaba esa percepción que nos lleva a mirar hacia el lugar desde donde proviene un sonido. Ella lo sintió claramente: venía desde el amanecer.

Vio a sus vecinos de enfrente, en la puerta de la casa. Augusto estaba en el auto y Ana María, del lado de afuera, tenia los brazos apoyados en la ventanilla y, con una sonrisa pícara le recordaba lo especial del día y mencionó la palabra aniversario. Él asintió moviendo la cabeza como un caballo al galope y le aseguró que le encantaría el regalo que tenía preparado. El auto arrancó y ella gritó "Te amooooo..." y Augusto respondió obligado, con la voz escondiéndose tras el ruido del motor, "Yo tambien, a la tarde festejaaaa...".

La niña giró la cabeza hacia delante y escuchó otros gritos, del lado de la noche. Ana María tenía en sus manos una caja grande envuelta en papel de regalo. La dejó a un costado y siguió gritando al mismo tiempo que movía los brazos como dando vítores, avivando a las palabras a que viajaran más rápido, o más fuerte. Augusto se justificaba, le decía algo como que era necesario, que él sabía que a ella le gustaba, pero los gritos no cesaban. Como la situación era desagradable la niña viró la cabeza hacia el amanecer, girándola un poco más que antes.

Ya no había gritos, solo el sonido de la ducha en la casa vecina y Ana Maria en sus labores cotidianas, levantando el desayuno y preparando todo mientras Augusto se alistaba en el baño.

Pero en el ocaso Ana María mantenía los ojos cerrados y la boca abierta en una sonrisa que había durado todo el día y que se fue apagando, como el sol, cuando al quitar el papel de regalo encontró la imagen de la multi-procesadora. El rostro perdió luz y en lugar de estrellas hubo tormenta: las cejas rectas y casi unidas empujadas por las sienes, los labios hinchados sobresaliendo del rostro, los ojos grandes y poco visibles, como lunas detrás de las nubes. Antes de escuchar los gritos, la pequeña giró rápidamente la cabeza.

De nuevo en el nacimiento de la mañana, la niña vio salir desde el horizonte del rostro de Ana María una sonrisa espléndida. Se fue encendiendo poco a poco con sorpresa, entusiasmo y emoción. Esa luz iluminó unos ojos que dibujaban, apuntando hacia arriba, lo que deseaban para dentro de algunas horas. Luego, la mirada bajó para observar otra vez el objeto en su mano derecha, el que había encontrado al guardar la agenda de su marido entre sus pertenencias. Era una gargantilla muy brillante, dentro de un cofre transparente. Tenía una medalla con iniciales grabadas que no pudo leer porque Augusto la llamó y ella guardó todo nuevamente en el maletín.

Del otro lado de su cabeza, la niña pudo ver a Augusto llegando en el auto y hablando por teléfono al mismo tiempo. Sonreía y gesticulaba. Guardó el teléfono y salió del auto con la caja. Ana María estaba esperándolo con un vestido que dejaba su cuello al descubierto.

La niña decidió cerrar los ojos y presionar con las manos sus orejas. Pudo escuchar el mar, la marea estaba subiendo, como siempre al atardecer, y el océano no pudo esconder más su engaño detrás de olas espumosas en risueña y paulatina retirada. Supo que a la noche se ve, en blanco y negro, lo que el día disfraza con múltiples colores. No abrió los ojos hasta el amanecer del día siguiente, justo cuando la noche iluminó todo nuevamente.

_

Entradas más recientes Entradas antiguas Inicio