Rastros

El silencio fue la única respuesta al llamado insistente de mis dedos sobre el timbre. El temblor de mi mano reflejaba la preocupación que iba en aumento. Recordé la ventana que nunca cerrabas en el patio trasero, y entré furtivo a tu casa.

En el piso negro, y como si fuera un lejano planeta rojo, la tapa del perfume que habitualmente derramabas en tu cuerpo, aún orbitaba. A su lado descansaba la copia de la llave alargada y pesada que usabas por dentro, la que tantas veces respondió a mi llamado abriendo la puerta de tu departamento y de tu ropa. Seguía unida al llavero de metal; recuerdo como tintineaban cuando te acercabas; cómo, junto a la sombra bajo la puerta, me anunciaban tu llegada. Más allá había una cinta negra, la que usabas para sostener tus medias en las piernas blancas. Era como un trofeo: habiendo conseguido ese pedazo de tela, no había otra prenda en tu cuerpo que se resistiera.

Levanté la mirada y vi que sobre la mesita de luz había un cassette de audio. Por supuesto que era tuyo, ¿quién más hubiera usado un estuche naranja para un cassette blanco, colores que combinaban justo con el equipo de audio?

Mientras separaba la cinta del estuche supe que tus dedos también habían estado allí. Esperaba, impaciente, encontrar tu voz en la grabación; tal vez con un mensaje, una pista o una despedida.

El equipo me devolvió música, no tu voz. Pero… ¡qué música! Era la que siempre reproducías cuando te visitaba. La que bailamos por primera vez. ¡Si me parece sentir tus manos en mi hombro y mi espalda! Y escuché la canción siguiente, la que usábamos para acercarnos. Después sonó el tema que nos acompañaba en los momentos de mayor pasión: el que evoca imágenes únicas y es capaz de empujar mis lágrimas perezosas. Las imágenes, en ese momento, me aflojaron las piernas y me arrojaron a la cama, dejándome sentado, con la mirada en mis pies y los brazos rodeándome el cuerpo: solo.

Terminó la última canción. Me froté los ojos, junté valor y, con el sonido blanco de la cinta vacía como fondo, me levanté, alejándome despacio de ese colchón al que algunos llamaban avenida, pero que para mí era una desolada calle en la que solo vos y yo transitábamos.

Estaba a punto de presionar Stop cuando escuché tu voz, del otro lado de la cinta. Primero quedé inmóvil, como un niño descubierto en una travesura. Luego comencé a caminar por la habitación, como si estuviera escuchándote al teléfono.

Me decías que te ibas de viaje, que deseabas que te recordara y que volverías en unos días. Tu voz era igual en la cinta que en vivo; suave y melodiosa, dulce y efímera como un caramelo de azúcar. Te imaginé sentada en la cama donde yo recién había estado, pensando en mí y en mi reacción al oir esas palabras. Y, como si el ambiente y tu voz no fueran suficiente, me relataste nuestros mejores momentos, cambiando el tono, susurrando y hasta suspirando a veces.

Yo seguía caminando y saboreando tus palabras cuando un destello de luz sobre la mesita me distrajo. El objeto metálico era un encendedor de bencina, apoyado desprolijo, olvidado por descuido o por apuro. No quise tomarlo, ya sabés cuánto detesto el olor a tabaco. Me quedé mirándolo. El extraño objeto absorbía la poca iluminación y energía del lugar mientras vos terminabas tu mensaje pidiendo que no te extrañe, que te espere. Y lo último que mencionaste, junto con un te quiero, fue el nombre, un nombre amargo, ajeno, seguramente el nombre de un maldito fumador empedernido.

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Yo me llamo...

Se había dormido casi sin darse cuenta: el sueño fue ganándole la batalla como la noche empuja al atardecer. Luego, el teléfono comenzó a azotarla con un paño de seda primero, con un cinto después y con un latigazo en el último ring.

Molesta, descolgó el teléfono; oyó una respiración lejana y comprendió lo que debía hacer. Se abrigó y salió a la calle. Caminó esquivando estrellas y soledades y se detuvo en un teléfono público.

Marcó automáticamente. La llamada sonaba... sonaba... sonaba..., y nadie atendía. «Lógico —supuso—, porque estaba durmiendo». Hasta que alguien levantó el tubo, pero ella, sorprendida, agitada y nerviosa, no pudo decir nada. Sólo cerró los ojos pesados y se dejó empujar por la oscuridad.

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