Volver a la naturaleza

La imagen era cada vez más nítida. Pude admirar el aspecto, sus formas, curvas y colores. Había rutas definidas y zonas vírgenes, sin explorar. La niebla cubría las zonas más sensuales.

En lo alto, el viento soplaba la cabeza de la montaña. Los cabellos eran un bosque. Divisé dos lagos con agua cristalina reflejando al sol brillante y redondo. Al costado de cada espejo nacían cauces de arroyos, como si en algún reciente deshielo se hubieran derramado lágrimas. Una montaña pequeña se erguía entre los lagos y mi camino. Allí, dos oscuros túneles mostraban la constante actividad del viento.

Con la absurda ambición de que mi voz recorriera y estremeciera el paisaje que estaba observando dije “Hola”. Sin embargo, sorpresivamente, algo respondió a mi saludo. Me refregué los ojos porque creí ver que dos lomas, antesala de la montaña ubicada entre los lagos, se movían. Descreyendo mi intuición y negando los riesgos de un sismo, caminé más rápido aún y abrí los ojos tan grandes que pude competir con los lagos al tomar la luz del sol.

Ante mí se extendía una larga planicie. Posé mi mano sobre ella. La superficie era suave y podía sentir un cosquilleo en la yema de mis dedos como respuesta de la tierra a mi contacto. A mi izquierda vi otra superficie igual y comprendí que era la parte superior de una loma en forma de tubo aunque no tan uniforme.

Mis pies descalzos se apoyaban con suavidad y permanecían estáticos unos segundos antes de abandonar la fresca piel de la tierra. Mis brazos y mi cuerpo abrazaban a la colina en forma de pierna uniéndonos bajo la brisa proveniente de la respiración de la montaña, allá en lo alto.

Levanté mi mejilla de la piel, separé mi cuerpo de la hierba, me puse de pie y miré alrededor. Las dos colinas se hicieron una. Avancé hacia delante y la izquierda. La tierra, menos firme que antes, rodeaba mis pies y dibujaba mis huellas.

Continué avanzando y encontré un pozo poco profundo. Había algo mágico en ese lugar. Una conexión con el pasado y el futuro. Era un lugar familiar. Como si esa depresión natural me llevara atrás en el tiempo, a los orígenes de la vida y a nueva vida.

Seguí mi recorrido yendo hacia dos montañas que había visto antes. Caminé de prisa y noté que la tierra se volvía agradablemente tibia. Embelesado llegué al lugar y quise trepar la montaña de la izquierda: imposible; la pendiente lo impedía. Giré alrededor de la montaña ovalada hasta encontrar un lugar más adecuado y pude ver con claridad el monumento que ante mí se elevaba: de textura sólida y color blanco como las nubes, de forma cónica y con una zona oscura en la cima.

Comencé a escalar a paso lento. Mis pies sentían un vivo calor a medida que subían. La temperatura llegaba a todo mi cuerpo en forma de cosquillas, como si alguien me acariciara por dentro. La sensación era exquisita, sabrosa: deseaba extender cada momento. Por eso avanzaba en zigzag. Recorría los costados y sólo de a un paso por vez hacia arriba. Cuando la forma de la montaña me lo permitió di giros completos sobre el lugar más blanco, puro y reconfortante del paraíso. Al llegar a la cima sentí un suave temblor; todo menos el cielo se movió: un estremecimiento de la tierra que duró sólo unos instantes. O quizá fue mi cuerpo que, embriagado de caricias placenteras, cedió su fuerza al viento agitado que expiraba la cadena montañosa.

La cima era un lugar delicioso y extraño; formado por pequeñas rocas oscuras, coloradas, era como una mora de aspecto flexible al principio y rígida luego de unos instantes. Sentí la tierra latiendo rápido y desde allí tomé conciencia del paraíso viviente que la naturaleza me regalaba: los lagos como ojos llenos de cielo con el bosque frondoso detrás; las lomas en forma de labios entreabiertos que permitirían ingresar a sabrosos laberintos con aliento humeante de quimeras de placer.

Luego de varios temblores más decidí bajar de la mística pirámide. Fui directo a sus labios y comencé a besar el suelo resquebrajado. Primero con suavidad y después con fruición. Empecé por las partes externas y seguí con las más cercanas al precipicio. No era tarea fácil porque los vientos allí eran más intensos y rápidos: una respiración agitada.

En ese momento sucedió algo increíble. Me alejé un segundo y sentí la necesidad de abrazar la tierra, en toda su extensión. Pasé mis brazos por las hectáreas de su cuerpo. Enfrenté mi rostro con sus ojos lagos, que empezaron a reflejar mi figura, la cual crecía en tamaño. Apoyé suavemente mi cuerpo sobre la hierba, la roca, la planicie y sus montañas. De los labios bebí el rocío y respiré su aliento. Recorrí con mis manos todas sus colinas y montañas sintiendo en mis dedos frescura, calor y suavidad. El viento echaba paños de frescura en la roca y la vegetación, y las aves volaban y nos cantaron victoriosas y alegres cuando pude, finalmente, entrar en su cueva prohibida. Así nuestros cuerpos se unieron haciéndose uno parte del otro y comenzaron los temblores: primero suaves y esporádicos, luego fuertes y rítmicos.

Meciéndonos en una cuna hecha millones de años atrás, la fuerza de los temblores creció hasta convertirse en un volcán que derramó su lava hirviente en un brusco y suave movimiento que nos estremeció, uniéndonos más y trayendo tranquilidad. Era la calma más bella, la resultante de la unión de la tierra y el agua, del fuego y la roca, de respiraciones mezcladas, alientos fusionados, miradas cruzadas y brazos y piernas perdidos entre sí. Era la brisa arrastrando gotas de rocío por doquier y el sol regalando ternura. Era la pasión, más allá de nuestros cuerpos, fundiéndose con la naturaleza. Entonces fuimos uno esperando que alguien nos explore. Desde entonces, respiramos viento y temblamos a veces –el llamado de la naturaleza– cada vez que alguien toca nuestra piel.
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