El sueño encadenado

Nada podía ser más inspirador que una cabaña de ciprés, escondida entre montañas y al lado de un lago de deshielo. Allí estaba yo, rodeado de cálida madera llena de nudos y plieges, dispuesto sólo a alimentarme y escribir. Allí no había recuerdos; nada de familia, amores, deseos ni frustraciones.

No me asombró que al final del día la primera hoja de la novela aún conservara su color blanco, como la leche de cabra del desayuno, ya que parte de la jornada la usé en conocer los alrededores de ese paradisíaco Edén que Jacinto y Elisa cuidaban, cual Adán y Eva, como si de ello dependiera la humanidad.

El día bajaba su bandera roja marcando la llegada de la noche. Comencé a pensar en una protagonista para mi historia. En mi mente, la buscaba, hasta que, paso a paso, sigilosamente, se desplazó como un fantasma; sin rostro, sin cuerpo; y me sentí cautivado por ella.

La luz de luna explotaba en suaves ondas expansivas sobre el lago y, buscando a ese ángel negro que se ocultaba, caí en el sueño, al tiempo que la noche se recostaba en la montaña. Soñaba su cuerpo, laxo e indefinido al principio, estilizado y esbelto después, a medida que, como un dios, me bastaba desear los cambios para que se realizaran. Era cosa de brujería, o de la enorme relación de poder entre soñador y soñado.

Cuando el sol matutino transformó mis ojos en marionetas del amanecer, abrieron la puerta. Llegué a ver la sombra de Elisa –que extrañamente me era familiar- y escuché el eco de su voz invitándome a desayunar. El desayuno fue exquisito: pan casero, dulce de moras y rosa mosqueta, té de hierbas, licuado de durazno y la escueta charla con los caseros. Jacinto quiso saber como elijo a los protagonistas de mis novelas, así que aproveche para contarles mi sueño, para rubor de Elisa y asombro e interés de Jacinto, que me llamó “artista plástico” y se quedó mirando la variedad de colores de la mesa, viajando más allá del desayuno, quizá ensoñado, y que terminó su travesía al levantar el rostro y cruzar su mirada con la de Elisa, cambiando inmediatamente de tema.

En la intimidad de mi cuarto me dispuse a completar mi visión para comenzar a redactar. Cerré las ventanas y, tirado en la cama, forcé al sueño al presionarme los ojos. La duermevela me llevó en andas. La busqué y la encontré. Enseguida dirigí mi atención a su rostro sin cara y le pensé labios abultados, pómulos rojos bajo el cielo de un par de ojos celestes y pelo castaño, ondulado. Todo lo que pensaba lo veía. Ella era hermosa. Yo la contemplaba embelesado.

“Ojalá que no puedas” escuché y de un salto me repuse en la cama. La voz ronca fue débil, pero clara y sentida, como pronunciada apretando los dientes. ¿Había sido en el sueño o fuera de él? No había gente en la habitación ni en el pasillo.

No volví a dormir ese día. Sólo fumaba y recordaba. El rostro perfecto y la silueta sensual se salpicaban con esa maldición que sonaba como un chapuceo que al mojarme rompió el sueño y la creación.

Pasaron tres noches sin sueños hasta que volví al mundo sin gravedad, sin reglas, al embrión de mi musa, y ahí la encontré. Pero no parecía la misma. Sus labios eran delgados, el rostro alargado, el pelo lacio ¡pero era ella! Sentía su esencia en el aire, aunque la imagen era otra. El asombro inicial no me permitió notar lo evidente. La mujer era una copia de Elisa. ¡Pero yo no la creé así! Y mientras, asombrado, abría mis ojos, nuevamente la voz sonó como un redoblante de tambores graves y oscuros, con un tono dulzón que no lograba tapar la ronquera de años, -Al final no pudiste.

Comprendí que quien, hace tres noches, me anticipó que no podría, se estaba robando la mujer de mis sueños, modificaba mis deseos en el preciso momento de la germinación, quería cambiar las alas de mi mariposa cuando aún era crisálida, él buscaba que la musa sea Elisa.

¿Cómo pudo ingresar a mi sueño y modificar mi creación? Pero yo todavía era el dios de mi mundo onírico, y tenía el poder de crear y terminar todo. Ella no era la que yo deseaba, y la maté. La maté porque era mía y estaba contaminada con los deseos de otro.

Y antes de recomenzar la creación quería eliminar el contaminante. En mi sueño, fui directo a buscar al intruso. Era Jacinto ¡en mi sueño! (sólo él conocía lo suficiente a Elisa como para moldearla con tanto detalle). Su gesto era mezcla de soberbia y orgullo, aunque yo esperaba decepción y enojo, por la muerte de Elisa. Intenté matarlo como hice con la mujer, pero sólo conseguía divertirlo. Insistí en matarlo de diferentes maneras y cuando sus risas eran carcajadas comprendí que era imposible. Entendí por qué él podía modificar mi sueño. Entendí por qué yo no podía matarlo. Entendí que yo no era humano; solo era su sueño y él mi soñador, mi único dios. Luego Jacinto abrió los ojos, llegó la luz blanca; y no recordé nada más.

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