Humo de perros

Al despertar no entendía bien. Luego reconocí que estaba en un hospital y recordé mi operación. Tomé mi reloj de la mesita y me asombré: eran las diecinueve del viernes 13 de abril, y me operé el lunes 9. No había médicos ni enfermeros en la sala, sólo otros pacientes durmiendo.

Me senté en la cama y luego me paré. Un poco mareado caminé en busca de un doctor que me explique lo sucedido. No había nadie en enfermería. También el pasillo estaba vacío y los consultorios desolados. Bajé las escaleras y el hall central estaba despojado de gente. ¿Será hoy feriado? ¿Habrá alguna huelga?, me pregunté ante el abandono del hospital.

Salí a la calle buscando un taxi. ¿Cómo podía ser que en la avenida principal no haya un solo vehículo y ningún peatón? Jamás sentí un silencio así, una soledad igual, en una ciudad tan populosa.

Cada veinte pasos me detenía a descansar; estaba débil y me agitaba rápido. Con cada pausa, al relajar mi respiración, el silencio ganaba la batalla inundando como una ola gigante, todo lo que antes era ruido y locura, apagando la vida, la esencia, el aporte humano a la jungla de cemento.

Ya estaba anocheciendo y las luces no aparecían. Era todo muy raro. Necesitaba saber que estaba sucediendo. Con el cielo teñido de rojo pude ver, a unos doscientos metros, un puesto de diarios. Me apuré porque temía perder las últimas luces del día. Tomé los diarios y los llevé al centro de la avenida, donde había más claridad. Los desplegué en el pavimento y me dispuse a buscar alguna pista. Fue fácil. Estaba en los titulares. “Una gran nube de humo invade la ciudad”, “Sería tóxica la humareda”, “Sólo es perjudicial para humanos” y terminé de entender todo con el ejemplar más reciente: “Se inicia el éxodo masivo de la ciudad” y luego “Miles de personas abandonan la ciudad en barco y se registran peleas por obtener un lugar antes que el humo llegue a los pulmones. El pánico se desato al confirmar que los afectados comenzarían a sufrir deformaciones cutáneas y luego perecerían”.

¿Pero el humo no era de quema de pastizales?, pregunté sin hablar. Sin saber que hacer, me dirigí hacia el puerto, con la esperanza de encontrar un humano más.

La noche se adueño del tiempo y tiño de negro las calles con una densa oscuridad solo interrumpida por semáforos que como luciérnagas se perdían en el horizonte. Ya no había humo en el ambiente, pero el viento empezó a azotar y con él las hojas y restos de basura a arrastrarse por el aire. También el viento se llevaba el sonido de mis pasos ahogados y mi respiración. Mis dudas, mi miedo y mi incertidumbre seguían firmes, enganchados al lento desplazamiento de mi cuerpo.

Los ratones se cruzaban por mi camino con total soltura, dejando claro que era yo el intruso y ellos los dueños de la noche. Los murciélagos volaban en densos grupos oscureciendo de a momentos la luna o pasando sobre la luz de los inútiles semáforos.

La cercanía del puerto inundaba las calles de olor a podredumbre. Junto al embarcadero estaba la sala de espera, un enorme recinto con paredes de vidrio. Si la soledad de la calle me asustaba, la nueva compañía era aterradora. La sala estaba llena, pero nadie permanecía en pié. Estaban todos muertos. Las dos puertas estaban cerradas por dentro con cadenas y la gente amontonada en el centro de la sala, muchos abrazados, lejos de las paredes de vidrio. Me acerqué hasta una de las puertas. No quise apoyar mi mano. Miré con algo de espanto esperando no encontrar un rostro familiar, aunque resultaría difícil reconocerlo. Las caras estaban hinchadas, con manchas rosadas y blancas. Algunos habían expulsado un líquido viscoso, otros tenían heridas abiertas. Las moscas brindaban un tétrico espectáculo de danza clásica sobre los cadáveres descompuestos. ¿No salían de la sala por el humo?¿Habrán estado esperando un barco para huir? ¿Habrán muerto de hambre? ¿Por qué tenían cadenas en las puertas?

Sentí nauseas, aparte mi vista de los cuerpos y con amargura miré la luna con mis ojos llenos de lágrimas. Mi búsqueda de compañía solo trajo dolor. Hubiera preferido la soledad total, a la compañía de muertos con tanto sufrimiento a cuesta, tan expresivo, tan contagioso, y con el extraño juego de símbolos picando: ¿mi destino era estar ahí con ellos?

Caminé por la costanera, sin rumbo fijo, con pensamientos absurdos, sobre la sociedad, la comunidad, los sueños, mi vida, mi familia, los sueños y la vida del resto de las personas que ya no están. ¿Hacia donde debo ir?

A lo lejos se escucharon aullidos. Los llantos de caninos callejeros. Si me los cruzo, al menos tendré con quien jugar un rato. Ellos son incansables niños inquietos, quizá lo más parecido a un humano que podría encontrar.

Los aullidos se fueron mezclando con ladridos. Seguí caminando y cada vez eran más cercanos. Hasta que finalmente me encontré con la jauría. No eran algunos perros, eran cientos, corriendo en grupo por la calle. Pasaron a mi lado ladrando, casi ignorándome y algunos me chocaron. Perdí el equilibrio, caí al piso. Me volví a levantar y los perros siguieron pasando, pisándome y algunos mordiéndome. Sentí como varios perros se habían obsesionado con mis pies, y los mordisqueaban pese a que yo pataleaba para quitarlos. Finalmente caí otra vez, y como si entre ellos se comunicaran avisando que una nueva presa está disponible, vinieron todos hacia mí. Me acurruqué en posición fetal e intenté contener las mordidas. Empezaron arrancándome la ropa, luego sus pezuñas rasparon mi piel hasta sangrar, y mientras yo gritaba con fuerza, fueron mordiendo, con lentitud pero con mucha simultaneidad, todo mi cuerpo. Comprendí a que temían los que esperaban el barco. Me quedaba la duda si el humo sólo afectó a los humanos. Lo último que recuerdo es aullidos, ladridos y ruido de huesos mascados.

1 Comment:

  1. Luciano Doti said...
    Buenisimo, a partir de un hecho real has construido una historia de ficción.

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