Aprender a volar

Lo tenía escrito y lo leía todos los días. Y cuando la frustración se hacía grande rompía el papel, pero a la noche siguiente lo escribía de nuevo. Siempre el papel decía algo así:

Quiero volar. Desplazarme en el aire con total soltura, hacer windsurf en las nubes, dar kilómetros de vueltas carnero, cerrar los ojos para que el viento o la inercia me lleven como a una pluma. Quiero burlarme de la fuerza de gravedad; saltar sin volver a caer, que mi viaje empiece y termine cuando yo quiera.

He viajado en avión, pero no siento el viento en mi piel. Hice ala delta, pero la brisa no siempre fue mi cómplice. Probé bungee jumping, pero me desperté bruscamente en lo mejor del sueño.

Hace dos semanas que abandoné la búsqueda. Ahora no leo y tampoco escribo. Todas las noches, cuando cierro mis ojos, mi aura envuelve al viento, mis brazos abrazan la distancia y mis ojos ven el paisaje. Cuando lo deseo viajo. Vuelo. Vuelo dentro de ciertos límites. Sólo puedo volar por mis recuerdos y cada tanto aventurarme a explorar mi imaginación. Además, llevo conmigo a la gente que quiero. El viaje puede durar desde un parpadeo hasta... hasta que decida abrir los ojos, aterrizando en el mismo lugar donde comenzó el vuelo.

Ahora lo sé. Siempre fui el dueño de la mejor máquina para volar. Y está hecha a mi medida. Con mi voluntad como timón, con mis deseos como brújula y con mis problemas como motor. Así, vuelo cada vez que quiero.

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