La voz en el árbol

Desde que tengo memoria estoy en el mismo lugar. A mi alrededor algunos arbustos; seres conformistas que no precisan de la altura para su felicidad. Debajo, una extensa pradera verde salpicada de margaritas que como espejos guardan las nubes y el sol. A un lado, el mar me susurra suavemente y a veces enérgicamente, al otro lado, las montañas guardan para sí la nieve del invierno y sólo la sueltan cuando se hace agua en sus manos. Esquivándome, como una mejilla acostumbrada al llanto, el arroyo deja escapar las lágrimas de la montaña al consolador regazo del mar. Y arriba mío... arriba mío siempre el sol, quemándome por fuera, movilizándome por dentro. Y claro, las nubes que me regalan el esporádico descanso. ¡Es todo tan bello así!

Cuando las nubes me cubren entiendo, por lo fresco que se vuelve el viento, porqué a tantos les gusta descansar bajo mis ramas. Y aunque no lo entendiera ¡igual me gusta que lo hagan! Si supieran las cosas que uno se entera: Cosas lindas, cosas feas, verdades, mentiras, promesas eternas, otras ya muertas antes de nacer, declaraciones de amor, rupturas. Todo lo que escucho es muy enriquecedor, tanto como los heterogéneos paisajes y estadios de la naturaleza, incluyendo noches sin luna, tormentas y grandes vendavales.

Pero si pudiera hablar advertiría ¡Ojo con las voces que vuelan! Pues son -algunas- las más dañinas.

Muchos han caminado sobre mis raíces, hasta he soportado que escriban efímeros enlaces de nombres en la corteza de mi cuerpo, aves me han elegido como su hogar, insectos viven conmigo y muchos otros esporádicamente comparten su tiempo en mis ramas, en mi sombra, en mi espacio.

¡Cuidado con esas voces que vienen del espacio de uno, pero uno no puede determinar bien de donde provienen! Yo escuché con atención y ahora, ahora nada es igual.

La voz me contó como es el mar, como se siente el viento justo arriba de la rompiente y del espumeante sabor de la ola al encontrarse con su compañera. Me habló de las obras de arte que la nieve dibuja teniendo a las montañas como lienzo. Me explicó lo vertiginoso de cruzar el arroyo contra la corriente y desafiar a la naturaleza. Me contó que más allá del verde nuevos paisajes esperaban ser vistos por quien realmente quiera.

La voz me invitó a ser libre, a luchar por mi destino, a romper las ataduras y dejarme ser.

Y fue en ese momento que comprendí que no era libre. Porque no podía correr a evitar que las olas rompan en la playa, porque no podía volar sobre las montañas, porque no podía jugar con la naturaleza en el arroyo, porque solo tenía que conformarme con ver los paisajes que mis ojos llegan a ver.

¿Porqué mis raíces me atan? ¿Porqué no las puedo quitar de la tierra y correr? ¿O agitarlas fuertemente y volar con ellas? Concluí, con total convicción, que era infeliz. Y por más que lo intenté no pude cambiar mi destino. Ahora, por primera vez en mi vida, mis ramas aparentemente tristes de sauce llorón son sostenidas con desgano por un realmente triste sauce llorón.

Gasté todas mis fuerzas en ser libre y ahora, ahora soy más esclavo que nunca: Mis ramas pierden hojas, mi tronco pierde capas como envolturas de papel, ya no siento la tierra húmeda... me estoy muriendo. Y sin embargo, el mar solemne siempre con su murmullo, apenas igualado por el triste o alegre llanto del arroyo. Las montañas siempre tiñéndose y destiñéndose de blanco. Las praderas más verdes y salpicadas que nunca. Y yo muriendo por dejarme llevar a la ambición, por comprar sueños de otros.

Ahora, la dulce voz está visitando otro bosque y yo, siendo mi propio ataúd, voy rumbo al aserradero. Quizá sea mejor este destino que ser infeliz, que no conocer la libertad. Así conoceré otros lugares y con algo de suerte caminaré y volaré.
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Fotógrafo

Marcelo era fotógrafo de tiempo completo. Vivía de las constantes fotografías que los turistas se llevaban como recuerdo de su estadía en el pueblo.

El pueblo, pequeño pero con muchos atractivos, lo mantenía ocupado; mitad del tiempo trabajando, mitad en admirar recónditos lugares o fotografiar viejos y conocidos paisajes desde otra óptica.

A Marcelo le encantaba confundir el objetivo con el paisaje, como la copa de un árbol en la pradera, el mar en el cielo y las blancas palomas en las nubes.

Pero claro, él nunca aparecía en las fotos, estaba detrás de las cámaras. -¡Mucho mejor así! –se decía, sintiendo temor de confundirse en el paisaje, de mimetizarse como el objetivo, de pasar desapercibido, de no destacar.

Él recorría uno a uno los lugares turísticos cuando no había visitantes para explorarlos y conocerlos en detalle. Así fue que llegó a la estatua abandonada. Espero mucho tiempo para encontrar tomas donde la blancura del esbelto cuerpo se hiciera nube, donde sus sombras fueran árbol y sus brazos ramas. ¡Cuánto se divertiría encontrando formas donde las figuras no las muestran!

Luego de reveladas observó detenidamente cada fotografía; de manera general primero, detenidamente después y por último dejándose llevar por las figuras, como quien se concentra en el paisaje de un rompecabezas esquivando de la vista las líneas que separan cada pieza.

Y fue en esta última fase de cada foto donde sobrevino el asombro. Lejos de encontrar la estatua, a primera vista surgían otras imágenes. La estatua y la nube eran un rostro blancamente barbudo, con mirada serena e implacable. La foto de la estatua y el árbol le permitía ver una mano abierta, con los dedos hacia arriba, el índice buscando llegar más alto y el brazo escondiéndose, arrepentido.

Al día siguiente, después de las tradicionales fotos con viajeros y mientras la noche pintaba de oscuridad el cielo, Marcelo volvió con su cámara a ver la estatua.

Y allí estaban nuevamente cada una de las imágenes. El rostro serio y lleno de años y la mano, aún más oscura que en la foto. Ya no podía ver la estatua, solo dos imágenes se alternaban de acuerdo a quien, momentáneamente, sol o luna, ganara la pelea por la iluminación del lugar.

Marcelo, quizá para cerciorarse si la visión cambiaba o por simple atracción, fue acercándose a la estatua.

Él, quien nunca deseaba pasar desapercibido aunque siempre estaba oculto tras su lente, quedó de pié, frente a la estatua o, mejor dicho, frente al rostro o la mano.

Fue en el momento en que la luna se convirtió en el único farol de la noche cuando Marcelo notó que estaba parado sobre una placa de bronce ya que el viento de la tormenta que se acercaba levantó algunas hojas descubriendo el texto, nuevo para él.

Marcelo, que sentía su confusión tan vívida como su respiración pero tan molesta como el viento con polvo que en ese momento soplaba, vaciló. El siempre quería destacarse, pero estaba oculto del otro lado de las fotos. Deseaba ser el plato principal, pero se quedaba siempre en la cocina. Quería tener la experiencia de los años, pero escondía la mano antes de aventurar algo nuevo.

La tormenta avanzaba tan rápidamente como la noche y la lluvia mojaba y brillaba todo. Entonces, con los ojos llenos de cristal, Marcelo se apartó de la placa y leyó. El nombre era ilegible, había sido borrado por los años, pero debajo del lugar para el nombre decía “quien no se animó a ser, destinado solo a ser parte de otros”.

Marcelo se quedó pensando, mirando con los ojos cerrados. La tormenta pasó con furia y la noche se hizo día.

No se volvió a ver al fotógrafo: Decididamente, se confundió con el paisaje, pasó desapercibido, siguió si destacar.

Durante el día, el nuevo contingente de curiosos turistas revisó cada centímetro del lugar donde, aún mojada, estaba la estatua. Al mirar la placa de bronce leyeron “Marcelo, quien no se animó a ser...”.

El bosque de tu abuelita

Lucía era una chica muy educada. Aplicada en los estudios y obediente con sus padres, siempre pisando sobre seguro, evitando riesgos.

Esa noche pasaría varias horas navegando en internet para preparar su trabajo de investigación. Pero sabía que el día siguiente sería el día del abuelo y había decidido regalarle algo.
Una tarjeta virtual con su dedicatoria y fotos del bosque sería gratificante para la abuela y le insumiría poco tiempo armarla.

Inició el recorrido en el buscador. Cientos de páginas web aparecieron de repente peleándose por un clic de su mouse. Pero Lucía solo se dirigía hacia páginas de bosques y tiernos mensajes, aunque nada parecía satisfacerla.

Finalmente llegó a www.elbosquedetuabuelita.com y supo que era el lugar correcto. Las vívidas imágenes de la presentación, mostrando álamos, sauces y robles entre los que se filtraba el sol, y la música de los pájaros y hojas crujiendo significaron el final de la búsqueda.

Luego de la presentación encontró que el frondoso bosque se separaba en varios caminos: Regalos, Historias, Charlas entre nietos y Regalos virtuales.

Ella sabía que, como cuando investigaba para su estudio, no permitiría que nada la distrajera.

Lucía era conciente que hacía muchos años que no veía a su abuela, tanto que dudaba sobre que foto elegir y con que texto adornar el presente.

Fue por eso que ingresó a la sección Charlas entre nietos. Allí, decenas de chicos discutían los mejores regalos para los abuelos de hoy en día. Su identidad estaba camuflada detrás de sobrenombres. Algunos relacionados con el lugar (Verde, Sol, Luna, Florcita), con personajes (Leñador, Heidi) y había otros más difíciles de agrupar.

Durante esta observación (que duro varios minutos), Lucía recibió un mensaje. Era de un tal “NietoUnico” y comenzaba con un tímido “Hola Lucía” (el sobrenombre de Lucía era “Lucía”, ya que consideraba más sincero presentarse tal cual, sin máscaras en su identidad).

Si bien NietoUnico procuraba llevar la conversación hacia temas personales, Lucía no paraba de hablar de su abuela. Como la recordaba, donde vivía, de su esforzada vida e insistía en encontrar el regalo más oportuno.

Lucía se salía con la suya. Logró que NietoUnico se interesara en la vida de su abuela y así eligieron juntos el regalo. Se decidieron por un ramo de flores silvestres que entregaría el delivery de elbosquedetuabuelita.com a la hora acordada, y una tarjeta virtual llegaría por e-mail, con mensajes tan dulces que derretirían de recuerdos y orgullo aún a la abuela más indiferente.

Levantó su mirada al tiempo que sonrió contenta. Al día siguiente su abuela recibiría una tarjeta por e-mail y las mejores flores del bosque en la puerta de su casa. Y lo más importante, a pesar de la insistencia, no dio su teléfono, ni siquiera su e-mail a NietoUnico. “Misión cumplida”, pensó mientras suspiró satisfecha.

Al día siguiente el e-mail volvió rebotado. Lucía sabía que este tipo de cosas eran frecuentes (quizá la abuela recibió muchos mensajes juntos, talvez hacía tiempo que no revisaba su cuenta de e-mail).

Por la tarde, Lucía recibió un llamado de su abuela. Lejos de agradecimiento, la voz quebrada clamó por ayuda. Le acababan de robar sus ahorros, sus joyas y algunos muebles. Lo último que el ladrón dijo fue “Saludos a Lucía de parte de NietoUnico” y dejó un enorme ramo de flores en la puerta.

Blancanieves VS Blancanieves

El oscuro silencio del palacio se terminó con la metálica rotura del último espejo.

Habían pasado muchos años desde que el príncipe se marchó. Cada espejo seguía siempre allí, mostrando la dura realidad.

El último espejo mostró a Blancanieves en triangulares porciones de aguda y cortante tristeza. La imagen solo duró un segundo porque mientras los fragmentos de vidrio con vida caían, Blancanieves huía. En el piso, los espejos aún recordaban las arrugas, el pelo de cenizas y el gesto desesperanzado.

Blancanieves corrió dejando el palacio, ya sin espejos, y no tuvo mas que detenerse frente al lago. Allí comprendió que era inútil. Que su reflejo siempre estaría con ella. Y que en ese reflejo vivía su madrastra. Y dijo:

-Mi pelo es tan largo como la soledad. Mis labios tan mordidos que arrojan sangre. Mi piel tan sinuosa como los caminos. ¿Bastará con pedir un deseo –como hizo mi madre- aún sabiendo que el príncipe está lejos de casa? ¿Qué será de la vida de los siete enanitos?

Blancanieves decidió ver su reflejo en el lago por última vez, pero desde abajo.

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