De pocas palabras

¡Qué situación difícil! Y el ambiente no ayudaba. El lugar lleno de gente. Quizá por eso sus ojos eran pequeños; para no ver la totalidad de la realidad. Un acto de cobardía disimulado, ojos que no ven...

Su piel oscura se hacía negra y brillante por el sudor. Las manos frotando sus nervios entre sí anticipaban el momento. Ella se movía de un lugar a otro sin notar su presencia. El no hacía más que pensar como llamarla. ¿Usaría su voz? ¿Algún gesto? ¿Otra persona?

Su voz no. Si ya en su pensamiento su voz temblaba, se trababa y mezclaba. Gestos... menos. Sus piernas titilaban, las manos con piel mojada agarraban y soltaban cosas, tocaban el pelo, la cara y la ropa rápidamente. Y ninguna persona entendería lo que el siente. Esa atracción enorme, ese ahorro de palabras evitando el error, la sensación agradable de la contemplación y el abismo que significa cambiar las cosas. Tenía que actuar él. No por elección, sino por descarte.

El tiempo corría veloz solo en el reloj, pero para él cada minuto era eterno.

El sonido de una gota de transpiración estrellándose en la mesa lo sobresaltó. La miró con sus ojos chiquitos y fue levantando la mirada. Y ella estaba allí. Frente a él pero sin mirarlo directamente. Un viento helado le cambió la temperatura al sudor. Un sismo recorrió el cuerpo desde el centro a las extremidades. Respiró profundamente, guardó aire como un atleta, repasó las palabras y como pudo, titubeando, dijo: -Hola.

Ella, casi sin pausa, respondió: -¿Se va a servir algo señor? –Lo, lo de siempre.

Un manto de tranquilidad cubrió su cuerpo y el charco de transpiración. El sonido de huesos chocando se fue apagando. La camarera se fue. El miedo también. El hombre, sentado, con la espalda apoyada por completo en la silla y los brazos colgados, pensó: La próxima vez, apenas se acerque le pregunto como se llama”.

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