Ser o no ser

El tren llegó a la estación al atardecer. Al pisar el andén el viento frío abofeteó mi rostro. Seguí la multitud hasta encontrar la salida. Tomé del bolsillo la nota con la dirección y consulté a un portero. Debía caminar quince cuadras para llegar a la casa.

Cuando decidí tomarme unos días de descanso y elegí este pueblo alejado, tranquilo y casi sin turismo, buscaba un alojamiento económico. Pero en este lugar no hay hotelería. Así que conseguí hospedaje en un "bed and breadkfast" a un precio muy económico. Si bien no me entusiasmaba la idea de compartir la casa con alguien más, no tenía opciones, y serían sólo cuatro días.

Cobijado en mi campera y con la mochila a cuestas recorrí cada una de las cuadras viendo como se apagaba el color de las casas a medida que el sol se escondía tras las montañas. Todos los frentes mostraban jardines y generalmente contaban con fachadas cuidadas. En todas había duendes de jardín o ángeles. Pero la casa de mi hospedaje era diferente. El jardín estaba descuidado, no había esfinges, las paredes tenían la pintura descascarada y se adivinaban fisuras en varios lugares. Solo esperaba que el interior no fuera reflejo de la vista externa. Golpeé la puerta dos veces con mis nudillos helados y, antes de bajar la mano, la puerta estaba chirriando y abriéndose lentamente. Una mujer mayor, de pelo blanco recogido y ropas oscuras, me miraba fijamente sin decir nada.

—Yo soy Marcelo, reservé unos días para quedarme aquí.
—Ah si, Alberto, por favor, adelante.

Ya tendré tiempo para aclarar mi nombre, quizá por su edad no escuche claramente, pensé.

La casa se veía amplia y confortable. La sala de estar albergaba un hogar a leña rodeado de sillones de estilo entre los que descansaba un perro. A un costado, la escalera llevaba al primer piso donde estaban las habitaciones. Había en el aire un aroma extraño.

—Éste será su cuarto, como siempre. Acondiciónelo para una larga estadía —encendí la luz y mi cara de asombro por la extrañez de sus palabras se hizo visible—. Seguramente le gustará tomar té antes de dormir, no va a salir con este frío, ¿no Alberto?
—¡Me llamo Marcelo!

El cuarto estaba descuidado. Un manto de polvo cubría la cama y los muebles. Acomodé mis cosas en un modesto placard que rechinaba al abrir sus puertas. A pesar que mis pies sentían frío abrí las ventanas para que ingrese aire fresco, ya que el encierro había convertido en denso y húmedo cada rincón. El té caliente sería una buena idea para ahuyentar el frío corporal mientras la habitación se ventilaba.

Mis pasos en la escalera cortaban el silencio sepulcral que sólo era interrumpido por los leños quemándose. Me senté en uno de los sillones con dudas sobre el perro, que por su tamaño asustaba, pero ni notó mi presencia. Enseguida la mujer bajó sosteniendo una bandeja con porcelana fina y los tés ya servidos, que apoyó en la mesita ratona de roble, sentándose en el sillón frente a mí.

—¿Azúcar Alberto?
—Dos, por favor. ¿No tiene muchos huéspedes habitualmente, no?
—Este es un lugar para quedarse, y no cualquiera cumple los requisitos. Además, me gusta esperar a los voluntarios con las comodidades correspondientes.

Evidentemente me estaba confundiendo con otra persona. Sólo me preocupaba que su falta de cordura no afectara el precio del hospedaje; al fin y al cabo no pensaba estar en la casa más que para dormir.

—Entonces, ¿la tarifa es de 20 dólares la noche, con desayuno?
—Si, con desayuno, almuerzo, merienda y cena incluida. Y por supuesto, con todos los rituales de siempre también —guiñó un ojo y esbozó una sonrisa cómplice que no devolví.
—Señora, voy a descansar. Viajé mucho y estoy cansado.

Me fui caminando despacio, algo intrigado, y giré la cabeza para encontrar que me miraba fijo. Me saludó agitando la mano y dijo algo como "ya empezamos entonces".

Creí que me costaría conciliar el sueño pues la habitación era fría, pero en un momento devino la pesadez, los ojos se hicieron montañas que se desvanecieron rápidamente como un alud y quedé dormido. Me desperté con los últimos rayos del sol colándose por la ventana, con la noche llegando nuevamente. Mi vista estaba nublada y sentía un fuerte dolor de cabeza. ¿Cómo es que anochecía nuevamente? ¿Cuánto dormí? ¡Ese té que tomé!

Cuando ya todo era oscuridad, con gran esfuerzo y tanteando me levanté. Caminé hacia la pared y encendí la luz. Entonces abrí completamente mis ojos. No por el golpe lumínico, sino por lo que la lámpara descubrió: alrededor de mi cama había un círculo de sal y esparcidos por la habitación, restos de velas ya consumidas. La sal estaba desparramada en partes, quizá por mis pisadas o por las de otra persona.

Corriendo bajé las escaleras, saltando escalones y generando un ruido ahogado y seco por el corto contacto de mis pies con la madera. La puerta de salida estaba cerrada con llave. Volví al living y me acerqué al perro. Lo empujé con el pié y no reaccionó. Me agaché, acaricié su lomo a contrapelo y sólo obtuve más del raro olor ambiente, que ahora comprendía: era formol, ¡el perro estaba embalsamado!

—Veo que ya recuerdas a nuestro Bobby. Es un avance, Alberto.
—¡Yo no soy...! —y me quedé sin fuerzas para terminar la frase. Todo se oscureció y sentí mi cuerpo tambaleando unos segundos. Luego, como si aterrizara, fui estabilizándome otra vez.
—¡Alberto! —la voz era suave, mostraba sorpresa y algo de emoción. Abrí los ojos y la vi: el pelo recogido como siempre, delgada, con el vestido azul que siempre guardé en mi memoria.
—¡Caty! ¡Cuánto deseaba verte! —dije, y en sólo tres pasos estuve frente a ella. La abracé con la fuerza de la juventud y ella me respondió con el beso de siempre, el que nos une cada vez que un voluntario duerme veinte horas entre sales y luces, en lo más crudo del invierno.

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