Las promesas

La reunión con Julián Ardino, su nuevo jefe, fue un éxito. Y además, luego de conversar del negocio, lo felicitó por su próxima paternidad y empezó, orgulloso, a hablar de su familia.

–Ella es mi mujer, -dijo Julián, señalando el cuadro en la pared- y éstos mis hijos.

Con los ojos dilatados y vidriados, Mariano no podía creer lo que veía. El pelo negro enrulado, la sonrisa perlada, y esa mirada mezcla de inocencia y picardía yacían en la foto, como un pasado que era lejano y familiar a la vez. Pasó la uña por la foto y raspó el vidrio, al tiempo que Julián, con palabras que fueron truenos primero y tormenta después, le confirmaba la duda: -Parece una mancha, pero es un lunar.

Mientras oía, Mariano repasó mentalmente. Recién al casarse pudo olvidar y quitar de su zapato la piedra de la desaparición inesperada de Mariela; pudo tirar al fondo de su memoria la carta de despedida, la que ella dejó abandonada sobre su cama vacía, escrita con hielo y leída en fuego, con líneas que como llamaradas devoraban los años de noviazgo y derretían en escurridiza agua la frase final, la promesa. Y ahí la veía, feliz, con su familia hecha.

Quiso desaparecer. De la oficina, de su pasado, de las mentiras, de las vueltas de la vida. Con el cuerpo tembloroso, miró el reloj y titubeando fingió recordar un compromiso. Incapaz de romper aquel silencio sin delatar su nerviosismo, se alejó de allí con la cabeza gacha, como un perro vagabundo, corriendo detrás de su pasado.

Se fue con culpa a su oficina. Sentado, con la cabeza inclinada, estrujó sus ojos hasta que un par de gotas recorrieron su mejillas.

Su cabeza era una sucesión desordenada de imágenes rápidas y música confusa. Recordaba los labios de Mariela, las noches durmiendo abrazados con la futura madre de su hija, las letras de la carta de despedida, la ternura del olor a desayuno diario, los rulos del pasado sobre sus hombros, la imagen de la ecografía. Barajaba recuerdos como cartas en un mazo, buscando la escalera que explique la desazón y un comodín que le permita seguir adelante.

La foto familiar volvió a su mente y la promesa de Mariela también; en la última línea de la carta, llena de lágrimas , el compromiso de inmortalizarlo en el nombre de su hijo; y la voz de Julián, presentando, inocente y altivo: -El mayor es Mariano y la peque es Laury.

Miró hacia arriba, limpió su rostro, respiró profundo y llamó a su mujer, que enseguida consultó por la reunión.

-Me fue bien. Mi jefe es Julián Ardino –del otro lado, la mujer tragó saliva y mordió el lápiz sin punta con el que jugaba-. Tiene una familia..., después te cuento bien. Yo estaba pensando, tenés razón, mejor elegí vos el nombre de nuestra hija, ¿si?

-¡Gracias amor! La verdad, Juliana me gusta mucho más que Mariela. ¡Te amo!

-Yo también te amo, Lau.

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