El octavo amanecer

Llegué al mismo tiempo que la negra noche. Mis ojos, como lunas reflejadas en el mar, eran enormes e imprecisos en sus formas. Caminé rápidamente buscando no encontrar silencio entre los crujidos de hojas bajo mis pies. El silencio, no interrumpido sino adornado por grillos y búhos lejanos, me hacía tomar conciencia de la supuesta soledad de la estancia.

La puerta era de hierro. Quise evitarlo, pero el chillido de la cerradura y acaso de la puerta separándose del marco, avisó, como un antiquísimo timbre, de mi llegada a la casa. El viento que entró conmigo levanto diminutos huracanes de polvo. Todo estaba cubierto de tierra y además, algunos muebles cubiertos de telas.

En el centro de la sala se encontraba la escalera. Tan amplia que toda una familia podría transitarla a la vez. En el medio tenía una alfombra que alguna vez fue roja, pero preferí subir por un costado. Siempre subí escaleras. Y siempre lo hice sin siquiera detenerme a pensar en ello. Como masticar, como parpadear. Sin embargo, allí, pensé y analice cada paso como si de eso dependiera mi vida. Es que en esa casa, en esa oscuridad, con esa misión, sentía que hasta el simple hecho de respirar era exponerse a enormes riesgos.

Un poco por el viento que me empujaba, otro poco porque no me quedaba otra recorrí todos los escalones. Tomé el pasillo de la derecha, como corresponde al recorrido. Caminé cerca de la pared, casi tocándola, con la palma abierta, sintiendo el calor del tapizado. Cuando ya no llegaba la luz de la luna mi mano sintió más espacio entre su sudor y la pared. Y más por reflejo que por decisión toqué la madera. Era una puerta. Con la suavidad de una caricia recorrí las vetas hasta encontrarme con el frío metálico del picaporte. La puerta estaba cerrada. Tampoco fue exitosa mi búsqueda al tacto de alguna iluminación. En el obligado recorrido encontré otras dos puertas, igual de cerradas.

Decidí volver. Paso tras paso. Pero la luz original no apareció. Llegué donde estaba la escalera, al encuentro del primer escalón. Tanteé con mi pié derecho cada pequeño abismo antes de bajar el izquierdo. Luego, mis manos se aseguraron de comprobar el frío y el calor de la alfombra y la cerámica. Supongo que estaba en la mitad de la escalera y me detuve. Al agacharme me di cuenta. Se cerró la puerta metálica. La que no tenía llave. La puerta más pesada que conocí. ¿Habrá sido el viento? Me quedé sentado. Acurrucado. Ocupando tan solo tres escalones. Guardando mi cabeza en el hueco de mis brazos, como guardando la luz de mis ojos, quizá la única luz de la casa, solo para mi. Así estuve hasta que llegó el amanecer. Se sentía la frescura del rocío en el exterior de la casa. Sonreí alegre. Ya todo estaba terminando. Solo faltaban diez minutos para las siete de la mañana. Repasé mentalmente el recorrido... los muebles de la recepción, las escaleras, el pasillo superior, las puertas correctamente cerradas, la energía eléctrica cortada por seguridad. Todo estaba en orden. Como todo ex-policía soy estructurado y organizado. Comencé a prepararme. Ya terminaba mi turno. Este era el octavo día de trabajo nocturno cuidando la solitaria estancia.

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