“Dos Mundos”

El manto de modernidad abrazó a medias al tradicional, costumbrista y añejo bar que, a partir de esa frustrada actualización, se llamó “Dos Mundos”.

Una mitad del salón, la que se extiende sobre la calle Salvador, cuenta con mesas oscuras, sillas de madera con detalles de cuero, gastado en partes, como la rodilla de un niño, pero siempre limpio. La iluminación es tenue y tiene la clásica atención del “Gaita”. El Gaita, con su metro y medio de tosquedad, a su manera, de tanto conocer a los clientes, se hacía querer. Nunca usó una birome pero siempre recordó cada uno de los pedidos. Siempre vestía igual; pantalón negro y camisa marrón cortada por el chaleco bordo. Arrastraba más eses que pasos y tenía más exabruptos que años, pero todos lo entendían.

El otro lado muestra mesas de vidrio verde labrado apoyadas en una estructura metálica, sillas ergonómicas de plástico, iluminación dicroica y focalizada en cada mesa y en los potus, que desde el cielorraso bajaban como una cascada de agua verde y daban vida al ambiente. Luciano era el mozo. Con más simpatía que conocimientos gastronómicos, le daba frescura a la atención, coherente con este lado del mundo, el moderno.

Ese día me quedé en la barra y pude observar al hombre de corbata gris y a la mujer de vestido beige. Cada uno se ubicaría a un lado de la frontera, entre los dos mundos.

El hombre llegó con paso rápido. Empujó la puerta con familiaridad, como si fuera la de su casa. Sin demasiadas vueltas eligió lugar dejando su diario sobre la mesa, doblado en dos, como una bandera de conquista. Acomodó su cuerpo en la silla, acomodó el servilletero, el azúcar y el menú en el extremo más lejano de la mesa y se dispuso a hojear el diario. El Gaita tuvo que repetir dos veces su acostumbrada bienvenida “¿Qué le sirvo señó?” para que el hombre notara su presencia. Sé que pidió un café bien cargado porque sentí el aroma fuerte, penetrante, como el olor a tormenta, mientras el Gaita se lo llevaba, en una desolada bandeja plateada, a su mesa. Le pagó al recibirlo, aunque al Gaita eso no le gustaba y refunfuño un poco. Luego comenzó con la lectura, cambiando cada tanto de página y de mano el diario, a veces acercándolo a su cara, otras acercándose él al papel apoyado en la mesa. Y ahí se quedó, absorto en ese sueño de noticias que lo llevaba al mundo y lo abstraía de él, y que ni siquiera se interrumpía para dar un suave y corto sorbo a la tacita de café, a mitad de camino entre la mesa y su rostro, en cámara lenta porque no quitaba la vista del diario.

La señorita ingresó con suavidad, mirando las diferentes mesas. Pasó por varias y las fue desechando hasta quedarse con la única que no lindaba con otra mesa ocupada. Y a pesar de estar del lado moderno se unía en diagonal con la mesa del tipo del diario. La mujer era alta, al menos más alta que Luciano. Llevaba un solero color beige que se confundía con su piel bronceada. Su pelo era lacio y llovido, negro con destellos azules al pasar bajo las dicroicas. Retiró la silla y empezó a cruzar las piernas mientras se sentaba, lentamente. Luego apoyó su diminuta cartera, que parecía una extensión de su vestido, en el borde derecho de de la mesa. Enseguida Luciano se presentó y ella, con una sonrisa, hizo su pedido. Cuando el mozo se dio vuelta agregó –Mejor que sea capuchino, por favor. Estuvo expectante, observadora. Con una sutil mirada recorría ambos salones, incluso cambio de lugar la cartera, quizá como excusa para girar un poco el cuerpo y ver el resto del lugar. Cuando Luciano se acercaba con el capuchino, el jugo y las masitas en perfecto equilibrio en su mano izquierda, ella estaba cambiándose de silla para ver el televisor, que estaba ubicado atrás y arriba del tipo de corbata gris.

Recién en ese momento el lector empedernido despegó su vista del periódico y observó detalladamente a la mujer, sin intención de pasar desapercibido en su tarea, casi con tanta obsesión como con las noticias. Pero enseguida volvió a su habitual ocupación.

Era muy fina tomando su café. Volcó con prolijidad un sobre de azúcar, revolvió y sin probar agregó la mitad del segundo paquete. Ambos sobres fueron depositados, casi guardados, sobre el cenicero. Tomaba la copa de capuchino al tiempo que alejaba el dedo meñique de la mano. Más que sorber apoyaba la copa en sus labios y se ayudaba con la fuerza de gravedad para saborear el cóctel de café, chocolate y canela, poco a poco. Entre cada uno de esos besos, y luego de apoyar sus labios en la servilleta de papel para después beber jugo de naranja, miraba atentamente la televisión. Más o menos para cuando la mujer terminó su capuchino el tipo se mostró asombrado y ansioso. Miraba a la mujer y al diario alternadamente y una sonrisa apareció por primera vez en su rostro, bajo los negros bigotes.

La hermosa dama, que parecía sentir la mirada como una lluvia de rayos láser, a decir de su movimiento de ojos y cabeza, se incomodó. Cambió el sentido de su visión y se distrajo con una computadora de mano que extrajo del diminuto bolso. Pero cuando ella notaba que el dejaba de lanzarle dardos con sus ojos, levantaba la vista de la mini computadora y aprovechaba para observarlo. No se si por curiosidad, o que intenciones había pero cruzaban miradas. Ella alternaba la tele y su compu con el bigotudo; él quedó varado en una misma página y la analizaba sin descanso.

Cuando el hombre se levantó para ir al baño la dama aprovechó para acomodarse un poco más cerca de la mesa del bigotudo, y se quedó mirando la tele, con el cuerpo inmóvil y los ojos verdes llenos de brillo.

El Gaita, que siempre quería saber todo, pasó por la mesa y se enteró. Según me contó, en el diario estaba la foto de la mujer del otro mundo. Yo había escuchado esa noticia en la radio. La mujer hizo una importante donación a un hospital; era una exitosa empresaria textil.

El hombre, con sus zapatos brillantes, prolija camisa blanca y la corbata que confirmaba la pureza de su estilo, volvió caminando con firmeza pero con una lentitud que no le era propia, como desfilando para una única espectadora.

Ella lo miraba venir, o miraba la televisión y marcaba diferentes gestos en su rostro. Luego llamó al mozo. Le pagó a Luciano y se fue rápidamente, con pasos cortos y veloces. Abrió la puerta, salió y no volteó la vista en ningún momento.

El de bigotes salió tras ella, sorprendido pero aún sonriendo, sin el diario, sosteniendo con su dedo en gancho al saco en su espalda, apurado.

Por eso le dije al jefe que tenemos que unificar la estética del lugar: o todo moderno, o todo de estilo, pero no podemos mezclar dos mundos.

Y recién cuando se apagó el ruido de las cucharitas, las tacitas sobre el plato, los vasos, cuando se alejaron los pasos de tacos y zapatos, pudimos escuchar en el noticiero el relato de la historia del semental estafador, o vividor, como le decíamos antes, y cuando miramos la pantalla vimos el identikit, igual, igual al tipo de bigotes. Y ya no podemos perder más clientes.

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