Cobardía

Entre medio de unos camiones, como escondiéndose, vi aparecer el colectivo. Asomó su trompa tímidamente, despreocupadamente porque sabía que el semáforo lo detendría en la esquina.

En unos instantes estuvo en la parada. Había alrededor de diez personas delante mío. Caballerosamente subí en último lugar.

Después del trámite del conteo de monedas y trueque por el boleto me dispuse a sentarme. Sólo quedaban libres asientos del lado del pasillo de la hilera de a dos.

Elegí sentarme al lado de ella. Ella era de tez mestiza, trigueña, con pelo extremadamente negro y abundante. Vestía jeans y una remera donde caían algunos rulos.

Al sentarme me miró de costado, casi sin mover la cabeza, solo cambiando la dirección de los ojos.

El viaje transcurrió sin decirnos una palabra, sin cruzar una mirada (a pesar que varias veces me encontré mirando sus pupilas).

Cuando cruzamos avenida Rivadavia algo cambió. Sus ojos recorrían todo el perímetro panorámico que, por supuesto, me incluía. Miró el reloj y la sentí calcular el tiempo que tendríamos para estar juntos (al fin y al cabo ella notaba mi interés en su persona).

Su recorrido visual se detenía ahora en mí. Miraba alrededor y luego me miraba a mí. Repitió este proceso tres veces hasta que venció los nervios, juntó el valor, tomó la decisión y me habló.
Esta vez sin recorrido previo buscó mi rostro con su mirada y cuando los dos ojos se sintonizaron con mucha firmeza, con voz decidida y algo urgente, me dijo: “Permiso”. Dos pasos más adelante tocó el timbre y en unos metros más se bajó. Seguramente con el sentimiento de culpa y cobardía de no haberse animado a más. Eso es lo que me molesta de algunas personas. Se hacen una película de la nada y al final nunca entran en acción.

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