Alma mía

Empezó como un juego, cuando era chica. Si alguien se burlaba de mi le deseaba cosas feas; todos los niños lo hacen. Pero yo me quedaba con esa idea rondando en la cabeza y a la noche no hacía otra cosa que pensar y pensar en ello, desearlo con fuerza y pedirle al supremo que lo haga. Hasta que un pedido fue oído, y una de mis compañeras -que me hostigaba verbalmente- quedó afónica durante una semana.

Hablé del tema con mi abuela, quien me aconsejó ser cuidadosa, usar los “poderes” lo menos posible, sólo hacer el bien y no dejarme “tentar”. Lo que más me tranquilizó -porque este descubrimiento me llenó tanto de entusiasmo como de miedo- fue que se ofreció a ser mi guía, admitiendo que ella también tenía “capacidades especiales”. Pero no sucedió, falleció al mes siguiente dejándome sola, ya que mi madre murió cuando yo tenía cuatro años.

Intenté olvidar el tema pero no podía. Además, empezó a funcionar de forma inconsciente. Como en la famosa frase “ten cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad” debía revisar mucho cada pensamiento o deseo. Pero en la adolescencia no pude controlarme más. Logré popularidad entre mis compañeras, y pude salir con los chicos más lindos del colegio. Claro que esto a su vez trajo problemas, muchas chicas me envidiaban y empezaban a hablar a mis espaldas. Y yo no podía evitar castigarlas en mi pensamiento, que luego se transformaba en escarmiento real.

Todo funcionaba perfecto hasta que comencé a salir con Santiago y su ex novia, Dalila, se enojó. Y a partir de ahí no pude seguir con mis poderes. Además empecé a tener problemas de salud y malestar anímico, y la gente empezó a alejarse de mí. En menos de un mes mi vida se había hundido en la soledad y la depresión. Y Santiago volvió con ella.

Entonces empecé a investigar la hechicería. No pude recuperar mis capacidades originales, aunque conseguí herramientas más poderosas. Pero claro, para obtener más poder no podía trabajar yo sola. Así fue que, amparada en la oscuridad de la noche, dentro de un círculo de sal y velas rojas, comencé a pedir ayuda a diferentes entidades. Conseguí mejores resultados, pero cada vez el esfuerzo era mayor y debía favores a más y más entidades.

Ya en la facultad recuperé a Santiago y nos enamoramos. Estuvimos más de un año juntos y con gran entusiasmo decidimos irnos a vivir juntos. Diariamente buscábamos un lugar para construir nuestro nidito de amor. Hasta que se enteró Dalila y la situación se complicó nuevamente. Esa vez sus métodos fueron diferentes; buscó pleito conmigo todo el día, a la salida me provocó y terminamos discutiendo fuerte. Luego me tomó del pelo y al mismo tiempo me empujó al piso. Desde el suelo la vi con un mechón de mi cabellera en sus manos y esa sonrisa igual de irónica como de falsa, que dibujaba automáticamente cuando hacía una maldad.

Aquella noche en casa, llena de furia y con miedo por lo que Dalila fuera a hacer, invoqué a los espíritus. Y no tuve respuesta. Lo intenté varias veces sin resultados. Angustiada decidí pasar al siguiente nivel, contactar entidades más elevadas, algo que era peligroso, pero también mi única opción. Quién me respondió no quiso revelar su nombre y me llenó de preguntas, como quién era yo, por qué hacía invocaciones, a quienes había pedido ayuda y, con voz más grave, firme y amenazadora, consultó si había devuelto favores a cada una de las entidades.

Sin embargo rara vez mantenía un diálogo así con una entidad. Normalmente pedía fuerzas, colaboración para determinadas tareas, pero nunca una entidad me habló del “precio” de esa ayuda.

La voz oscura me dijo que el precio era “trece”. ¿Trece qué? le pregunté. Y la respuesta me dejó helada:

-Trece almas; la tuya y doce más.

Mientras en mi mente retumbaban esas palabras, recordé que había leído -aunque no en profundidad porque no era mi intención llegar a esos límites- que entregar el alma a una entidad implicaba perder la voluntad de acción. A partir de ese momento todo sería gobernado por alguien en el más allá. Y que con el tiempo, y reclutando almas de otras personas, se recuperaba la voluntad y se conservaban los poderes. La forma más común de conseguir almas era con la uija o el juego de la copa, estando la entidad presente.

—¡Tienes que decidir ahora! —me gritó soplando con el viento. Yo no sabía qué hacer.

Era difícil negarse porque no se puede cerrar una puerta abierta hacia los espíritus. Con esto ellos presionan muchísimo, nos empujan y encierran en una única decisión. ¡Pero yo quería seguir siendo yo! ¡Quería ser dueña de mi vida! Ahora, recién ahora entiendo cuanta razón tenía mi abuela con su advertencia.

—Espero que aceptes y no seas ingenua, como tu madre —su aliento quemaba mis pocos recuerdos infantiles. ¿Acaso mi madre pasó por la misma situación? ¿Será por eso que murió tan joven?

Tengo que tomar la decisión más importante de mi vida: aceptar la ayuda del ser superior y conseguir doce almas más, o resignarme a vivir atormentada por él y por Dalila u otras personas que noten mi debilidad. Mientras pienso, en el espejo veo, cada vez que la velas que cortan la oscuridad de mi cuarto se reencienden, un rostro diferente. Primero a mi madre, luego mi abuela, después a Santiago ¡y hasta a Dalila! Y lo único que puedo decir en voz alta es ¡voy a vencerte Dalila!

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