La ausencia de las presencias

La casa de Alba estaba demasiado quieta. Tenía la tranquilidad del amanecer en los cementerios. Apenas un grillo por aquí, o un pájaro a lo lejos.

La anciana no entendía las razones. Hacía más de veinte años que los tenía como huéspedes. ¿Cómo podían desaparecer así como si nada importara? Alba se había acostumbrado tanto a ellos. Siempre los trató como si fueran parte de su familia. La convivencia era excelente: sin diálogos que dieran lugar a malas interpretaciones; solo movimientos, gestos y acciones de agradecimiento. Era gratificante levantarse a la mañana y encontrar la pava para el mate puesta al fuego. Saber que alguien estaba pendiente de abrir la puerta de la alacena justo cuando se necesitaba más azúcar. Y a su avanzada edad esas ayudas se habían vuelto imprescindibles.

Ellos solo exigían ser tenidos en cuenta. Que no los dejen en los callejones del olvido, en la calle de la ignorancia o perdidos en el más allá. Obtenían todo eso y más con Alba. Conseguían, además, afecto y valoración.

Los días se hicieron largos y grises. Como interminables nubes de una tormenta que no llegaba jamás. Alba fue enfermando y juntando rencor por la ausencia. Nunca había sufrido el abandono, así que estas eran sensaciones nuevas y difíciles de sobrellevar en épocas de vejez. Lentamente fue reduciendo sus actividades. Tosía mucho y se levantaba de la cama solo un par de veces al día. La habían abandonado y ella se estaba abandonando también.

Después de un tiempo que conviene contar en días, pero que ella vivió como noches, Alba, con una fuerza que no se sabe de donde provino, consiguió reaccionar, levantarse y pedir al médico del pueblo que la visitara. Así obtuvo atención médica y su sorpresivo diagnóstico. Tenía una incipiente tuberculosis, enfermedad que no detectada a tiempo, a su edad, hubiera sido fatal. Debería tomar una pastilla a diario, a la noche, antes de dormir, durante un mes. Comenzó ese mismo día, en el baño, luego de lavarse los dientes.

Un día, en la mitad del tratamiento, se despertó y al desperezarse notó que no había tomado la medicación en la noche anterior. Alarmada, se sentó en la cama y con sorpresa vio que en la mesa de luz reposaban un vaso de agua y la pastilla. Ingirió la medicina y se levantó más animada que de costumbre. Vivió ese día expectante, esperando encontrar una nueva señal de que su compañía había vuelto. Pero no sucedió; ella sola estuvo a cargo de las actividades de la casa y del cuidado de su salud. Con desilusión, pensó: ¿Qué tipo de amistad hemos cultivado? ¿Una que los hace desaparecer justo cuando me enfermo y los necesito?

Mientras ella vacilaba, el pasto se hacía altos yuyos en el jardín y la suciedad se asentaba en el resto de la casa.

No olvidó tomar la pastilla, cada noche, hasta finalizar el tratamiento. Para ese entonces se sentía sana y comenzó otra vez con la rutina completa que la amplia casa exigía. Como si se tratara de esos amigos o conocidos que solo aparecen cuando uno está bien, poco a poco, recuperó la ayuda externa. Sucedía como antes. La cortadora de césped se apagaba y luego ella encontraba que había levantado temperatura y el cable desenchufado evitó que se quemara. Entraba a la casa y tenía un refresco preparado y al final del día la bañadera llena. Volvió a disfrutar de la compañía, pero le llevó un largo tiempo comprender la razón por la cual en su momento se habían ido. Cuando lo hizo, se sintió más segura y agradecida que nunca. Era raro agradecer la desaparición de la ayuda, pero si no hubiera sido así el diagnóstico no habría llegado a tiempo. Entonces supo que los silencios y las ausencias dicen mucho más que las palabras y las complacencias.

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