Era un cachorro cuando Mariano me trajo, en una caja, a este hogar. Ese día festejaban su primer año de matrimonio. ¡Cuánto salté y cuánto ladré ese día! Recorrí la casa descubriendo cada rincón sin detenerme. Era un dúplex. En planta baja estaba la cocina y el living, y arriba la habitación y una sala que daba a la calle.

Mientras descubría mi nuevo hogar presté atención a las emociones de mis anfitriones. Cuando pasaba entre las piernas de Mariano noté que él sentía alivio. Pero aún habiendo lengüeteado las manos de Belén no pude precisar su reacción ante mi llegada. Había alegría en su cara pero decepción en sus ojos. ¿Sería porque esperaba un perro de otra raza? ¿Le preocupaba mi hiperactividad?

Luego de la bienvenida obtuve poca atención de Mariano. Pero sí de Belén. Jugábamos y nos mostrábamos afecto; ella acariciándome, yo recorriendo su rostro con mi lengua o simplemente estando a su lado cuando la veía triste.


Mi visión de la realidad cambió mucho cuando dejé de ser cachorro y pude subir las escaleras con mis propias patas. Descubrí cuánto me gustaba mirar el atardecer desde la ventana en planta alta, observando la gente y los perros pasear.

Aprendí rápido la rutina: cuando desde la ventana veía desaparecer la luz del sol volvía Mariano. Apenas sentía su olor corría escaleras abajo para recibirlo con efusividad y alegría. Aunque después de un tiempo la rutina cambió y ya no fue predecible el momento de su llegada ni oportuno el recibimiento.

Pasaron los años y todo seguía igual o peor. La casa dejó de recibír mantenimiento. Había rajaduras, humedad y musgo en las paredes y pintura saltada en las puertas. El ambiente se hizo oscuro; no había luz de sonrisas en ningún ambiente, en ningún momento.

Cuando estaba Mariano me tiraba a sus pies, aún sabiendo que él me ignoraba. Si al rato quería ir con Belén tenía que buscarla en la habitación o en el patio. Por suerte aún tenía energía para desplazarme con agilidad por la casa.

A veces bajaba las escaleras con la cola baja para dormir en planta baja porque en el dormitorio había gritos: ya había comprobado que mis ladridos no eran bien recibidos en esas circunstancias. Yo les ladraba para que se calmen, para que conversen, pero ellos me echaban.

Luego, al llegar mi vejez, cuando bajar y subir las escaleras se hizo un esfuerzo enorme, tuve suerte porque las visitas de Mariano se hicieron esporádicas. Belén estaba todo el tiempo conmigo, aunque ya no era cariñosa como al principio. Me miraba con los mismos ojos que a Mariano. A veces me hablaba de él. O como si yo fuera él. O como si yo fuera un niño. Ella se encargaba de subirme la comida y el agua hasta aquí, al lado de la ventana, donde pasaba mis días imaginando la vida de la gente que caminaba por la calle: seguramente mejor que mi vida de perro y mejor que la de los dueños de este hogar. Los miraba a través del aire que, cual reja carcelera, a tres metros del suelo, me separaba de una vida diferente.

Aquel día estaba tan absorto en esa contemplación que no presté atención a los ruidos. Cuando me di cuenta la casa estaba casi vacía y el camión de mudanzas lleno. Revisé la planta baja, volví a la ventana y ladré. Ladré fuerte y seguido, mientras saltaba de un lado a otro. El camión se fue achicando a lo lejos, como el sol del atardecer. Seguí ladrando sin pausa, quería llamar la atención de Mariano para avisarle que algo le sucedía a Belén. Ella estaba durmiendo en la cocina, desde donde venía un fuerte olor, como el que sentíamos cuando preparaba asado al horno. Luego de que el camión desapareció y cuando la cocina parecía subir como una nube, fui a despertar a Belén con cientos de lengüetazos, miles de ladridos y con mis patas en su pecho. Finalmente comenzó a toser y salimos de la casa que, en pocos minutos, luego de la explosión, perdió su humedad característica.

0 Comments:

Post a Comment



Entrada más reciente Entrada antigua Inicio