En todas las salas

Deseaba no recordar, pero recordaba todo, todo el tiempo. Recordaba el rocío bañando la verde pradera, el sol en los ojos, el molesto gentío de la feria de los sábados, mis años de estudio, el trabajo, ¡extrañaba a mis insoportables jefes!, también los amigos, la familia, todo cobraba vida en mi mente, con sólo cerrar los ojos. Pero la película duraba poco; con solo abrirlos nuevamente tomaba conciencia de que estaba en la luna, hacía ya 5 años.

Estaba en “el casco”. Así llamaban a la construcción en forma esférica, con una base llena de instalaciones y una cúpula transparente, desde donde se veía el infinito cielo, el oscuro espacio de nada que me rodeaba, el rostro lleno de aburridas pecas blancas que me veía envejecer segundo a segundo.

Ya conocía el lugar de memoria. La sala de máquinas, las salas de estar, y las habitaciones. Las habitaciones para “ellos”, los profesionales de la nasa, y para “el resto”; los operarios, los empleados, como yo, flamante “Jefe de mantenimiento” de la planta.

Fue todo cuestión de un día. Yo estaba revisando una de las paredes de cristal líquido cuando todos empezaron a correr y la sirena chilló imparable. El plan de evacuación comenzó. Todos debían abandonar el casco y volver a la tierra. Era una decisión sorprendente, a solo 2 meses de estadía, cuando se planeaba permanecer más tiempo, y habiendo preparado la planta para 20 años de aire puro. Yo conocía como programar las compuertas, por eso tenía que salir en último lugar, pero algo falló y se cerraron conmigo dentro, y se bloquearon luego; ahora sólo se pueden abrir desde afuera.

Cansado de mirar el cielo, aburrido de mirar las repetidas imágenes de las pantallas que finalmente reparé, exploré cada detalle de la planta. No entiendo por qué seguía teniendo fuerzas. Lo más fácil era abandonarme a la muerte, ya estaba muerto para todos. Pero en el silencio espacial, allí donde cada paso es un trueno y un temblor, mis pisadas sonaban diferentes en determinadas zonas. También noté que algunas paredes eran más anchas de lo que el diseño hacía suponer.

En mi cabeza, quizá por ausencia de otras cosas en que pensar, se fueron tejieron mil hipótesis. ¿Habría pasadizos secretos? ¿Se trataba de espacios huecos por protección? Decidí averiguarlo. Revisé la documentación de la planta y nada. Tuve que realizar exploración experimental, y así fue que encontré que los comandos para unas puertas aún no terminadas en realidad desplazaban paredes. Programé que se abran en 48 segundos, el tiempo necesario para llegar frente a la supuesta pared.

Cuando se abrió, fue todo muy confuso. Lo primero que vi fue ese rostro con antenas y un arma enorme apuntándome, con la luz roja encima. Indeciso, me tiré encima y lo comencé a golpear. Realmente nunca pensé que al encontrarme con alguien después de varios años de soledad reaccionaría así. Seguí pegándole, lo golpeé con el aparato de la luz roja, hasta que varias manos, que llegaron de la planta, de la planta donde “no había nadie” hace cinco largos años, me sostuvieron y me trajeron aquí.

No salía de mi asombro. Treinta personas como la que yo maltraté, con sus respectivos equipos, solo para seguirme a mí. Cinco años de registros. ¿Cómo iba a saberlo?

Mi respuesta es “no”, les dije. No estaba dispuesto a seguir como si nada hubiera pasado. Quería que me devuelvan mi vida. Sólo por eso firmé, presionado para recuperar mi libertad.

Y ahora estoy aquí, en este recinto semicircular, casi a oscuras, con iluminación posterior, viéndome como en un espejo de tiempo, con mi mente distraída en como conseguir un trabajo mejor, resignándome a que nadie me crea que fui el actor de la película del momento y entendiendo, al ver la frase final, por qué nunca se fueron las luces rojas, que como mosquitos, me perseguían aún cuando volví de la luna; “Próximamente... La vida en la tierra después del Casco”.

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