Cambios paulatinos

Había pasado un día completo de navegación sin divisar mas que agua a mi alrededor. Sin embargo, siguiendo la orientación de mi brújula (solo se admirar la belleza de las estrellas, pero no logro que me guíen) sabía que finalmente encontraría las costas.

Fueron tan solo 40 horas de viaje sin sentido pero con rumbo fijo y en este lapso me pregunté si hacía lo correcto tantas veces como si hubiera pasado una vida entera en duda. Escaparse de un barco en un viaje de negocios; la hazaña puede costar mi vida y muchos comentarios a los demás, pero alguna vez tenía que hacer algo que yo realmente deseara.

Iba rumbo a una isla donde me estarían esperando. Navegaba en el camino correcto. Sin embargo, no tenía prisa. Nunca, en mis 37 años, encontré tanta paz. Quería que el viaje dure lo que tenga que durar. Como mi vida.

Se aproximaba el segundo atardecer en alta mar. El primero se me pasó en preparativos. El temor a navegar de noche me hizo tomar mil recaudos que lo único que hicieron es distraer mi vista del paisaje. El atardecer en el mar, donde todo alrededor es agua y cielo, es como ver a un pintor cambiar por capricho artístico todo el sentido de su obra, pintando de noche al mar y de rojo al cielo para luego decidirse por negro granizado de puntos blancos. Y el detalle de la luna conservando las manchas que delatan que fue la paleta de colores de dicho pintor.

El sol me alumbraba de costado, casi a la misma altura, así como dos amigos hablan. Y si considero la cantidad de tiempo que el sol estuvo conmigo, con su cálida compañía, con su paciente silencio, con su alta humildad, sus suaves despedidas y vueltas, definitivamente es un gran amigo.

La luna apareció un poco tímida para empezar su turno.

Mientras la luna me vigilaba silenciosa clavé mi vista en el sol y en su invisible pero notable movimiento. No se si por mi vista fija o por la lentitud de los hechos, no notaba el sutil cambio de colores que se registraba a mi alrededor. A veces, cuando los cambios son tan paulatinos, no los notamos. Quizá por eso ya no soy el que fui y no noté cuando el cambio se produjo. Quizá porque los demás también cambian despacio ven cosas diferentes en mi. Pero ahora estoy lejos de todo eso.

Los débiles rayos de sol, tiñéndose de negro para confundirse con la noche, se erigían en línea recta hacia mi.

Con gran asombro -pero con mas molestia- vi algo extraño entre el sol y mis ojos, interrumpiendo los pocos y últimos rayos con que el sol se despedía.

Separaba el rayo en mil haces pequeños, así como la lluvia deshace
el sol en un arco iris.

Mi vista encandilada en mil partes y el vaivén creciente apenas si
me permitían entender lo que estaba pasando. Pero sin embargo, viré hacia el objeto desconocido.

Rogaba arribar cuando aún el sol me regale el atardecer (mi vista no es la de un niño).

Primero no creí lo que me decían mis ojos, pero sé que nunca me mintieron. En el medio del mar se levantaba un árbol. Entre el sol y mi cara atónita, con sus raíces en el mar y sus ramas al cielo, sin hojas pero con buena salud.

Cada vez me alumbraba más la luna que el sol.

El tronco del árbol era macizo, sin corteza visible. La madera ameritaba una rigidez increíble. Las ramas eran en extremo delgadas respecto del ancho del árbol. Comencé a examinar el tronco buscando la marca que el agua debe dejar sobre la madera diferenciando aquellas zonas donde acaricia el sol de aquellas donde abraza el agua. No encontré línea alguna.

El árbol era marrón oscuro aunque un poco rojizo en zonas, como lo era todo en ese momento (se mezclaban en partes iguales la luz del sol, el reflejo de millones de lunas moviéndose en el mar y el de mis pupilas abiertas al máximo guardando la escasa claridad).

Sin dudarlo me subí al árbol. Con algo de miedo descanse en sus flexibles ramas. Desde que me fui del barco no veía el mar de tan alto (y solo había subido un metro).

Desde allí vi como el sol se escondía detrás del horizonte y me enviaba el último rayo como un guiño de ojo.

Bajo la plateada luz de la luna real, a casi un metro de sus reflejos deformados por el mar, vinieron a mi algunas dudas. ¿Inmediatamente bajo la superficie del mar se desplegarían las raíces o habría mas tronco bajo el agua? ¿Llegaría el tronco al fondo del mar? Imposible. Aunque de no ser así seguramente el árbol viajaría como una balsa de madera hecha por la naturaleza.

Vi la brújula colgando de mi ropa y comprobé que no estaba en el mismo lugar que antes. Realmente el árbol se desplazaba a capricho del viento, a voluntad de la marea.

Desde las ramas la luna se veía mas cercana, pero yo sentía el susurro del mar cada vez más próximo también. Es que, si bien yo seguía en la misma rama, el tronco del árbol estaba mas internado en el mar que al principio. Nos separaba medio metro. A veces, cuando los cambios son tan paulatinos, no los notamos.

El movimiento del árbol era rítmico, casi armónico respecto del movimiento de la marea, como si no le opusiera resistencia, pero con la clara actitud de no rendirse ante ella.

Algunas gotas de agua alcanzaban ya mis pies mientras la luna buscaba su posición preferida, en el centro de la noche.

Cada vez quedaba menos del tronco en la superficie, cada vez yo tenía menos noción del paso del tiempo.

Casi sin notarlo (era paulatino) el agua fue invadiendo las ramas y mi cuerpo. Con cada nueva ola venían a mi mente recuerdos recientes y comparaciones más viejas.

Pensé en la primer vez que vi este árbol. Recordé cuantas veces fui tan rígido como un roble.

Pensé en el sol desparramando su abrazo al agua, al árbol y a mi y siendo alegre con ello. Recordé cuán mezquino fui de mis sentimientos y en como siempre me guardaba los rayos de sol para quién “realmente los merezca” (y así quedaron siempre, guardados).

Pensé en lo fuerte del tronco del árbol que le permite no irse a las costas, vivir siempre en alta mar y en lo flexible de sus ramas, para que el viento no haga de él un velero. Recordé que mi moral y mi ética siempre fueron flexibles como ramas y mi indiferencia tan rígida como este tronco.

Cuando el agua empezó a golpear mi cara me abracé al árbol.

Recordé la marca que no encontré en el tronco y comprendí que la luna guarda el árbol bajo el mar al hacer subir la marea cada noche. El árbol asomaba del agua al amanecer y se escondía a dormir en la noche.

Dejé de sentirme libre. Dejé de sentir paz. Empecé a contradecirme con aquello de que “mi vida dure lo que tenga que durar”.

Siento envidia del árbol al que está atado mi destino. No puedo soltarlo, pero seguir aferrado a él me lleva a la muerte.

No me siento libre y creo que nunca lo fui. ¿Quién es más libre? ¿el árbol que está donde desea estar, inmóvil salvo por las arbitrariedades del viento y el mar, o yo, que tengo la capacidad de moverme pero que nunca estoy donde quiero? Me aferré más fuerte al árbol y por un momento creí que saldría junto al alba abrazado al tronco, a recibir la luz del día, la clorofila necesaria, a gritarle al sordo mundo que aquí estoy, a permitir al viento que me acaricie, para terminar rompiendo el atardecer en múltiples atardeceres.

Mi idea se hace añicos mientras entra agua salada en mis pulmones. Me abrazo más fuertemente al árbol. Si no tendré vida, si no seré libre, prefiero ser parte del árbol, el ser con más libertad y armonía que conocí en mis 37 años.

Ya bajo el mar, con el árbol escapándose de mis manos hacia arriba, veo como se acerca el amanecer. Mi lentes de agua salada me muestran la claridad del alba. Pero sólo el árbol se fue a la superficie.

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