Estación terminal

Llegué a la estación treinta minutos antes del horario de partida. Era un viaje de dos horas y preferí contar con tiempo para guardar mi equipaje y acomodarme con tranquilidad. Mi boleto, comprado hace cuatro días, indicaba vagón 56 y asiento 47, pasillo, ideal para no pedir permiso a cada rato.

Subí al tren en primer lugar, guardé mi maleta en el portaequipajes y dejé mi bolso de mano sobre mis piernas. Ya sentado, levemente inclinado, me dispuse a leer el diario con la intención de despejarme y no pensar en la razón de mi viaje, la entrevista laboral en Cutex Inc., que buscaba un contador. Habían seleccionado a tres personas, ya habían entrevistado a dos (colegas que conozco) y ahora llegaba mi turno.

El tren se fue llenando de gente con un bullicio sordo, como intentando silenciar los ruidos habituales y necesarios, ruidos que serían hundidos en cuanto el motor comenzara con su habitual traqueteo.

Antes que el convoy inicie el viaje fui al baño. Es mejor aprovechar los momentos en que el tren está estático, ya que los vaivenes propios del viaje pueden arruinar la primera impresión del entrevistado, vistiendo de vergüenza a quién como un bombero en un edificio en demolición, no puede controlar su estabilidad.

Al regresar, enorme fue mi sorpresa al encontrarme a un hombre ocupando mi asiento. Supongo que contaba con unos años más que yo, su aspecto era prolijo pero un poco descuidado, como quien no le dedica demasiado tiempo a la imagen personal. Posé mi mirada demandante en sus ojos, esperando su disculpa y retirada, pero él la quitó enseguida para volver al diario. ¡Era mi diario!

-Disculpe señor, este es mi asiento-. Le dije.
-No, es mío, yo tengo mi boleto.
-Quizá hubo una confusión, ¿por qué no revisamos ambos boletos? –sugerí, seguro que así terminaría el litigio.

-Coche 56, asiento 47P –dijo el hombre, despreocupado, sin atisbo de levantarse.
-No puede ser, yo tengo el mismo –y estiré mi mano con el boleto hacia la suya, y él respondió con lo mismo. Leímos detalladamente los boletos del otro y la cara de asombro nos invadió a ambos. En sincronía nos fuimos alarmando. Cruzamos la mirada y volvimos a leer. Yo me sorprendí porque en su boleto figuraba mi nombre, y no era difícil adivinar que su sorpresa era por lo mismo. Adelantándome, como si eso significara modificar la realidad, anuncié:
-Yo soy Nicolás Palenzani. ¿Usted quién es?
-Yo también, digo, yo soy Nicolás Palenzani. –Un silencio incómodo se sembró entre nosotros y fue creciendo justo cuando el tren se ponía en movimiento. Me senté frente a él aprovechando que aún ese asiento no estaba ocupado. Preocupado por nuestro destino cuando venga el dueño de mi asiento o el guarda nos pida boletos, seguí cultivando el silencio. Pero la curiosidad era mayúscula, y comencé a indagar en los orígenes de la casualidad.

-¿Dónde vive usted?
-Vivo en el barrio “La Alameda”, cerca del río.
-Sí, conozco el lugar, allí vivían mis padres.
-Los míos también, hasta que tuvieron el accidente. –No quise mencionar, quizá para evitar que la bruma de la coincidencia ciegue mi visión, que mis padres también fallecieron en un accidente.
-¿Viaja hasta la estación terminal?
-Si, tengo una entrevista de trabajo, y con buenas posibilidades, en Cutex.

No podía creer lo que oía. Misma edad, misma profesión, misma ciudad, ¡y en busca del mismo puesto de trabajo! Pero la búsqueda era una, y seguramente citaron solo a “un” Nicolás Palenzani. Mi cara estaba elevando su temperatura y en la ventanilla, entre los árboles que pasaban rápido, me veía un poco colorado. Mis puños se abrían y cerraban, mojados en transpiración. Mis labios comenzaron a temblar y parecían decir algo sin palabras audibles.

-¡Uno de los dos se tiene que bajar! –casi lo grité, acercándome a su rostro, estacando mi mirada en sus ojos, desafiándolo.
-Bájese cuando quiera, “Nicolás”- me respondió irónico, alargando mi nombre, nuestro nombre, al final.

Me puse de pie y lo tomé del brazo arrastrándolo conmigo. El saco se arrugaba y mojaba en mis manos mientras lo arrastraba hasta el hueco entre vagones.

-¿Quién lo manda? ¿Qué es esta joda? –le grité mientras cerraba la puerta en lo que fue mi último atisbo de cordura y vergüenza frente a los pasajeros, y con ambas manos en su solapa lo acorralaba contra la pared.
-¿Qué es lo que le molesta? ¿Descubrir que no eres el Nicolás original? ¿Por qué no disfrutas de recorrer el camino que yo voy dejando marcado? –Esa respuesta, que dio tranquilo y seguro, solo yo sabía cuán dura era, cuán profundo acariciaba con palabras como cuchillos afilados, las heridas abiertas a lo largo de años. ¿Y si el impostor se quedaba con mi trabajo? ¿Y si yo conseguía el trabajo y él cobraba? ¿Y mi mujer y mis hijos? No era posible mantener la situación.

Los árboles seguían corriendo en sentido contrario del tren, y el monótono golpeteo sobre los rieles casi tapaba en mis oídos la voz del intruso en mi vida, que seguía metiendo el dedo en la llaga, y parecía alentarme a terminar el problema. Así fue que, ya casi sin aliento, y con el pulso compitiendo con el tren, lo traje hacia mí, y luego lo empujé, con mis brazos y mi cuerpo, hacia delante, hacia la puerta del vagón, fuera del tren, en un esfuerzo vital y mortal. Después el tren se alejó sobre el camino marcado por las vías, y se achicó como un gusano, igual que el bullicio de gentíos, igual que el crujido, igual que mi vista. Y así, el tren, como mi vida, llegó a la estación terminal.

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