Grito de libertad

El techo era bajo y, como las paredes, estaba lleno de humedad. La única ventana que daba al exterior estaba casi cerrada.

Ahí estaba yo, contemplando alternativamente los dos cuadros de realidad. Uno a pantalla completa, otro a través de los ocho o diez centímetros que separaban la ventana del marco. Desde allí miraba los niños jugar y las personas caminar, a la mañana anhelantes, al anochecer extasiados, pero siempre libres. Veía los autos correr sobre los adoquines de la avenida, reflejando luz de la luna. ¡Cuántas veces habré recorrido esas calles!

El otro cuadro era oscuro. Con muebles estancados, clavados en el piso, bañados en pegajoso polvo y humedad. Se respiraba la falta de aire y el encierro.

Y luego, como sucedía cada día, el silencio era interrumpido por los toscos, brutos y descuidados pasos de Juana. Siempre estaba moviéndose de aquí para allá, conociendo cada rincón de la casa más por costumbre que por ayuda de la escasa iluminación del lugar.

Ese día, cuando ella pasó a mi lado, desde abajo busqué su mirada pero rápidamente me encontré viendo sólo su sombra. No me animé a llamar su atención. Continué en silencio.

Pero mi necesidad me quemaba, así que me moví. Me ubiqué en su camino, en el medio del habitual recorrido. Cuando Juana volvía mi mirada escribió en sus ojos mis deseos de siempre. Mi súplica diaria. Entonces sus labios, arrugados por la dejadez y el paso del tiempo, me hablaron: -¡Ni lo sueñes! No vas a ir a la calle. ¡Te quedarás aquí!

¿Cómo al principio todo era armónico? ¿Cómo los abrazos tiernos pudieron convertirse en barrotes carceleros? ¿Cómo fue que caminar juntos por una vereda cualquiera era el mundo y de repente fue solo recuerdo?

Sus palabras siempre me hirieron, pero esa vez, aunque llevaba tiempo sin sonar, su tono de voz registró la diferencia. Las palabras fueron como cuchillos acariciando mi carne viva, jugando con mi vida, remarcando quién decide el destino de quien. Y así sucedió todo. Di un salto y caí sobre su gordo cuerpo. Aunque soy pequeño el impacto logró que Juana cayera al piso. Quedé sobre su pecho. Me tome un segundo para observarla: su cara estaba pálida, sus labios temblaban y los pómulos parecían pintados de rojo, como uno de esos atardeceres que ya casi no veía. Me deleité con esa imagen recién descubierta, por un segundo que pareció una eternidad.

Sin dejar de mirarla, con el rencor acumulado por años y con una mezcla de amor y decepción, maullé. Maullé tan fuerte que giró su cara a un costado. Fue entonces cuando mi pata izquierda clavo sus garras en el esponjoso cachete. Inmediatamente, con solo dos saltos, estuve en la ventana. Juana, aún temblando y con la cara y manos ensangrentadas, levantó la persiana, poniendo punto final a la encrucijada. Nunca más la volví a ver. A veces, la libertad está a un grito de distancia, a un salto del presente. Supongo que para los humanos también.

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