El viento soplaba apenas y hacía que sus rizos acariciaran mi rostro. Íbamos a trote lento camino al castillo; ella justo delante mío, entre mis brazos, mostrando una sonrisa, de perfil al camino.
La encontré perdida y ofrecí mi ayuda. En ese momento solo pensaba en la recompensa que obtendría. ¿Caballos? ¿Algún título? ¿Tal vez su mano?
-Necesito volver al castillo, pero no sola –me dijo al acercarme.
Mientras acomodaba la montura para que entráramos ambos, el cielo se tiñó de negro tormenta.
-Si partimos ya, nos tomará la lluvia por sorpresa –le dije, esperando la posibilidad de ir juntos a un refugio.
-No me importa, ¡tenemos que irnos ahora!
La llegada al castillo fue triunfal: La puerta se abrió y comenzaron los vítores, la algarabía y algunos festejos más. Hasta las nubes se dispersaron para que también el sol pueda recibirnos.
Antes de bajarse del caballo me preguntó con dulzura “¿Eres religioso, verdad?”. Y esa sería la respuesta a mis preguntas del viaje.
Bajó al tomar la mano de un caballero que la besó con familiaridad. A mí me llevaron a una galería donde en soledad hicieron que espere la ceremonia. Así eran sus costumbres, me dijeron.
En la plaza principal estaban todos. La doncella recibió su condecoración: Conmigo completó la prueba. Pasó exitosamente la prueba de la carne; yo fui el séptimo y su consagración. Entonces anunciaron la fecha del casamiento. Sus ojos y los del prometido brillaron más que el sol.
Sólo una cosa era segura: ella se casaría con otro. Y yo aún no entendía que parte de la religión, entonces, tenía que ver conmigo.
Después de varios sermones y algunos rituales incomprensibles, pusieron una tela negra en mi cabeza y comprendí que no tendría recompensa. -¡No soy religioso! ¡Yo la ayudé! -grité en vano, mientras me sostenían firmemente.
-Ojalá ésta sea la última vez que lo hacemos –dijo el verdugo, pero nadie lo oyó.Etiquetas: Ficción
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