Fotógrafo

Marcelo era fotógrafo de tiempo completo. Vivía de las constantes fotografías que los turistas se llevaban como recuerdo de su estadía en el pueblo.

El pueblo, pequeño pero con muchos atractivos, lo mantenía ocupado; mitad del tiempo trabajando, mitad en admirar recónditos lugares o fotografiar viejos y conocidos paisajes desde otra óptica.

A Marcelo le encantaba confundir el objetivo con el paisaje, como la copa de un árbol en la pradera, el mar en el cielo y las blancas palomas en las nubes.

Pero claro, él nunca aparecía en las fotos, estaba detrás de la cámara. -¡Mejor así! –se decía, por temor a confundirse en el paisaje, a mimetizarse con el objetivo, a pasar desapercibido, a no destacar.

Él recorría uno a uno los lugares turísticos cuando no había visitantes para explorarlos y conocerlos en detalle. Así fue que recreó la visita a la estatua de la plaza abandonada. A pesar de la falta de mantenimiento la esfinge seguía siendo casi idéntica a un humano, en proporciones y detalles, de color blanco y con sombras en varios tonos grises, y resaltaba sobre el tupido árbol que la escoltaba. Esperó mucho tiempo para encontrar tomas donde la blancura del esbelto cuerpo se hiciera nube, donde sus sombras fueran árbol y sus brazos ramas.

Luego de reveladas observó detenidamente cada fotografía; de manera general primero, detenidamente después y por último dejándose llevar por las figuras y colores, como quien se concentra en el paisaje de un rompecabezas esquivando de la vista las líneas que separan cada pieza.

Y fue en esta última fase de cada foto donde el resultado se hizo visible y sobrevino el asombro. Lejos de encontrar la estatua fundida en el paisaje, a primera vista surgían otras imágenes. La estatua y la nube eran un rostro blancamente barbudo, con mirada serena e implacable. La foto de la estatua y el árbol le permitía ver una mano abierta, con los dedos hacia arriba, el índice buscando llegar más alto y el brazo como escondiéndose.

Al día siguiente, después de las tradicionales fotos con viajeros y mientras la noche pintaba de oscuridad el cielo, Marcelo volvió con su cámara a ver la estatua.

Y allí estaban nuevamente cada una de las imágenes. El rostro serio y lleno de años y la mano, aún más oscura que en la foto. Ya no podía ver la estatua; solo dos imágenes se alternaban de acuerdo a quien, momentáneamente, sol o luna, ganara la pelea por la iluminación del lugar.

Marcelo, quizá para cerciorarse si la visión cambiaba o por simple atracción, fue acercándose a la estatua.

Él quedó de pié frente a la estatua o, mejor dicho, frente al rostro o la mano.

Fue en el momento en que la luna se convirtió en el único farol de la noche cuando Marcelo notó que estaba parado sobre una placa de bronce ya que el viento de la tormenta que se acercaba levantó algunas hojas descubriendo el texto, nuevo para él.

Marcelo, que sentía su confusión tan vívida como su respiración pero tan molesta como el viento con polvo que en ese momento soplaba, vaciló. El siempre quería destacarse, pero estaba oculto del otro lado de las fotos. Deseaba ser el plato principal, pero se quedaba siempre en la cocina. Quería tener la experiencia de los años, pero escondía la mano antes de aventurar algo nuevo.

La tormenta avanzaba tan rápida como la noche. La lluvia mojaba y hacía brillar todo. Entonces, con los ojos llenos de cristal, Marcelo se apartó de la placa y leyó. El nombre era ilegible, había sido borrado por los años, pero debajo decía “quien no se animó a ser, destinado solo a ser parte de otros”.

Marcelo se quedó pensando, mirando con los ojos cerrados. La tormenta pasó con furia y la plaza recibió las luces del nuevo día.

No se volvió a ver al fotógrafo: según dicen, se confundió con el paisaje, pasó desapercibido, siguió sin destacar.

Durante el día, el nuevo contingente de curiosos turistas revisó cada centímetro de la tradicional plaza donde, aún mojada, estaba la estatua. Al mirar la placa de bronce leyeron “Marcelo, quien no se animó a ser...”.

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