Las causas de las causas

Como fiscal, nada me molesta más que reabrir una causa. Sobretodo en casos como este, con sentencia firme, y más aún si el culpable ya estaba cumpliendo condena.

Tuve que releer todas las fojas de la causa antes de incorporar la nueva declaración. Se trataba de la familia Aguada, integrada por Romualdo Aguada, su mujer María Gonzalez y sus hijos Julio, Norberto y Lucía, de 33, 27 y 26 años. El matrimonio Aguada y su hijo mayor, Julio, fueron asesinados el mismo día, aunque en lugares diferentes. El arma, con sólo tres disparos ejecutados, era de Norberto Aguada, y solo tenía sus huellas digitales. Según una carta de Julio, Norberto estaba interesado en la importante herencia de sus padres. Además, en dicha carta, Julio se oponía a internar a sus padres en un geriátrico, ya que veía esa acción como “empujar a sus padres a la muerte”, debido a su enfermedad y avanzada edad. Varias personas vieron llegar a Julio al bar donde estaban Norberto y Lucía; donde luego Julio fue encontrado muerto. Lucía se negó a declarar y comenzó de inmediato con tratamiento psicológico para superar el shock de la violenta situación. Con estos elementos, el juez fijó la condena, que Norberto cumple desde hace tres años.

La nueva declaración es presentada por Jorge Santino, dueño del bar donde murió Julio. Aquel día, Jorge atendía la barra del lugar, y según él, los hechos sucedieron así:

El bar estaba tranquilo. Norberto conversaba con Lucía con serenidad, pero la montaña de colillas de cigarrillo que generaron mostraba que los nervios hervían por dentro. Algo habrían hecho.

De repente, como si hubiese visto un fantasma, Lucía se levantó y se fue apresurada, atropellando todo, a la mesa de al lado. Norberto no necesito mirar hacia la puerta del bar para adivinar quién había entrado. Él sabía que solo a su hermano Julio, Lucía le tenía tanto miedo.

Todos detuvieron sus conversaciones para ver ingresar a Julio. Entró con el peso hacia delante, la mirada exploradora y los ojos desorbitados. Cuando pasaba de largo por la mesa, cada persona sentía alivio de saber que no él a quién Julio estaba buscando.

Se detuvo detrás de la silla de Norberto, quien apenas giró su cabeza para mirarlo, como toda expresión de bienvenida y saludo. Miró fijo a Lucía, pero por poco tiempo. Vio en la mesa restos de conversación, un whisky aguándose en la mano de Norberto y otro con danzantes cubitos de hielo aún en la mesa. Corrió con su pié la silla donde antes estaba Lucía y se sentó bruscamente. Con su mano enfundada en un guante negro y adelantando las intenciones, sacó el arma y la dejó en la mesa (la gente abandonó el bar en ese momento). Acto seguido, buscando los ojos de Norberto -que solo se concentraban en el hielo-, Julio habló:

-Como bien supondrás, estoy al tanto de todo –la voz era firme aunque más grave y temblorosa que la habitual. Con silencio y una mirada penetrante, Julio demandaba una respuesta-. No... no me asombra que hayas complotado con Lucía. ¡Já, Lucía! Tampoco me asombra tu ambición desmedida. ¡Ni siquiera quiero oír tus excusas! –tomó el arma en su mano y la agitó en el aire mientras gritaba- “Que no tenía alternativa”, “que necesitaba dinero”. ¡Por dios! ¡Meter a los viejos en un geriátrico! ¡A los empujones! ¡No! ¡No!... ¡Esto, esto no va a quedar así!. Quiero que sepas que hace tiempo siento que Lucía y vos ya no son mis hermanos. Y quiero que sepas que este arma... tú arma, viene a terminar lo que empezaste.

–Norberto se incorporó en la silla, una mano apoyada en el respaldo y la otra en la mesa. Sentía que su final había llegado y pensaba en sus padres y en Lucía. El panorama era oscuro, tenso, y se llenaba de opaco brillo de lágrimas. Mientras, Julio, como una fiera, seguía gritando-. ¡Sí!, ¡sí!... serás el único heredero legal, el último visto con los viejos, el único que les dejo huellas, el dueño del arma con tres disparos gastados.

Apenas Norberto tuvo tiempo para pensar en el número tres y Julio preparó el arma y ajusto el dedo en el gatillo. Lucía explotó en sollozos al tiempo que bajaba la cabeza y tapaba su cara con las manos.

El disparo sonó como un trueno. Aún en este mundo, Norberto escuchaba el llanto de Lucía, mientras Julio yacía sobre la mesa. Su pecho no paraba de sangrar y después, sólo después vino el silencio y la tranquilidad para Julio; la misma que sus padres habían encontrado unas horas atrás.


Jorge cerró el bar donde acontecieron los hechos. Luego se casó con Lucía y juntos compraron una confitería muy grande, que es actual motivo de disputa en el proceso de divorcio. Pero esa es otra causa, en otro fuero, y no debemos mezclarlas.

El cementerio protegido

Tras un elevado y sólido muro de ladrillos se encontraba el cementerio, el más antiguo e importante de la ciudad.

Dos hombres llegaron a pie y se detuvieron en la vereda, entre un árbol y el paredón. Vestían ropa oscura, tan negra que ni la luna llena los hacía brillar. Treparon la pared y cayeron dentro del cementerio. Caminaron hacia la derecha en busca del mausoleo. Se desplazaban con suavidad. Sentían cada paso en el césped, divisaban con claridad cada arbusto y ornamento antes de avanzar. Prestaban especial atención a los ratones e insectos, únicos capaces de hacer ruido en la noche, y se movían en sincronía con ellos. Esos ruidos y movimientos eran permanentes; costaba hallar rincones tranquilos, por lo que se mantenían en continuo movimiento.

Llegaron a la entrada principal. Debían atravesar cincuenta metros sin árboles ni otra cobertura más que algunas estatuas y carteles. La consigna era cruzar agachados, a paso lento, uno por vez. Raúl avanzó sin problemas, pero Aníbal se detuvo a mitad de camino, exaltado, y luego continuó, muy apurado.

-¿Lo viste? –susurró Aníbal, con la voz entrecortada- ¡Una luz pasó caminando!
-Tranquilo, seguramente fue una linterna, quedémonos agachados y en silencio.

La espera fue inquietante. Ambos veían, de a momentos, fragmentos de una persona que se desplazaba y desaparecía; a veces sólo el torso, ó solo un costado, como si ráfagas de viento la pintaran de luz.

-¡Viste que te dije! Mejor nos vamos, ¿no? –insistía, balbuceando, casi sin voz, Aníbal.
–No podemos irnos ahora, esperemos que eso se vaya.

Pero eso no se fue, sino que completó su forma hasta convertirse en una mujer. De pelo largo y prolijo, con un vestido gris verdoso, que eludía todo efecto moderno, y con un color entre blanco y verde brillante en su piel. Estaba de frente y tenía las manos detrás de la espalda, como ocultando algo.

En la oscuridad, el etéreo cuerpo se desplazaba sin caminar y pronunciaba ciertas palabras sin mover los labios. La voz no parecía venir de la mujer, aunque era clara y lejana. Después de agudizar la atención identificaron sólo la última frase: “...en los lugares sagrados el destino cuelga del horizonte”. ¿Era un mensaje para ellos? ¿Se refería a la luna?

Raúl y Aníbal estaban abrazados, formando una única inmovilidad. La mujer nunca los miró directamente, pero ellos se sentían intimidados. Raúl empujó su cuerpo hacia arriba arrastrando a Aníbal a levantarse. En ese momento una luz blanquísima cegó sus ojos y delató sus cuerpos. Por el cansancio y también por el sueño, pero sobretodo por el asombro y el temor, Aníbal se desmayó. Raúl se esforzaba en observar cómo la mujer parecía fundirse con la luz. Al mismo tiempo, varias linternas y algunos perros se acercaron. Los habían descubierto.

Miró a su alrededor y comprendió lo que había pasado. Algunos haces de luz roja delataban el paso por el pasillo y, en lo alto, una máquina de proyección de hologramas emitía luces verdes brillantes, dibujando su destino.

Grito de libertad

El techo era bajo y, como las paredes, estaba lleno de humedad. La única ventana que daba al exterior estaba casi cerrada.

Ahí estaba yo, contemplando alternativamente los dos cuadros de realidad. Uno a pantalla completa, otro a través de los ocho o diez centímetros que separaban la ventana del marco. Desde allí miraba los niños jugar y las personas caminar, a la mañana anhelantes, al anochecer extasiados, pero siempre libres. Veía los autos correr sobre los adoquines de la avenida, reflejando luz de la luna. ¡Cuántas veces habré recorrido esas calles!

El otro cuadro era oscuro. Con muebles estancados, clavados en el piso, bañados en pegajoso polvo y humedad. Se respiraba la falta de aire y el encierro.

Y luego, como sucedía cada día, el silencio era interrumpido por los toscos, brutos y descuidados pasos de Juana. Siempre estaba moviéndose de aquí para allá, conociendo cada rincón de la casa más por costumbre que por ayuda de la escasa iluminación del lugar.

Ese día, cuando ella pasó a mi lado, desde abajo busqué su mirada pero rápidamente me encontré viendo sólo su sombra. No me animé a llamar su atención. Continué en silencio.

Pero mi necesidad me quemaba, así que me moví. Me ubiqué en su camino, en el medio del habitual recorrido. Cuando Juana volvía mi mirada escribió en sus ojos mis deseos de siempre. Mi súplica diaria. Entonces sus labios, arrugados por la dejadez y el paso del tiempo, me hablaron: -¡Ni lo sueñes! No vas a ir a la calle. ¡Te quedarás aquí!

¿Cómo al principio todo era armónico? ¿Cómo los abrazos tiernos pudieron convertirse en barrotes carceleros? ¿Cómo fue que caminar juntos por una vereda cualquiera era el mundo y de repente fue solo recuerdo?

Sus palabras siempre me hirieron, pero esa vez, aunque llevaba tiempo sin sonar, su tono de voz registró la diferencia. Las palabras fueron como cuchillos acariciando mi carne viva, jugando con mi vida, remarcando quién decide el destino de quien. Y así sucedió todo. Di un salto y caí sobre su gordo cuerpo. Aunque soy pequeño el impacto logró que Juana cayera al piso. Quedé sobre su pecho. Me tome un segundo para observarla: su cara estaba pálida, sus labios temblaban y los pómulos parecían pintados de rojo, como uno de esos atardeceres que ya casi no veía. Me deleité con esa imagen recién descubierta, por un segundo que pareció una eternidad.

Sin dejar de mirarla, con el rencor acumulado por años y con una mezcla de amor y decepción, maullé. Maullé tan fuerte que giró su cara a un costado. Fue entonces cuando mi pata izquierda clavo sus garras en el esponjoso cachete. Inmediatamente, con solo dos saltos, estuve en la ventana. Juana, aún temblando y con la cara y manos ensangrentadas, levantó la persiana, poniendo punto final a la encrucijada. Nunca más la volví a ver. A veces, la libertad está a un grito de distancia, a un salto del presente. Supongo que para los humanos también.

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