El cementerio protegido

Tras un elevado y sólido muro de ladrillos se encontraba el cementerio, el más antiguo e importante de la ciudad.

Dos hombres llegaron a pie y se detuvieron en la vereda, entre un árbol y el paredón. Vestían ropa oscura, tan negra que ni la luna llena los hacía brillar. Treparon la pared y cayeron dentro del cementerio. Caminaron hacia la derecha en busca del mausoleo. Se desplazaban con suavidad. Sentían cada paso en el césped, divisaban con claridad cada arbusto y ornamento antes de avanzar. Prestaban especial atención a los ratones e insectos, únicos capaces de hacer ruido en la noche, y se movían en sincronía con ellos. Esos ruidos y movimientos eran permanentes; costaba hallar rincones tranquilos, por lo que se mantenían en continuo movimiento.

Llegaron a la entrada principal. Debían atravesar cincuenta metros sin árboles ni otra cobertura más que algunas estatuas y carteles. La consigna era cruzar agachados, a paso lento, uno por vez. Raúl avanzó sin problemas, pero Aníbal se detuvo a mitad de camino, exaltado, y luego continuó, muy apurado.

-¿Lo viste? –susurró Aníbal, con la voz entrecortada- ¡Una luz pasó caminando!
-Tranquilo, seguramente fue una linterna, quedémonos agachados y en silencio.

La espera fue inquietante. Ambos veían, de a momentos, fragmentos de una persona que se desplazaba y desaparecía; a veces sólo el torso, ó solo un costado, como si ráfagas de viento la pintaran de luz.

-¡Viste que te dije! Mejor nos vamos, ¿no? –insistía, balbuceando, casi sin voz, Aníbal.
–No podemos irnos ahora, esperemos que eso se vaya.

Pero eso no se fue, sino que completó su forma hasta convertirse en una mujer. De pelo largo y prolijo, con un vestido gris verdoso, que eludía todo efecto moderno, y con un color entre blanco y verde brillante en su piel. Estaba de frente y tenía las manos detrás de la espalda, como ocultando algo.

En la oscuridad, el etéreo cuerpo se desplazaba sin caminar y pronunciaba ciertas palabras sin mover los labios. La voz no parecía venir de la mujer, aunque era clara y lejana. Después de agudizar la atención identificaron sólo la última frase: “...en los lugares sagrados el destino cuelga del horizonte”. ¿Era un mensaje para ellos? ¿Se refería a la luna?

Raúl y Aníbal estaban abrazados, formando una única inmovilidad. La mujer nunca los miró directamente, pero ellos se sentían intimidados. Raúl empujó su cuerpo hacia arriba arrastrando a Aníbal a levantarse. En ese momento una luz blanquísima cegó sus ojos y delató sus cuerpos. Por el cansancio y también por el sueño, pero sobretodo por el asombro y el temor, Aníbal se desmayó. Raúl se esforzaba en observar cómo la mujer parecía fundirse con la luz. Al mismo tiempo, varias linternas y algunos perros se acercaron. Los habían descubierto.

Miró a su alrededor y comprendió lo que había pasado. Algunos haces de luz roja delataban el paso por el pasillo y, en lo alto, una máquina de proyección de hologramas emitía luces verdes brillantes, dibujando su destino.

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