La tinta y la musa

Siempre era lo mismo. El abismo de la hoja en blanco que generaba la toma de conciencia: Ella se fue y no había forma de hacerla volver. Ella se fue y él la necesitaba para todo. Para su trabajo, para su vida, para su salud, para su equilibrio.

Los días pasaban rápidos, el tiempo se los tragaba como un cóctel de angustias, culpas, resentimientos y un toque de tinta. El sol era una molestia que sólo sufría si de casualidad estaba despierto de día al intentar, como siempre, escribir algo.

Cuando despertaba no podía escribir inmediatamente. Aún en su cabeza vivían los peores pensamientos. Y sólo al estar despierto los podía convencer de que dejen de respirar. Así que, al menos durante quince minutos, tirado en la cama, con el cuerpo inmóvil, se dedicaba a suicidar sus pensamientos en el abismo de su mente.

Ahora sí. Cuando eran solo él y el papel blanco se iniciaba la espera. La musa volvería y la tinta que estuvo bebiendo aflorará en historias. Sin embargo, eso nunca pasaba, y cuando el alcohol que tenía la tinta hacía efecto el sueño se lo llevaba nuevamente.

Sonó el teléfono, se asustó y brincó manchando su camisa del negro líquido que bebía. Maldijo el teléfono y levantó el auricular. Del otro lado de la línea escucha sin ninguna confusión la voz de la culpa. De su propia culpa, la que escuchaba en todas partes. La culpa de haber echado a la musa lejos de su vida. Colgó y empezó a caminar por la habitación, llevando consigo su descuidado cuerpo, su falta de equilibrio y sus labios negros. El piso de madera rechinaba y temblaba todo el tiempo, aunque después de una pausa, y sin mayores explicaciones, tomo aire y envión, y empezó a escupir palabras. Las maldiciones fueron todas para él. Por primera vez entendió que era el único culpable.

Quiso gritar pero tenía las manos en la boca. Se quedó masticando la bronca, desgarrando sus dedos con un grito apagado, contagiado por la desesperación de no ser quien pudo hacerla volver, no ser quien pudo ayudarla, no ser quien pudo convertirse en el escritor ideal para la musa más hermosa que alguien hubiera conocido.

Las lágrimas bajaban por el rostro, se convertían en grises, negras y se estrellaban en el piso. Necesitaba dirigirse a ella, aunque ya no esté, así que tomó del suelo lo que quedaba de su última carta de amor, juntó los pedazos y la volvió a escribir, de la mejor manera que pudo, casi pidiendo por favor, y juró esta vez no romperla.

Mezclando sudor, lágrimas y tinta sobre el papel, pudo escribir una línea de futuro esperanzador y una de tormentoso pasado.

-“Te daría el corazón que ya no tengo, las ilusiones que se fueron y lo poco que queda de mi razón, diluida en una brisa que se empieza a perder. Pero el recuerdo me lleva a esa tarde gris, donde todo sucedió, cuando el amor nos cubrió de dolor”.

Dejó de escribir un segundo. Bebió otro trago de tinta, se quitó algunas lágrimas del rostro y continuó.

-“No debí confundir musa con personaje, cedería toda la literatura que tuve porque puedas volver: Yo no quise matarte”.

Cayó de rodillas sobre la madera. Escupió el nudo de su vida, pero el desenlace estaba escrito con tinta envenenada. Lloró sin parar hasta que el estómago puso punto final.

0 Comments:

Post a Comment



Entrada más reciente Entrada antigua Inicio