De timbres y palomas

¡Había llegado el día de conocer a Cami08! Tres meses de conversaciones en Internet y finalmente nos veríamos los rostros. Aunque no habíamos compartido videochat ni intercambiado fotografías nos conocíamos muy bien.

Varias veces ensayamos el encuentro en nuestras sesiones de chat. Como nuestra atracción era muy física imaginábamos que su carpeta caería al piso en el primer abrazo y que, sin decir nada, mezclaríamos nuestros cuerpos rodando en el piso.

A ella siempre le interesaron los temas misteriosos, a mí la forestación. Ella quería reconectar su energía espiritual y sexual relacionándose conmigo. Yo prometí remover de su cuerpo las impurezas del pasado, trabajar la tierra y permitir que los árboles crezcan en un bosque de felicidad.

El esperado timbre sonó con urgencia. Abrí la puerta y con un gesto nervioso la invité a pasar. Era hermosa y más joven de lo que esperaba. Materializando el ensayo la apreté contra mi cuerpo y la besé. Sus labios estaban fríos, ella no colaboraba y terminó girando el rostro. Era comprensible, besaba a alguien por primera vez desde la experiencia del desengaño amoroso que la marcó, impidiéndole por años confiar nuevamente en un hombre. Consciente de que las imágenes de miedo deben borrarse con cariño y confianza, volví a abrazarla guardando su cabeza en mi hombro, acaricié su pelo y recorrí su espalda durante varios minutos. Luego sus labios me correspondieron y rodamos sobre la alfombra hasta ligarnos en un nudo hecho en el centro de nuestros cuerpos.

—No sé qué vas a pensar de mí –dijo mientras juntaba unos papeles y se ponía la ropa que había quedado desparramada en el piso.

—Pienso lo mismo que te dije antes: ¡sos maravillosa!

Sus ojos —que ella había descrito verdes y eran negros— me miraron extrañados al tiempo que el timbre, tan poco oportuno, volvió a chillar. Sólo me puse la camisa y abrí la puerta. Allí estaba Camila, con su apodo escrito en un cartel, colgando del cuello. Sentí mi frente ceñirse como un acordeón. Crucé las piernas intentando ocultar mi desnudez y ella aprovechó para entrar. La otra mujer, aún descalza, mientras terminaba de acomodarse la pollera, dijo en voz alta y muy apurada:

—Es una encuesta rápida, sólo llevará cinco minutos.

Miré a Camila, que sonreía sarcástica, disfrutando o sufriendo del silencio tirano que unía el sorpresivo triángulo.

—¡La confundí con vos! ¡vino por una encuesta! ¡mirá, tiene una carpeta! ¡prueba evidente del tipo de confusión! —le expliqué a Camila, evitando que la otra me escuchara.

Después, para que la encuestadora no se enoje conmigo y permanezca en estado de amor hasta la próxima visita, le susurré:

—Lo que hicimos fue hermoso, espero que vuelvas.

Se fue prometiendo —no muy convencida— que completaría la encuesta en otro momento. Camila quedó de brazos cruzados, con un gesto de decepción y con sus ojos verdes demandando explicaciones.

Tuve dos ilusiones en la mano, como pequeñas palomas; las apreté tan fuerte que quedaron heridas. Si alguna sobrevive será un milagro.

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Un paso más

—Es grave. Algo tenemos que hacer. Hablemos con tu hermano, ¡hoy mismo!

—Sí, ya lo llamo así llega antes de que Paola vuelva.

Sergio, luego de recibir la llamada, notó el tono de preocupación de su hermana. ¿Se habría enterado de algo? Enseguida tomó el auto y salió.

En su cabeza volvían uno a uno los recuerdos. Paola siempre fue muy cariñosa con él y desde que era chiquita salían juntos a la calesita, al cine, a pasear. Por eso no sorprendió a nadie que tomara el hábito de quedarse a dormir los viernes en su casa: él tenía computadora, playstation, un lindo jardín y muchas anécdotas que contar. Y a medida que los años pasaban y las hormonas adolescentes se despertaban, Sergio también se convirtió en su fantasía sexual. Además, sus compañeras del colegio no paraban de hablarle sobre lo fuerte que estaba su tío. Pero él nunca se dejó llevar por las miradas de interés que recibía de su sobrina.

Sin embargo, su respuesta empezó a cambiar el viernes en que volvió antes a su casa y encontró a Paola en su habitación mirando una película condicionada. Tenía el volumen tan alto que los gemidos le habían impedido oír su entrada a la casa. Eligió irse en silencio, dio un par de vueltas con el auto, y regresó a la hora de siempre.

Esa noche Paola lanzó una avalancha de preguntas sobre sus novias, qué hacían, cuánto tiempo estaban juntos, dónde. Con mucha paciencia y evitando los detalles, el contestó. Finalmente, por lo que estaba rememorando o quizá por la actitud demandante de Paola, y más aún, sabiendo que miraba sus películas condicionadas, Sergio tuvo una erección. Intentó disimular quedándose quieto pero enseguida encontró a Paola con la mirada fija en su entrepierna. Él la miró a los ojos mientras con una mano se acariciaba por sobre el pantalón. Luego de unos segundos tomó la mano de su sobrina y la hizo imitar el movimiento original. Ella accedió contenta y después la curiosidad pudo más: “¿Puedo ver?”. Él se puso de pie y ante la mirada de emoción y lascivia de Paola liberó su pene, que se mantenía erguido, y le pidió que volviera a las caricias originales. “¿Puedo hacer más?”. Sergio comenzó a guiarla. Hizo que su inexperta boca bese, saboree y succione hasta desarmar el helado caliente que sostenía en su mano. En unos instantes Paola no tuvo nada que envidiar a las mujeres de la película condicionada. Disfrutaba con los extraños gestos de su tío ante los vaivenes de sus labios y su lengua y luego se asustó cuando su boca casi explota al recibir el elixir del placer, que era sangre de su sangre, y que pronto aprendió a disfrutar como un licor cremoso, espeso, de sabor fuerte y muy adictivo.

La sesión continuó con una devolución de favores. Sergio quitó prenda por prenda la ropa de Paola, la recostó en el sillón y armó en su piel un camino de besos hasta llegar a su vientre. Con su rostro dibujó un espiral desde afuera hacia el centro hasta encontrar sus labios rosados. Allí se perdió y recorrió a ciegas con su lengua; luego se encontró, ayudado por sus dedos inquietos. Paola disfrutaba de la boca de su tío ignorando que había más. Él subió unos centímetros y sobre el botón que crecía escribió con saliva cada una de las respuestas que Paola estaba buscando. Y esa revelación hizo que ella conociera, por primera vez, una sensación exquisita, acompañada de un temblor suave, cosquillas en todo el cuerpo y sobretodo muchas ganas de gritar y morder. Luego se abrazaron y se besaron profundamente hasta quedar dormidos.

Las visitas se hicieron más frecuentes; varios días de la semana Paola lo esperaba lista para disfrutarse mutuamente.

Por eso la reunión lo atemorizaba: podría ser el fin de sus planes y el inicio de un montón de problemas.

—Te llamamos porque Paola no está pasando un buen momento y creemos saber la razón —el tío tragó saliva—. Nosotros la criamos con valores, le damos lo mejor. ¡Y no permitiremos que pierda el rumbo! —dijo el padre y miró a su mujer, cediéndole la palabra.

Sergio escuchaba y a la vez ensayaba su respuesta: de cuánto la quería, que también buscaba lo mejor para ella... Miró a su hermana.

—Desde hace más de un mes, las notas de Paola bajaron. Pensamos que está perdiendo mucho tiempo en tu casa, distrayéndose con la computadora y los juegos. Yo creo que tendría que ir menos o aprovechar para estudiar ahí, como hacía antes.

Sergio volvió a respirar. Respondió rápido, pero fue muy preciso:

—Bueno, a todos nos ha pasado alguna vez. Les propongo algo: yo hablaré con ella, acordaré que sólo use la compu y los juegos una vez a la semana y sólo si sus notas mejoran. También puedo ayudarla con las materias si tiene dificultades. Ah... y si quiere que venga a casa a estudiar con alguna amiga, así se distrae menos.

—Me alegro que entiendas Sergio —aprobó el padre, levantándose de la mesa—, voy a poner la pava que no te ofrecimos nada.

—Gracias hermanito. Prefiero que esté con vos antes que en la calle. ¡Pasan tantas cosas! Encima los jóvenes de hoy son un desastre —ella giró su rostro y miró hacia la habitación y cuando Sergio también observó la cama, continuó—. Sé que en tus manos Pao estará bien: siempre supiste como cuidarla.

Al ver la cama Sergio saboreó los planes para esa noche: darían un paso más, vivirían la experiencia completa. “Sentirte entrar en mi cuerpo”, decía Pao.

—Paola me cuenta todo, incluso... todo —remarcó su hermana, separando las manos y levantando las cejas.

Sergio sonrió satisfecho y siguió recordando las palabras de su sobrina: “...y me gustaría invitar a una de mis compañeras para que aprenda lo mismo que yo”.

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Disfrutar con los ojos cerrados

Ramiro era mi masajista desde hacía ya cuatro años. Siempre conversabamos mucho, aunque pocas veces logramos el nivel de conexión de aquella tarde.

Supo hacerme las preguntas justas y guardó silencio cuando correspondía. Parecía intuir todo sobre mí. Y me incentivó poco a poco a hablar de temas íntimos. Enseguida estuvimos hablando de sexo sin tapujos y sus manos en mi cuerpo comenzaban a tener un sentido más que relajante.

Yo estaba recostada en la camilla, boca abajo, los brazos al costado y con una toalla reposando entre mi cintura y el comienzo de mis piernas. Tenía los ojos cerrados y me había abandonado al contacto de sus manos llenas de crema resbalando por mi espalda.

— Hace tiempo que tienen problemas con tu novio… Entiendo que te cele: sos una mujer hermosa. Tendrían que hacer algo para estar mejor, ¿no?

Yo no respondía con mi voz, sino con suaves movimientos de mi cuerpo. ¡Estaba tan relajada que no quería levantar mi cabeza ni pronunciar palabras! Sólo escuchaba. Mi cuerpo dijo “sí”.

Bajó por mi brazo derecho lentamente, masajeándolo. Al llegar a mi muñeca saltó a la rodilla y fue hasta mis pies. Empezó a subir desde los gemelos hasta las ingles transmitiendo calor y fuerza. Friccionaba enérgicamente una pierna mientras pasaba el dorso de su mano por la otra, con una suavidad que me erizaba la piel y minimizaba el dolor de la fuerte presión muscular.

—Él tendría que aprender a realizar masajes. La relajación es la puerta de entrada a la pasión.

Sus palabras rebotaron en el pequeño consultorio y en la oscuridad del cielo estrellado que era lo único que yo veía. Sus dos manos se concentraron en mi pierna derecha. Avanzaban en movimientos circulares. Bajaban hasta la rodilla y subían nuevamente, cada vez más alto. Cuando sin querer se encontró con la toalla el contacto desapareció y volví a sentirlo en mis hombros. Se desplazó por mi espalda y mi cintura dibujando figuras como un patinador sobre el hielo. Luego de unos minutos sus dedos caminaron en la piel y fueron hacia las piernas empujando a su paso parte de la toalla.

—Tu piel es magnética, Raquel. Guía mis manos al recorrido que tu cuerpo pide.

La voz grave transitaba mi cuerpo y llegaba a mis oídos haciendo vibrar los lugares por donde pasaba.

Los movimientos del masaje se habían vuelto frenéticos y recorrían con velocidad mis piernas, mis muslos y por momentos subían hasta mi cintura. Una suave ráfaga de aire fresco alivió momentáneamente el calor. Segundos después me di cuenta de que la brisa la había generado la toalla cayendo al piso.

—No abras los ojos. Concéntrate sólo en disfrutar.

Se alejó un momento y volvió a mi cuerpo con caricias. Como si tuviera un mapa de mis sensaciones recorrió cada fragmento de mi piel. Yo sólo era un ente dispuesto al placer: me estremecía, estiraba las piernas y arqueaba la espalda. Las manos, en ese momento más frías —o al menos así las sentía— recorrían mi cuello, mi espalda, las piernas y la línea de mi cola, donde supo estar la toalla.

Tuve temor de lo que pudiera pasar, pero no quería que se detuviera, estaba disfrutando mucho. Estremecida levanté mi pelvis y al apoyarla nuevamente en la camilla su mano encontró mi sexo. Ya no había vuelta atrás. Podía sentir sus dedos rozándome y mi humedad lubricándolos. Descubrió cada lugar de mi entrepierna con el mismo nivel de detalle que anteriormente tuvo con mi cuerpo. Mis manos se abrían y se cerraban guardándose la diminuta sábana que cubría la camilla. Cuando sus dedos comenzaron a acariciarme por dentro mordí con fuerza la tela. Mi cuerpo respondía como un eco, obediente a sus exploraciones.

Después de que empezó a sonar la música sus manos se alejaron de mí por un segundo que fue una eternidad. Luego, con la facilidad con que se moldea la arcilla húmeda, arrastró mi cuerpo hacia el suyo y separó mis piernas. Apoyó una mano en mi espalda y acercó su cuerpo al mío. Con un permiso que dio mi cuerpo pero no mis ojos, él entró en mí. Me guió en un baile muy rítmico que tuvo el vaivén de las olas y la intensidad de la tormenta. Junto a mi respiración agitada se escaparon algunos gritos ahogados que supieron esquivar la tela e integrarse al aire del consultorio.

Cuando el quejido de mi placer se hizo más audible que la música y mi mundo estrellado se pintaba de colores, todo se detuvo. Mientras con su mano aún sostenía mi pierna sentí unas gotas frías cayendo en mi espalda. Decepcionada abrí los ojos y la confusión me sacó del trance inmediatamente: Ramiro, con su delantal blanco, estaba parado junto al equipo de música observando todo. Giré mi cabeza y me incorporé en la camilla asustada. Quién estaba detrás mío era Agustín, mi novio. Su rostro estaba fruncido y lleno de lágrimas. De un salto me levanté y fui al cambiador gritando con bronca:

—¡Hijos de puta!

Mientras me vestía escuchaba su diálogo entre murmullos:

—Boludo, ahora se enojó conmigo y yo no hice nada.

—¿Pero viste? —los sollozos entrecortaban las palabras— ¡Yo tenía razón! ¡Si vos seguías la tenías! ¡Es una turra!

Ya vestida, me acerqué hacia ellos, que estaban contra la pared. Me agaché, apoyé cada mano en una de sus piernas y fui subiendo lentamente. Recorrí la cintura de ambos y luego crucé los brazos haciendo que mis manos acaricien sus erecciones. Volví a cruzarlas deteniéndome en su zona erógena a punto de explotar. La caricia bajaba y y subía. Cuando en cada mano sentí el peso del escroto apreté con fuerza clavando además mis uñas. Quedaron agachados, tocándose y balbuceando. Apagué sus quejidos y la música melosa al cerrar tras de mí la puerta del consultorio.
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Volver a la naturaleza

La imagen era cada vez más nítida. Pude admirar el aspecto, sus formas, curvas y colores. Había rutas definidas y zonas vírgenes, sin explorar. La niebla cubría las zonas más sensuales.

En lo alto, el viento soplaba la cabeza de la montaña. Los cabellos eran un bosque. Divisé dos lagos con agua cristalina reflejando al sol brillante y redondo. Al costado de cada espejo nacían cauces de arroyos, como si en algún reciente deshielo se hubieran derramado lágrimas. Una montaña pequeña se erguía entre los lagos y mi camino. Allí, dos oscuros túneles mostraban la constante actividad del viento.

Con la absurda ambición de que mi voz recorriera y estremeciera el paisaje que estaba observando dije “Hola”. Sin embargo, sorpresivamente, algo respondió a mi saludo. Me refregué los ojos porque creí ver que dos lomas, antesala de la montaña ubicada entre los lagos, se movían. Descreyendo mi intuición y negando los riesgos de un sismo, caminé más rápido aún y abrí los ojos tan grandes que pude competir con los lagos al tomar la luz del sol.

Ante mí se extendía una larga planicie. Posé mi mano sobre ella. La superficie era suave y podía sentir un cosquilleo en la yema de mis dedos como respuesta de la tierra a mi contacto. A mi izquierda vi otra superficie igual y comprendí que era la parte superior de una loma en forma de tubo aunque no tan uniforme.

Mis pies descalzos se apoyaban con suavidad y permanecían estáticos unos segundos antes de abandonar la fresca piel de la tierra. Mis brazos y mi cuerpo abrazaban a la colina en forma de pierna uniéndonos bajo la brisa proveniente de la respiración de la montaña, allá en lo alto.

Levanté mi mejilla de la piel, separé mi cuerpo de la hierba, me puse de pie y miré alrededor. Las dos colinas se hicieron una. Avancé hacia delante y la izquierda. La tierra, menos firme que antes, rodeaba mis pies y dibujaba mis huellas.

Continué avanzando y encontré un pozo poco profundo. Había algo mágico en ese lugar. Una conexión con el pasado y el futuro. Era un lugar familiar. Como si esa depresión natural me llevara atrás en el tiempo, a los orígenes de la vida y a nueva vida.

Seguí mi recorrido yendo hacia dos montañas que había visto antes. Caminé de prisa y noté que la tierra se volvía agradablemente tibia. Embelesado llegué al lugar y quise trepar la montaña de la izquierda: imposible; la pendiente lo impedía. Giré alrededor de la montaña ovalada hasta encontrar un lugar más adecuado y pude ver con claridad el monumento que ante mí se elevaba: de textura sólida y color blanco como las nubes, de forma cónica y con una zona oscura en la cima.

Comencé a escalar a paso lento. Mis pies sentían un vivo calor a medida que subían. La temperatura llegaba a todo mi cuerpo en forma de cosquillas, como si alguien me acariciara por dentro. La sensación era exquisita, sabrosa: deseaba extender cada momento. Por eso avanzaba en zigzag. Recorría los costados y sólo de a un paso por vez hacia arriba. Cuando la forma de la montaña me lo permitió di giros completos sobre el lugar más blanco, puro y reconfortante del paraíso. Al llegar a la cima sentí un suave temblor; todo menos el cielo se movió: un estremecimiento de la tierra que duró sólo unos instantes. O quizá fue mi cuerpo que, embriagado de caricias placenteras, cedió su fuerza al viento agitado que expiraba la cadena montañosa.

La cima era un lugar delicioso y extraño; formado por pequeñas rocas oscuras, coloradas, era como una mora de aspecto flexible al principio y rígida luego de unos instantes. Sentí la tierra latiendo rápido y desde allí tomé conciencia del paraíso viviente que la naturaleza me regalaba: los lagos como ojos llenos de cielo con el bosque frondoso detrás; las lomas en forma de labios entreabiertos que permitirían ingresar a sabrosos laberintos con aliento humeante de quimeras de placer.

Luego de varios temblores más decidí bajar de la mística pirámide. Fui directo a sus labios y comencé a besar el suelo resquebrajado. Primero con suavidad y después con fruición. Empecé por las partes externas y seguí con las más cercanas al precipicio. No era tarea fácil porque los vientos allí eran más intensos y rápidos: una respiración agitada.

En ese momento sucedió algo increíble. Me alejé un segundo y sentí la necesidad de abrazar la tierra, en toda su extensión. Pasé mis brazos por las hectáreas de su cuerpo. Enfrenté mi rostro con sus ojos lagos, que empezaron a reflejar mi figura, la cual crecía en tamaño. Apoyé suavemente mi cuerpo sobre la hierba, la roca, la planicie y sus montañas. De los labios bebí el rocío y respiré su aliento. Recorrí con mis manos todas sus colinas y montañas sintiendo en mis dedos frescura, calor y suavidad. El viento echaba paños de frescura en la roca y la vegetación, y las aves volaban y nos cantaron victoriosas y alegres cuando pude, finalmente, entrar en su cueva prohibida. Así nuestros cuerpos se unieron haciéndose uno parte del otro y comenzaron los temblores: primero suaves y esporádicos, luego fuertes y rítmicos.

Meciéndonos en una cuna hecha millones de años atrás, la fuerza de los temblores creció hasta convertirse en un volcán que derramó su lava hirviente en un brusco y suave movimiento que nos estremeció, uniéndonos más y trayendo tranquilidad. Era la calma más bella, la resultante de la unión de la tierra y el agua, del fuego y la roca, de respiraciones mezcladas, alientos fusionados, miradas cruzadas y brazos y piernas perdidos entre sí. Era la brisa arrastrando gotas de rocío por doquier y el sol regalando ternura. Era la pasión, más allá de nuestros cuerpos, fundiéndose con la naturaleza. Entonces fuimos uno esperando que alguien nos explore. Desde entonces, respiramos viento y temblamos a veces –el llamado de la naturaleza– cada vez que alguien toca nuestra piel.
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Hospitalidad

Su auto se quedó sin gasolina. Tras dos horas de intensa caminata por la ruta desierta y empapado de sudor, Emilio distinguió unas casas en el horizonte. Llegaría transitando un angosto camino de tierra cuyo recorrido aliviaría sus pies doloridos.

En la calle ni siquiera había perros. Las casas parecían abandonadas. Tocó algunos timbres y nadie respondió. Desesperado, siguió repitiendo el ritual.

La última casa no tenía timbre, pero había movimiento en su interior. Golpeó la madera vieja y reseca de la puerta y un hombre abrió. Al ver el descuidado aspecto de Emilio, lo hizo pasar. Le pidió a Ely que trajera una palangana con agua para refrescar los pies del viajante. Ely, su hija, aunque era tímida y sumisa, vestía shorts y una camisa atada sobre el ombligo. Dejó el recipiente y luego se quedó en la oscuridad del garage, desde donde observaba todo.

Luis, el anfitrión, no tenía gasolina pero comentó sobre una lejana despensa donde la vendían. Se ofreció él mismo a buscarla para que Emilio pudiera descansar. Y se fue caminando con un bidón bajo el brazo.

Emilio masajeaba sus pies comprobando como una diminuta herida provocada por el calzado le causaba tanto dolor, cuando escuchó un ruido. Algo cayó al suelo del garage y Ely estaba levantándolo. Se quedó mirándola: la encontró muy atractiva. La llamó, le ofreció conversar y le pidió un vaso de agua, pero nunca respondió. Aunque después de unos minutos la curiosidad pudo más que la timidez y se acercó con dos vasos ¡de vino!

Apenas probaron el tinto e intercambiaron algunas palabras y ya estaban juntos; ella masajeándolo y él acariciándola. Enseguida los labios se encontraron y las manos recorrieron sus cuerpos. Hicieron desaparecer las incómodas ropas del verano y cuando él estuvo sobre ella la eventual pareja perdió la noción del tiempo.

Entraba y salía. El líquido salía con fuerza. La manguera goteaba. Se llenó el recipiente. El bidón estaba listo. El hombre volvía a su casa.

—Se lo ve mucho mejor —dijo Luis al entrar a la casa y notar brillo en el rostro de Emilio.

—Gracias a usted, y a su hija también —miró a Ely de reojo y luego, evadiendo la situación, volvió a su viaje—. ¿Consiguió la gasolina?

—Sí, con esto le alcanzará.

Los hombres fueron hacia la puerta. Emilio buscó en su billetera y entregó dos billetes a Luis, quién mostró un gesto de desaprobación.

—Por favor, tómelos..., sé que es mucho por un bidón de gasolina pero su hospitalidad lo vale.

—Gracias, pero esperaba un poco más, teniendo en cuenta también la hospitalidad de mi hija…

Emilio sonrió nervioso como un niño descubierto en travesuras; un seductor engañado; un macho dañado en su hombría.

Después de entregar unos billetes más se fue. Dio dos pasos y, aún sorprendido, giró y vio a Ely, que desde la oscuridad de la casa, detrás de su padre, agitaba su mano, saludándolo.

—¡Vuelva pronto! —les escuchó decir a dúo.

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